miércoles, 9 de mayo de 2012

"Un loco lindo en la pared de mi tío", apertura sobre Paul Gaugin


UN LOCO LINDO EN LA PARED DE MI TIO



Mí tío Adolfo, además de mi tío, era mi padrino. En muchos aspectos era mi ídolo, mi modelo. En su habitación tenía cosas que para un niño eran sencillamente asombrosas. Ya nomás sobre el ropero, había una cabeza de vaca, a la que le habían puesto unos foquitos en las órbitas. Cada vez que la prendían en la oscuridad, me daba un feliz escalofrío. En la mesita de noche, el velador era la lámpara… de Aladino (yo estaba tan convencido, que antes de dormirme la miraba un par de veces no fuera a salir el genio…). En una pared, junto al espejo, la reproducción de un mapamundi muy antiguo, con los nombres de continentes y mares en latín. En la pared de enfrente y sobre la cama, un cuero de zorro, con un rifle Winchester cruzando el pelo del pobre animal. En la pared del costado, había unos banderines colgados arriba del escritorio donde hacía mis deberes. 

Y finalizando este censo de la habitación de mi tío, sobre el tapa-rollo de la ventana estaba mi objeto favorito: un póster, con mujeres de piel canela y pelo renegrido, sentadas en el banco de un parque, hablando entre sí y ataviadas con vestidos de fulgurantes colores: naranja, verde, amarillo y rojo. El poster llevaba una inscripción: “Tamatete”. 

Por alguna extraña razón, ese póster me atraía mucho más que cualquiera de los otros huéspedes de esta cueva maravillosa de mi infancia. Aún más que la lámpara de Aladino o la cabeza de vaca. Alguna vez debo haberlo mencionado y un adulto me respondió con suficiencia: ¡pero nene, es Paul Gauguin! Avergonzado de mi ignorancia, razoné que si todo allí era fabuloso, el autor de la obra que me inquietaba tanto no podía ser menos, así que me dediqué a investigar en un diccionario enciclopédico, que eran el recurso disponible en aquella época.

Y mi intuición infantil nunca fue más acertada: pocas biografías empardan la de este pintor francés. 

De niño, las ideas políticas de su padre obligaron a la familia a exiliarse en el Perú. Al regresar a Francia, el joven Paul se enrola en la marina mercante, pero luego de una temporada, sirve en las filas de la Armada Francesa. Más tarde se convierte en un exitoso agente de bolsa, donde se labra una posición decorosa, al punto que se casa y forma una familia con cinco hijos.

Nada hacía presagiar el cambio que habría de sobrevenir en su aburrida vida de hombre de negocios. Sin embargo, un amigo de su padre, que oficiaba de tutor, lo vincula con los pintores impresionistas y movilizado por lo que ve, empieza a tomar clases de pintura. Al poco tiempo se larga a pintar y exhibe sus primeros cuadros, junto con una delantera de lujo: Manet, Monet, Cézanne y Pisarro. Sus obras generan tanto eco que decide abandonar la Bolsa de París, para dedicarse por completo a la pintura.

También abandona a mujer e hijos en Holanda. Nada es suficiente y viajero incansable, se marcha a Panamá, donde termina trabajando en la construcción del Canal, pero se enferma de malaria y tiene que volver a Francia. Allí sigue pintando. Conoce a Vincent Van Gogh y trabajan juntos durante un par de meses. Parece ser que Gauguin no sólo tenía mal carácter, sino que además era un soberbio importante. Y Van Gogh no le iba en zaga, de modo que la guerra de egos no tardó en instalarse y en un hecho no elucidado del todo, puede que la famosa oreja cortada del pintor holandés haya tenido su origen en un choque entre ambos temperamentos fatales.

Un poco después, Gauguin se muda a la Polinesia, so pretexto de sustraerse de las deudas y mejorar su salud. En realidad, necesita buscar refugio fuera de un mundo que lo ahoga en su mar de convenciones sociales. Pero en lugar de recuperarse, empeora tanto de salud como de pobreza y no tiene más remedio que regresar a Francia. Pero no todo es desgracia en la vida del tarambana y en su total inadvertencia, había heredado a un tío. Con ese dinero y el producido de la venta de algunos cuadros, retorna a la Polinesia, donde pinta como un enloquecido mientras frecuenta el amor de las desprejuiciadas mujeres isleñas. Contrae sífilis y lepra, intenta suicidarse a poco de pintar su obra más significativa. Inquieto, aún en la enfermedad, se radica definitivamente en las Islas Marquesas, forma pareja, tiene un hijo y hasta se involucra en reivindicaciones contra la injusticia a la que eran sometidos los nativos. Nada parece alcanzar, pero al poco tiempo, muere como quiso, apartado del universo, prácticamente como un salvaje.

Paul Gauguin empezó a pintar en el impresionismo, pero pronto advirtió que le resultaba exigua para recomponer en imágenes las sensaciones que desbordaban sus agudos sentidos. Viendo cómo pintaba, no me extraña que la gente lo haya juzgado como un poco loco. Los expertos en arte podrán acercar sesudas consideraciones sobre su obra. Para mí fue un pintor consecuente con su pensamiento, casi un anarquista, un hippie adelantado en el tiempo, que con los colores llameantes de un exótico póster, me hizo comprender que era posible llevar hasta la última consecuencia el compromiso del arte con la vida. 

El 9 de mayo de 1903, se moría Eugène Henri Paul Gauguin. Tenía 55 años y fue uno de los pintores más importantes que dio el fin del siglo XIX. Además, tuvo tiempo para ser marinero, agente de bolsa, bohemio intransigente, viajero infatigable y revolucionario local. Pero fundamentalmente, fue un hombre que alcanzó fórmulas expresivas de una enorme profundidad.






© Pablo Martínez Burkett, 2012

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