YOKO
Al principio
pareció ser un resfrío pasajero: un poco de tos, dolor de cabeza y quizás algún
mareo. Nada que un té de hierbas y unas horas de descanso no pudieran sanar. El
cambio de clima genera eso y Yoko es muy propensa a enfermarse porque es
demasiado flaca. Siempre tuve la sensación de que podía quebrarse, romperse
como una copa. Creo que fue esa imagen de mujer frágil lo que me enamoró de
ella. Además, por supuesto, de que es la mujer más hermosa del planeta.
Me despertó con
miedo hace unas horas. Yo me había quedado a dormir en su casa. Su mano sobre
mi pecho se movía suave, casi imperceptible. Su voz sonaba baja como si, en
lugar de hablar, susurrara. A pesar de que la habitación estaba en penumbras vi
sus ojos pequeños sobre los míos y la abracé. Le pregunté la hora y me senté en
la cama. Casi sin voz, Yoko me explicó que le dolía la garganta y que quería ir
a la guardia. Le di un beso, le acomodé el pelo detrás de la oreja y me vestí.
Nos habíamos conocido
diez meses antes aunque nuestro amor era de esos de toda la vida. Yoko había
nacido en Argentina pero había vivido hasta los doce años en la ciudad japonesa
de Nagoya, de donde provenían sus padres, y todo en ella era una extraña
amalgama de rasgos, estilos y singularidades que me sedujo de inmediato. Sus
movimientos, sus gestos, su voz. Yoko es la mujer perfecta. Lo digo en voz alta
mientras camino a casa. Perfecta.
Salimos enseguida.
La noche era calurosa y le propuse caminar pero, tras un beso, me dijo que lo
mejor era tomar un taxi. Se levantó la camisa y vi su abdomen apenas
enrojecido. Supuse que estaba mareada o apurada y quería que la atendieran de
inmediato. Subimos al taxi y viajamos en silencio. Ella miraba las copas de los
árboles y me imaginé sus ojos posados sobre algún puente semicircular repleto
de hojas secas en algún rincón de Japón. Nos imaginé a ambos caminando de la
mano sobre una calle pequeña en alguna aldea de Nagoya. Las montañas desteñidas
en el horizonte y el sonido de algún río cercano. Había visto esa misma
expresión la primera vez que llegó a mi departamento. Era un viernes y había
logrado convencerla cuando le dije que cocinaría para ella algún plato japonés.
Mi propuesta la conquistó. Limpié todo como nunca lo había hecho. Cambié las
sábanas de siempre por el juego nuevo y lo extendí sobre la cama. De un momento
a otro iba a escuchar el timbre. Aprendí esa noche que Yoko lo hace sonar dos
veces. Es su marca, su anuncio. Hablamos horas sobre los dos países: un poco de
historia y un poco más de política. Le prometí que iría algún día, que me moría
de ganas por conocer. Ella me prometió un recorrido exclusivo. Llegamos a la
sala de guardia y, tras un breve registro, nos sentamos a esperar. Miré la
hora. Eran las tres y veinte. A pesar de haber gran cantidad de asientos, no
teníamos muchas personas delante. Una anciana delgada como Yoko pero con
aspecto de enferma real tosía cada diez segundos. Frente a ella, una muchacha
de nuestra edad aguardaba con una beba en brazos. La mirada baja, perdida, casi
invisible. Más atrás, otra joven leía un libro. Nadie levantó la mirada para
vernos entrar. Nos sentamos sin hacer ruido y permanecimos callados hasta que
la única puerta de la sala de espera se abrió. El doctor era un hombre viejo,
canoso, con lentes grandes y dedos gordos y peludos. Lo miré con desprecio
porque la sola imagen me provocó una repulsión que no podría explicar. Una
mujer salió sin despedirlo y sin mirar a nadie. El doctor ayudó a la anciana
que tosía a levantarse y luego a caminar. La puerta se cerró y todo permaneció
en estado de reposo durante una hora más.
Yoko había dejado
de toser. La miré apenas moviendo la cabeza y comprobé que estaba dormida. Me
pareció verla un poco pálida y llevé mi mano a su frente. Tenía fiebre. El
estómago seguía colorado. La puerta se abrió y otra vez el doctor salió mirando
por encima de sus lentes. La anciana se fue caminando. Ya no tosía pero sus
pasos continuaban lentos y casi arrastrados. Me imaginé que era una babosa. Miré
al médico con intenciones de hablar pero en aquella atmósfera silenciosa, la
quietud me provocó una fuerte sensación de ensoñación, como si estuviéramos
todos hibernando, a la espera de algo que no ocurría. El médico dijo un
apellido que no recuerdo en este momento y la madre y la beba entraron con él.
Miré a Yoko dormir y la imaginé desnuda, durmiendo a mi lado en un hotel de Tokio.
Ventanas altas, vidrios enormes y mucho ruido en la calle. Ruido de tecnología.
Ruido de pantallas gigantes, luminosas.
Esa vez no supe cuánto
tiempo transcurrió. Los minutos se estiraban en la sala de espera y más gente
ingresaba y se sentaba. Algunos, cansados de esperar, se retiraban con el mismo
mutismo con el que habían ingresado. Otros llegaban, más se iban. De un momento
a otro la sala estuvo casi llena. La fiebre en Yoko había bajado. Después de
todo lo que tenía no debía ser tan grave. Al cabo de un tiempo la puerta se
abrió. El doctor salió y la madre y la beba se alejaron sin mirar atrás.
