EL
HOMBRE ESPEJADO
I
El ingeniero Esteban Bustos Esquiar
extendió su brazo para que la enfermera le inyectara el analgésico. Hacía días
que estaba tendido en esa cama, le dolía la espalda y sentía cómo sus músculos
se iban entumeciendo, como si algo lo estuviera absorbiendo desde el interior
de su cuerpo; “el cáncer me está comiendo de a poco”, pensó. La clínica era
cómoda y lo atendían con los privilegios que le habían otorgado su posición
social y la buena amistad que mantenía con el director de la clínica. Eran las
doce del mediodía y estaba solo: Ana María, su mujer, había salido en busca de
lo que el ingeniero le había encomendado y Sofía, su hija, hacía días que no
aparecía. Las enfermeras desfilaban acompañando la música que salía de la
radio, el ingeniero Bustos Esquiar solo escuchaba música clásica.
Sabía que iba a morir. Pero lo único
que lo mantenía vivo era la posibilidad de una última visita.
II
Esteban pasaba largas horas en su
casa. Llegaba del colegio al mediodía y hasta que se hacía de noche sus padres
no regresaban. Estaba solo en una casa enorme. El señor Enrique Bustos siempre
tenía asuntos de negocios que demoraban su llegada al hogar y su esposa, la
señora Virginia Esquiar, encargada de los actos de beneficencia de la iglesia,
arribaba cuando la comida estaba servida. Nunca hubo un cambio en esa costumbre
y nadie se quejaba al respecto.
Una tarde, cuando Esteban culminó sus
tareas, que aparte de las escolares se sumaban las de mantener ordenado su
cuarto y abrirle la puerta a Asunción para que preparase la cena, se metió en
el baño para jugar con las cremas de su madre y hacer experimentos. Allí fue
donde lo vio por primera vez. Parado frente al espejo notó la cabellera de
alguien que parecía sentado en el bidet. Con rapidez giró su cabeza pero no encontró
a nadie. En cambio cuando miró hacia el espejo nuevamente, allí estaba: parado
detrás, con la mirada enfocada en el reflejo de los ojos de Esteban: un niño de
remera rayada y pelo negro. Primero pensó que era una broma y no dudó en darse
vuelta varias veces con el propósito de tomarlo por sorpresa. Repitió la
experiencia hasta cansarse. Le preguntó quién era y qué hacía en su casa, pero
no hubo respuesta. El niño de remera a rayas no emitía palabra, solo lo miraba.
Esteban comprendió que él no estaba detrás suyo sino dentro de cada espejo con
el que se cruzase: en el del comedor donde cenaba con su familia, en el del
baño de servicio, en el enorme que reflejaba toda la superficie de la
habitación de sus padres. No había lugar donde Esteban no fuera sin que se
topase con él.
Al
contrario de lo que podría suponerse, ni la primera vez ni todas las que
continuaron tuvo miedo, al contrario, las apariciones le daban cierta
tranquilidad. Pero su impaciencia de niño lo traicionó y no dejó de comentar el
fenómeno con todos. Sus padres tan atareados en su vida justificaron el hecho
atribuyéndole un amigo imaginario. Sus amigos, los pocos que amainaban su
soledad en el colegio, le siguieron el juego, y entre guiños cómplices le
rendían tributo, “quién más quisiera tener un amigo en el espejo”, decían con
aire socarrón. El niño de la remera a rayas lo seguía a todos lados: mientras
comía se sentaba junto a la madre y le hacía muecas por la forma jactanciosa de
tomar los cubiertos y llevarse la comida a la boca o corría alrededor de la
mesa para que Esteban se distrajera y así su padre lo retara y lo hiciera
comprender de los buenos modales que debía seguirse en una mesa. Él le echaba
la culpa al niño. Al principio sus padres se miraban con preocupación pero después
solo cortaban con los sermones y clavaban su atención en el plato de comida.
El
niño de remera a rayas dejó de serlo cuando Esteban le puso un nombre: Tomás.
Por una razón que desconocía el siempre quiso llamarse así. De ahí en más,
Tomás respondió a su nombre.
