lunes, 26 de noviembre de 2012

"Noche, extiende tus alas sobre mí", apertura dedicada al hallazgo de la tumba de Tutankamon




NOCHE EXTIENDE TUS ALAS SOBRE MI
Primero fue el silencio, el lacerante silencio. Después fue la oscuridad. Pronto, el horror de la nada. O todo a la misma vez. Una sensación extraña de ser otro pero también el mismo. Un extravío entre la noción de identidad y el constante fluir. Y un único recuerdo: un viaje extraño, no sabría decir si corto o largo. Probablemente en una barca, atravesando puertas, cavernas y montañas, vigilado por seres sobrenaturales y aterradores, pertrechados con enormes cuchillos. Criaturas con cuerpo humano y cabeza de chacal o de buitre. Presiento murmuraciones de aquellos que no se dejan ver, que espero sean rezos… quizás... quizás… antiguos hechizos para apaciguar a estas bestias que gozan bailando en sangre. Y una procesión de cocodrilos… serpientes… escarabajos y la certeza de que eso que llamamos vida es un parpadeo efímero.
Después todo se volvió aún más difuso. Anubis, el Señor de la Tierra Sagrada conduciendo la barca a la presencia de Osiris, divinidad que preside el Juicio de los Muertos, donde tiene parte el temido ritual y los juramentos que seguramente hube de pronunciar pero que ya no recuerdo. Y la desaforada visión de mi propio corazón en la balanza de la diosa, sopesado contra una pluma de avestruz. Y luego… y luego…
Y luego, el vientre del Valle de los Reyes y las estrellas me dieron cobijo durante más de tres mil años de sueño eterno, ignorado aún por los laboriosos ladrones de tumbas. Hasta el día en que todos esos ingleses interrumpieron mi descanso, luego de hollar los primeros escalones de mi sepulcro. Excavaron y descendieron, hasta allanar las cuatro capillas superpuestas que me albergaban en la cámara funeraria. Rompieron los sellos del sarcófago y uno tras otro, removieron los tres ataúdes que me guardaban. Finalmente, quitaron la máscara sagrada y la devota reliquia que ya era mi cuerpo quedó expuesta a la vista de todos esos paganos. De pura vergüenza, unas flores secas se desintegraron con el viento.
Sin embargo, semejante afrenta no habría de quedar sin reparación y pronto la condenación se apoderó de sus miserables existencias.
Y fue así entonces que todas las personas que visitaron mi tumba empezaron a morir. El primero de todos, el pérfido Lord Carnarvon que financió la profanación. ¿El arma homicida? Un mosquito que lo picó mientras se afeitaba, llenando su cuerpo de una infección abominable que le quitó la vida en el mismo instante en que El Cairo sufría un apagón épico. Fue la muerte más elocuente, pero sólo la primera.
Su propio hermano, presente en las excavaciones, lo siguió inmediatamente. También el operario que dio el último golpe en el muro de la cámara real sucumbió por causas “desconocidas”. Y tal como me despojaron de mis tesoros, uno a uno fueron despojados de sus vidas. Ni siquiera escaparon los directores de los museos que aprobaron el traslado de las piezas rescatadas de mi tumba.
Treinta muertos en total fueron traídos a este, mi segundo reinado, el Reino de la Oscuridad. Si mis labios no estuvieran sellados, hubiera podido sonreír. La Maldición de los Faraones, invención de los periodistas, burla para los intelectuales y científicos, es más poderosa aún que la propia muerte.
No estés seguro de sustraerte de sus efectos, tú que escuchas.
En un día como hoy, pero de 1922, el arqueólogo inglés Howard Carter conseguía alcanzar la cámara funeraria de la tumba del Faraón Tutankamon, hasta ese momento, la única tumba real encontrada con un ajuar funerario tan numeroso, bien conservado y prácticamente intacto. Hasta el presente, la progresión de muertes más o menos enigmáticas, ha sostenido la existencia de la llamada Maldición de los Faraones.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

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