Atzuki, dijo el médico y desperté a Yoko para que acudiera al llamado. Caminé
con ella hasta la puerta pero con otro beso me indicó que era mejor esperar
afuera. El doctor no me miró. Sus ojos grandes estaban posados solamente sobre el
rostro de la mujer que yo amo. Caminé de nuevo al asiento en el que me
encontraba desde hacía horas y me senté. Aunque en un momento pensé que me
había dormido, ahora estoy seguro de que no. Esperé a que Yoko saliera, a que
alguien llegara pero el tiempo se hizo eterno y debido al estado de aparente
descanso en que todos estaban, permanecí inmóvil. Yoko me habló una vez de la
energía que se posa sobre los lugares. Me enteré que se denomina tiuka a la energía positiva y minka a la energía negativa. En Japón es
muy frecuente sentir la carga de los lugares. Uno suele alejarse porque se
impregna en las personas de tal manera que cada segundo que pasa hace que sea
más difícil escapar de ella. Lo recordé tarde. En aquel momento me fui
sumergiendo en un estado ausente, inerte, mientras todo a mi alrededor
continuaba inmutable. Un tiempo después, no sé si fueron minutos u horas, la
puerta se abrió y el doctor se asomó como siempre. Esperé a que Yoko saliera
detrás de él pero, en cambio, lo oí decir un apellido que tampoco recuerdo y vi
a la muchacha que leía el libro guardarlo y levantarse. La atmósfera se sentía
pesada, enfermiza. Caminó hacia la puerta y entró. El doctor cerró sin hacer
ruido y me quedé esperando. Mis ojos se estaban acostumbrando a la escasez de
luz. ¿Había Yoko salido por otra puerta? ¿Existía una salida que desembocara a
algún otro pasillo de la sala de guardia que yo desconocía? Miré a todos con desconcierto.
¿Era posible que Yoko continuara adentro? ¿Quizás le había puesto un termómetro
y estaba esperando a que se cumpliera su tiempo mientras atendría a otro
paciente? Desde el final del pasillo, donde la luz no caía, llegaban ruidos de
pies que se arrastraban y se perdían en la distancia.
Medité sobre lo
ocurrido largo tiempo. Barajé posibilidades que no eran capaces de convencerme.
Ideé mil caminos que explicaran dónde estaba mi novia. Dónde estaba mi viaje a
Japón, mis noches mirándola dormir, mis ojos cerrados escuchándola cantar, mis
horas de cigarrillos y lecturas. La puerta se abrió. Sentí que el cuerpo me
pesaba demasiado. El doctor fue el primero en salir, distante a todos, como
siempre. La muchacha se alejó por el pasillo y él recitó otro apellido. Antes
de que cualquiera pudiera acercarse, antes de que la puerta volviera a cerrarse
frente a mí, caminé hacia él y le pregunté por Yoko. Mi novia no salió, le
dije. Me di cuenta de tenía la boca pastosa. No sé si las palabras se
entendieron. Las oí todas juntas, amontonadas. El médico no levantó la mirada.
Tenía una hoja con muchos nombres y, como si yo fuera un estorbo en su trabajo,
me dijo que adentro no había nadie. Un sujeto extraño, gordo y viejo, me pidió
permiso y me moví. Ellos entraron, la puerta se cerró y me quedé parado en el
mismo lugar durante algunos minutos. Observé a todos los presentes, los conté,
reparé en sus rostros afligidos, en sus manos temblorosas, en su quietud
desesperante. Miré la bombilla amarilla que colgaba del techo, las paredes
descascaradas, la humedad que reptaba por cada uno de los rincones, las sombras
que crecían con la lamparita que se balanceaba.
Cuando salí estaba
amaneciendo. Ahora ya hay sol. El sonido de los autos, de la gente, me sacude
como a una rama en medio de un vendaval. El aire está fresco y de algún modo me
alivia. La luz del sol, el aroma de las flores, las voces… Camino sin poder
sacarme de la cabeza lo ocurrido. ¿Dónde estará Yoko en este momento? Recuerdo
su voz, su risa contagiosa, esos ojos pequeños y acuosos con los que me miraba
después de hacer el amor. Mientras camino volteo un par de veces, ilusionado
con la idea de que puede estar viniendo detrás de mí, retándome por no
esperarla, por salir antes. Miro por última vez hacia esa calle angosta antes
de doblar en una diagonal que nunca he pisado. En una esquina compro dos
chocolates y me los guardo en el bolsillo. Mis pasos son lentos, cortos. Espero
que ella aparezca de un momento a otro y me detenga. Recuerdo que debo llegar
temprano a casa si quiero acomodar. Tengo que cambiar las
sábanas de siempre por el juego nuevo antes de que el timbre suene dos
veces.
© Narciso Rossi
Narciso Rossi (San Pedro, Buenos Aires, 1985) trabaja como profesor de Lengua y Literatura, es docente, fotógrafo, editor y escritor. Autor de la novela La caída de Las Lechiguanas (Thelema, 2015) y de la nouvelle Con los ojos bien abiertos (Perro Gris, 2015). Tiene dos novelas y un libro de cuentos sin publicar. También forma parte del equipo editorial de Pelos de Punta.
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