III
Ana María llegó con un gran rectángulo
enfundado en papel madera. Lo apoyó en el suelo y con esa sonrisa que acostumbraba
cuando se sentía segura de sus actos le preguntó a su marido, “¿cómo te sentís?
El ingeniero ya casi no hablaba, solo con gestos se comunicaba. Bajó los
párpados y dejó que su esposa lo interpretara, “bueno, parece que te sentís
mejor”, dijo mientras quitaba el papel y descubría el objeto que había traído
con entusiasmo. “Bueno, ahora la parte difícil, ¿dónde lo querés?, Ana María
sostenía la sonrisa y se admiraba de su hallazgo, “mirá que me costó mucho
conseguirlo”. Esteban Bustos Esquiar siempre fue de pocas palabras, pero ya ni
siquiera podía pronunciarlas sin que el dolor lo redujera en un solo movimiento
a hacerse un ovillo de carne. Solo atinó a levantar su mano y a apuntar el
lugar preciso donde quería que Ana María lo pusiera. Una enfermera entró en la
habitación y le aplicó otra dosis de morfina, tenía estipuladas las tomas por
fragmentos cortos de tiempo, licencia que habían ordenado como excepción, solo
para llevar al ingeniero a un final libre de sufrimiento. Ana María ya estaba
sobre una silla, con el martillo que había guardado en su cartera apuntando los
clavos que servirían de soporte. La enfermera le pidió que tratará de ser
cuidadosa y de no extenderse con los golpes ya que había otros enfermos
delicados en el piso. El Ingeniero soltó un soplido de gozo cuando estuvo
instalado, era un espejo de marco dorado lo suficientemente ancho como para que
pudiera verse la plenitud de la cama. Se vio acostado y sintió pena por su
cuerpo, tan diminuto, tan desarticulado, tan solo.
IV
Cuando Esteban cumplió quince años sus
padres estaban de viaje por Europa. Se despertó y buscó a Tomás en el espejo
del baño. Quería decirle que por la noche podrían festejar su cumpleaños,
Asunción prepararía una cena especial para dos y un torta de crema y duraznos.
Pero Tomás no estaba. Le pareció extraño ya que mientras lavaba sus dientes lo
veía sentado en el bidet con la misma expresión: esa extraña mezcla de
melancolía y timidez. Recorrió los espejos de la casa con desesperación. Cuando
entró a la habitación de sus padres, se tiró en la cama y se durmió. Al
despertar Tomás estaba a su lado. Tenía puesto un traje y una corbata, estaba
peinado prolijamente con el jopo inclinado hacia la izquierda, con una sonrisa
que no le conocía en el rostro. También le pareció sentir como sus fosas
nasales se abrían ante un intenso aroma a perfume. No era la primera vez que
Tomás desaparecía, pero nunca por horas, a lo sumo unos minutos, hasta que
Esteban lo encontraba.
Lo notaba distinto, tal vez, nunca
había reparado en el paso del tiempo, tal vez no había notado que Tomás había
crecido junto a él. Lo miró con atención: la cara invadida de granos, una
pelusa grisácea se acumulaba en el labio superior y su cuerpo deformado porque
había subido de peso. No le preguntó nada, sus diálogos solo respondían a un
lenguaje intuitivo.
V
Aparte de bella, Ana María ostentaba
un sentido de la perfección que la hacía aún más encantadora. Se pasó la tarde
parada sobre la silla con el propósito de dejar perfectamente simétrico el
espejo. El vestido floreado le ajustaba la cintura y torneaba sus caderas.
Siempre llevaba el pelo lavado, no creía en el mito que suponen la mayoría de
las mujeres sobre cómo el continuo lavado del pelo arruinaba su naturaleza. No
pasó un día desde que la conoció sin que ella no tuviera el olor fresco de la
limpieza, en su cuerpo habitaban distintos aromas: jabón de hierbas en su
espalda, en sus pechos y su sexo, crema en sus manos, piernas y cara; shampoo
de manzana en su pelo, desodorante en sus axilas, mentol en su aliento, y el
perfume importado enlazaba su cuello y sus muñecas. “Es una mujer apetecible,
aún lo es”, pensó el ingeniero. Ana María cumpliría cincuenta años dentro de un
mes, pero todo el que la conocía reparaba en su juvenil apariencia. Hubo algo
que el ingeniero pensó en los últimos días, y era que su esposa se quedaría
sola, él ya no estaría para cuidarla, para llenar de soluciones sus problemas.
