domingo, 28 de noviembre de 2021

CARTA A UN JOVEN APRENDIZ DE ESCRITOR


Este es un ejercicio que tuve que hacer para 
el Master de Escritura Creativa de la Universidad de Salamanca


Mi joven amigo:

En estos tiempos tan contemporáneos, las entrevistas se han convertido en un producto indiferenciado, en masa, con preguntas indeterminadas, que no son sino repetición de lugares comunes y respuestas de manual que aspiran a quedar bien con tirios y troyanos, esas hordas bien pensantes que asuelan las redes sociales y que se han erigido en los Catones de la moral pública, diminutos dictadores de lo que se supone está bien, pero sobre todo, de lo que está mal.

Por eso antes que nada quiero agradecerle su cuestionario, lleno de frescura, lleno de candor, pero también de una profundidad y detallismo que conmueven. Siempre es grato saber que alguien se ha tomado el trabajo de leerlo con la minuciosidad que revelan sus preguntas. Trataremos de que las respuestas estén a la altura del trabajo que se ha tomado.

Yo también, a sus jóvenes 16 años, intentaba, sin saberlo, abrirme paso en el mundo literario. Prueba de ello es el aleonado pergamino del concurso José Pedroni que todavía exhiben las impudorosas paredes de mi casa materna. Es evidente que las profesoras de Literatura que me seleccionaron para representar a mi colegio tenían claro algo que, por entonces, ni siquiera sospechaba. A la hora de elegir una carrera, me lancé a estudiar la más tradicional de las profesiones, formé una familia y subvine a sus necesidades con el fruto de mi esfuerzo. Así que no, a diferencia de quienes pueden enunciar la epifanía que les marcó el derrotero, en mi caso, nunca se me representó un destino literario. Viví literalmente rodeado de libros, me pasaba jornadas completas con la nariz en los libros pero era incapaz de imaginarme que esa pudiera ser mi verdadera vocación. En esa época pensaba que aquello que no da de comer a una familia no es otra cosa que una afición. Un hobby de los caros.

Pero es probable, con usted bien dice, que esa inadvertencia haya sido obstinada negación porque nunca dejé de escribir. Al principio, sin otro destino que los cajones atiborrados de ripios (los antiguos subdirectorios de los ordenadores de hoy día). Tímidamente luego, con alguna publicación mimeografiada en la facultad o por allí. Un poco más envalentonado a partir de los foros literarios de finales de los 90’. Y ya con abigarrada voluntad desde ese momento hasta el presente. Mi carrera de escritor fue un, si por laborioso no menos feliz, camino de hormiga. Siempre robándole horas al sueño, la familia, el trabajo. Siempre con una historia macerando como eco de fondo cuando para desgracia la atención primaria debía enfocarse en los requerimientos cotidianos. Siempre escribiendo, aunque no estuviera con el teclado bajo los dedos. Siempre siendo escritor, aunque no lo supiera. O como el apóstol Pedro, aunque lo negara tres veces.

Y eso me lleva a su interrogación de por qué escribo. ¿Por qué vuelan los pájaros? Porque de otra forma serían perro o conejo, quizás pato o gallina. Pero no pájaro. Escribo porque soy escritor. Escribir está en mi naturaleza. Es una pungente necesidad, un exorcismo recurrente, una dulce maldición. Si fuera posible, dejaría todo y me dedicaría únicamente a leer y a escribir, dos caras de una misma moneda. Moneda fugaz que lanzamos al aire, una y otra vez. En algunas ocasiones, sale cara, otras; ceca. Pero en todas, mientras la voluta dibuja el espacio, se puede escuchar el golpeteo acalorado de nuestro corazón. Quizás esa sea la mejor respuesta: escribo porque el corazón me late más rápido. Podría enumerarle infinitas cosas que debieran darme el mismo placer. Pero no resistiría enunciar tanta ingratitud. Digamos, más piadosamente, que cuando escribo, mi corazón se hace audible.

No descarto que con lo dicho en los párrafos precedentes entienda que también está respondida su pregunta de para qué escribo. Sí, es cierto. En una primera mirada, pareciera que escribo para acallar mis urgencias, para anestesiarme en mi propia adrenalina. Pero eso también podría predicarse de los que se entrenan para correr maratones. Yo escribo para que me lean. Y para que me lea la mayor cantidad posible de gente. Ninguna obra puesta a la consideración de otro está completa sino hasta que ese otro la pasa por el prisma de sus propias representaciones y la convierte en algo nuevo. Todo el tiempo estamos haciendo nuevas todas las cosas. Mi Borges no suena como el suyo. Ni su Lovecraft como el mío. En ello está la eterna riqueza de esa definitiva y definitoria sociedad entre escritura y lectura. Dejo a mentes más esclarecidas establecer relaciones con la herida narcisista, el locus externo de identidad y alguna otra teoría que usted enumera de forma tan admirable. Mi respuesta es mucho más simple: escribo para que me lean. Y mientras más, mejor.