VI
A la fiesta llegó por insistencia de
sus compañeros. Con el traje arrugado y con el título de ingeniero bajo el
brazo. Ni tiempo tuvo de cambiarse. Había gente de la universidad pero también
familiares y amigos. Todos estaban eufóricos: cantaban y empinaban botellas de
champagne hasta rebalsar sus bocas. Entre todas esas personas que meneaban sus
cuerpos al compás de la música, congelada con un vaso en la mano estaba ella,
una joven de pelo lacio, apostada sobre una pared con aire indiferente, cuya
pureza desentonaba ante el exceso de aquella fiesta.
-Ana María, y ¿vos?, dijo ella.
-Esteban, ingeniero, dijo él.
Después de algunos minutos de charla
salieron, quedando atrás el bullicio que se atenuaba como si ellos mismo
bajaran el volumen con una perilla. Ninguno dijo mucho, sin meditarlo se
dejaron ganar por la calle. Primero permitiendo que la distancia de sus cuerpo
tomara las reglas de lo formal, a las pocas cuadras ya estaban tomados de la
mano, en la puerta del hotel alojamiento se besaron.
La habitación elegida por Esteban no
tenía ninguna particularidad salvo los enormes espejos que la rodeaban. El
techo y las paredes estaban revestidos por el reflejo de ambos. Fue allí, ante
la inmensidad de la imagen hecha a la semejanza de sus cuerpos cuando recordó a
Tomás. Se había olvidado de él. La última vez que lo vio fue en esos espejos de
los colectivos donde el chofer vigila a sus pasajeros, en el 130, el día de su
ingreso a la facultad.
Esteban se abalanzó hacia Ana María,
ubicando sus manos correctamente, sin la torpeza del primer reconocimiento. La
joven hizo lo mismo, apoyó las palmas de sus manos sobre el pecho de Esteban.
Ya habían husmeado sus cuerpos en la fiesta, conocían visualmente los contornos,
las vueltas que daban sus carnes en el aire. Desnudos comenzaron a reconocerse
hasta que la excitación no solo se hizo visible sino palpable. Esteban subido y
ejerciendo presión sobre las piernas abiertas de Ana María. Las exclamaciones
se superponían, ambos apretaban sus párpados como si la oscuridad que
manipulaban los librara de la vergüenza. Esteban abrió los ojos en busca de un
ángulo de visión que le permitiera en los espejos dar con alguna parte del
cuerpo de Ana María que se le escapara en esa lucha corporal. Y fue allí cuando
lo vio. Tomás sentado sobre uno de los vértices de la cama, desnudo,
masturbándose. La primera sensación fue la de terror, un frío le retorció el
estómago. ¿Por qué tiene que aparecer ahora? Los minutos pasaban y Esteban no
podía apartar su mirada de ese tercer involucrado que nadie había llamado.
Tomás era un hombre consumado: barba, un torso fibroso y las piernas abultadas
de pelo. Ana María totalmente ausente de esa presencia intrusa, solo pedía que
Esteban no parara, sentía en su interior como la dureza del sexo de él la
dilataba indefinidamente. Terminaron los tres al mismo tiempo. Ana María con un
grito que le hizo arder la garganta, Esteban con un quejido seco y con un
volumen de semen inusitado, Tomás con una explosión silenciosa, de esas que no
se manifiestan ni corporal ni sonoramente, de esas que solo mancillan el
interior de la cabeza.
Esteban y Ana María frecuentaron
hoteles hasta su casamiento, y todas las veces, Tomás estuvo a disposición de
ellos, como un aliciente sexual, una carga colateral que impulsaba las
sensaciones de ambos.
VII
Era de noche. El ingeniero sintió
frío. No había enfermeras a quién pudiera pedirle una manta. La ventana dejaba
entrar una luz que encendía la oscuridad de la habitación. Sonrío ante aquella
contradicción. “¿Te duele algo?”, una voz conocida lo alarmó. “Hola papá”.
Todavía con los ojos llenos de la neblina que provoca el sueño, no consiguió
darle forma a la figura que se encontraba en un rincón. “Soy Sofia”, dijo la
voz y continuó, “perdón por no venir, en estos días tuve mucho trabajo. Viste
cómo son estas cosas”. El ingeniero Bustos Esquiar dejó caer de su boca unas
palabras, hacía días que no pronunciaba ninguna, “Hola hija, ¿cómo estás?”. Se
quedaron en silencio varios minutos alternando suspiros. “Sabés, en estos días
estuve pensando mucho en Sergio, lo extraño”, dijo Sofia mientras se llevaba la
mano a la boca, como intentando no decir más. “Yo también hija, no es justo que
yo me haya despedido primero, él no puede hacerlo conmigo”, dijo el ingeniero,
dejando que sus ojos se liberaran y flotaran en lágrimas. “Mamá ya no habla de
él, es como si se hubiera olvidado”, un hilo de angustia le corrió por la voz
mientras Sofía se lamentaba. “Mamá es fuerte, Sofi, eso es lo que pasa”, el
ingeniero intentó calmarla, abrió las sábanas y dejó que su hija se acurruque
como un niña. Él la abrazó hasta quedarse dormido nuevamente.
VIII
El semáforo estaba en rojo. Sofia y
Sergio jugaban en el asiento de atrás. Ana María trataba de acomodar el rimel
en sus pestañas. Era el comienzo de un fin de semana largo que los depositaría
en la casa de campo que Esteban había comprado gracias a sus últimos contratos
con empresas multinacionales. Era una de los ingenieros más requeridos en el
mercado. Del pasacassette salía el concierto de piano número tres de
Rachmaninoff. Sergio preguntó si Tomás los acompañaría. Esteban acomodó el
espejo retrovisor enfocándolo en la dirección correcta y le dijo: “está sentado
justo en el medio de ustedes”. Sus hijos se miraron sonrientes y comenzaron a
hacerle preguntas a Tomás que ellos mismos respondían. Ana María miró a Esteban
y sonrió incómoda. Hacía tiempo que Tomás era parte activa de sus vidas.
Esteban puso primera y dejó subir el embrague hasta que el acelerador estuvo
listo para sacar al coche de su estatismo. Miró nuevamente por el espejo y
buscó los ojos de Tomás. Mirada que no pudo conectar: el estruendo, el golpe,
los vidrios, los gritos, la sangre, Sofia llorando sentada en la vereda con un
hilo de sangre en la frente, Ana María llorando con Sergio entre los brazos,
Sergio con una parte de su cabeza destrozada, el ingeniero con la mirada
ausente.
IX
Esteban Bustos Esquiar no dejó de ver
el espejo durante toda la mañana. La respiración se le entrecortaba. Quedaba
poco de él, el cáncer se había apropiado de sus movimientos, de sus órganos, de
su voz y ahora entorpecía sus pulmones. Le quedaba poco aire, su corazón había
dejado de esforzarse. Ana María lloraba a su lado, con su mano entrelazada en
la suya, lamentó no poder sentir la piel de su esposa. No despegó la vista del
espejo. Tomás debía aparecer. La última vez que lo vio fue en el vidrio
espejado del camión que produjo el accidente, con las manos sobre la cara, no
queriendo ver lo que había sucedido. Años buscándolo en cualquier superficie
que le devolviera su propia imagen. A las diez y treinta y cinco de la mañana
el ingeniero Esteban Bustos Esquiar murió con los ojos abiertos en dirección al
espejo de la habitación. Ana María se los cerró dulcemente, giro su cabeza
desconectándolo del rectángulo de marco dorado y miró hacia él: un hombre
canoso de ojos parecidos a los de su esposo, con lágrimas en los ojos la
observaba desde el espejo.
© Pablo Méndez
Estudió periodismo, letras, cine y
música.
Docente de la carrera de Ciencias de
la Comunicación (UBA) e investigador del Instituto Gino Germani. Dicta talleres
de escritura, de Periodismo especializado en música rock y un Seminario de rock
y literatura. Trabajó en medios gráficos y audiovisuales.
Es director de la web de reseñas de
libros Solo Tempestad.
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