Como le anticipaba en el encabezamiento, me admira la forma en la que ha leído algunos de mis cuentos. Le estoy muy agradecido, con un agradecimiento que es pudor y también esperanza. Si un muchacho de su edad lee así, estamos bien protegidos contra muchas de las desgracias que pregonan los epígonos del apocalipsis de las nuevas generaciones. Es muy agradable la imagen que usa para describir mi método compositivo. Es cierto. Es una aproximación muy válida representarse mis relatos como un injerto: donde primero hay un pie que está rigurosamente tomado de la realidad, luego hay una transición progresivamente imperceptible que facilita, por último, que en la fronda se ejerza la torsión fantástica. El terror es uno de los pocos géneros que se definen por la emoción que provoca, por la impresión en los sentimientos y aún, las manifestaciones físicas que engendra. Los que escribimos terror aspiramos a causar miedo. En mi caso, será mediante un extrañamiento de lo cotidiano. Mi trabajo es hacer que, de repente, aquello que era familiar cobre una dimensión ominosa. En efecto, la teoría es de Freud, la fatigosa práctica sólo mía. Y en ese entendimiento, mi trabajo estará bien hecho si logro proponer una realidad oscilante. Sólo estará satisfecho si soy capaz de borronear los límites entre lo real, lo ilusorio y lo simbólico.

Y ya que se declara escritor de terror déjeme incurrir en una predicción de algo que usted ya sabe o al menos, sospecha: numinosos académicos no perderán ocasión de inferirle un inclemente destrato. Sepa que ese será su destino. Supondrán que tuvo una infancia tortuosa. Que participa de ritos satánicos o aún, que se entrega al comercio carnal con alienígenas ancestrales. No faltará quien le prodigue la indulgencia que merecen los locos. Cualquier excusa será buena para menospreciar o tanto mejor, ignorar su trabajo. Está a tiempo de pasarse a otro anaquel de las librerías, a otra etiqueta en las bibliotecas. Y hasta es probable que le vaya mejor económicamente.

La referencia crematística me lleva a abordar otro de los puntos sobre los que me consulta. Me encantaría vivir de lo que hago. Pero por ahora (un continuado ahora) no vislumbro que ello suceda. “Mal de muchos, consuelo de tontos” diría mi difunta abuela pero, en el mundo, son muy pocos los escritores que pueden vivir de lo que escriben. Además, la multiplicación de teclados (y la autopublicación) nos han convencido de que todos somos escritores. Por otra parte, el mercado editorial está organizado para que, con suerte, el escritor se lleve el diez por ciento (10%) del precio de venta al público. Haga sus matemáticas y pronto comprenderá cuántos ejemplares tendría que vender por mes para allegarse a un pasar decoroso. No le digo para la mansión en una isla del Mediterráneo. Y en su cálculo no se olvide de prorratear ese salario esperado por todo el tiempo que le lleva componer una nueva novela, el plazo entre que envía el manuscrito y resulta aceptado y el plazo de publicación. Se requiere paciencia de santo, determinación de samurai y frugalidad de derviche.

La mayoría de los escritores no vivimos de lo que escribimos sino de lo que leemos. Nos pagan por hacer reseñas, escribir notas periodísticas, prólogos, contratapas, dar alguna conferencia o efectuar presentaciones. Algunos, además se convierten en charlistas profesionales y obtienen un ingreso adicional. Otros dan clases o imparten talleres. La mayoría tiene una actividad principal que le permite malvivir para dedicarle horas a la escritura. Pero sepa mi joven amigo, que el mejor capital que le puede proveer este oficio de escritor son los amigos. Aproveche para ser rico en amigos. Además, no pocas veces, serán estos amigos de la andante caballería quienes le acerquen alguna propuesta, literaria o para-literaria que le permita redondear un ingreso. Una última recomendación en este aspecto: sea generoso. En lo personal me resultan indiferentes los horóscopos y las leyes del karma. Pero sé positivamente que, si se es generoso con los demás, esa generosidad retorna con creces. Y no tengo que encarecerle que esta manda de generosidad aplica con los colegas escritores pero también con el prójimo.

Me gustaría pintarle un panorama menos desolador. Pero estaría faltando a la honestidad con la que me hace llegar su entrevista. Y sepa que el horizonte es aún más penoso. Recuerde que su escritura compite no sólo con todo lo escrito, en cualquier formato, sino que también con las otras ocasiones de distracción, sobre todo, con las sirenas cuyo hechizo nos arrulla desde los teléfonos celulares. No creo que nadie pueda predecir la evolución de la industria del entretenimiento para cuando usted busque transitar los caminos literarios de forma profesional.

Y adivino que a esta altura se está preguntando algo que no está en su cuestionario: y ¿por qué sigue escribiendo? ¿Por qué su página web anuncia la inminencia de nuevos títulos, no uno, sino varios? Porque justamente, desde el momento que comprendí que en esta república austral no era posible vivir de lo que se escribe, me despojé de toda atadura y me consagré a hacer aquello que me hace ser mejor padre, mejor amigo, mejor ciudadano. Aquello que me hace ser.

Espero haber sabido dar respuesta a todas sus inquietudes. Le pido disculpas por las inconsistencias y claudicaciones. Le reitero mi profundo agradecimiento y la íntima felicidad que me causa saber que jóvenes de su valía se aventuran al género y que interrogan con fundamento y esperanza. Sepa que tiene en mí un nuevo amigo, de amistad nueva pero sentimiento añejo.


Reciba un cordial saludo,

Pablo





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