lunes, 28 de diciembre de 2015

EL AUTOR INVITADO: Narciso Rossi


YOKO
Al principio pareció ser un resfrío pasajero: un poco de tos, dolor de cabeza y quizás algún mareo. Nada que un té de hierbas y unas horas de descanso no pudieran sanar. El cambio de clima genera eso y Yoko es muy propensa a enfermarse porque es demasiado flaca. Siempre tuve la sensación de que podía quebrarse, romperse como una copa. Creo que fue esa imagen de mujer frágil lo que me enamoró de ella. Además, por supuesto, de que es la mujer más hermosa del planeta.
Me despertó con miedo hace unas horas. Yo me había quedado a dormir en su casa. Su mano sobre mi pecho se movía suave, casi imperceptible. Su voz sonaba baja como si, en lugar de hablar, susurrara. A pesar de que la habitación estaba en penumbras vi sus ojos pequeños sobre los míos y la abracé. Le pregunté la hora y me senté en la cama. Casi sin voz, Yoko me explicó que le dolía la garganta y que quería ir a la guardia. Le di un beso, le acomodé el pelo detrás de la oreja y me vestí.
Nos habíamos conocido diez meses antes aunque nuestro amor era de esos de toda la vida. Yoko había nacido en Argentina pero había vivido hasta los doce años en la ciudad japonesa de Nagoya, de donde provenían sus padres, y todo en ella era una extraña amalgama de rasgos, estilos y singularidades que me sedujo de inmediato. Sus movimientos, sus gestos, su voz. Yoko es la mujer perfecta. Lo digo en voz alta mientras camino a casa. Perfecta.
Salimos enseguida. La noche era calurosa y le propuse caminar pero, tras un beso, me dijo que lo mejor era tomar un taxi. Se levantó la camisa y vi su abdomen apenas enrojecido. Supuse que estaba mareada o apurada y quería que la atendieran de inmediato. Subimos al taxi y viajamos en silencio. Ella miraba las copas de los árboles y me imaginé sus ojos posados sobre algún puente semicircular repleto de hojas secas en algún rincón de Japón. Nos imaginé a ambos caminando de la mano sobre una calle pequeña en alguna aldea de Nagoya. Las montañas desteñidas en el horizonte y el sonido de algún río cercano. Había visto esa misma expresión la primera vez que llegó a mi departamento. Era un viernes y había logrado convencerla cuando le dije que cocinaría para ella algún plato japonés. Mi propuesta la conquistó. Limpié todo como nunca lo había hecho. Cambié las sábanas de siempre por el juego nuevo y lo extendí sobre la cama. De un momento a otro iba a escuchar el timbre. Aprendí esa noche que Yoko lo hace sonar dos veces. Es su marca, su anuncio. Hablamos horas sobre los dos países: un poco de historia y un poco más de política. Le prometí que iría algún día, que me moría de ganas por conocer. Ella me prometió un recorrido exclusivo. Llegamos a la sala de guardia y, tras un breve registro, nos sentamos a esperar. Miré la hora. Eran las tres y veinte. A pesar de haber gran cantidad de asientos, no teníamos muchas personas delante. Una anciana delgada como Yoko pero con aspecto de enferma real tosía cada diez segundos. Frente a ella, una muchacha de nuestra edad aguardaba con una beba en brazos. La mirada baja, perdida, casi invisible. Más atrás, otra joven leía un libro. Nadie levantó la mirada para vernos entrar. Nos sentamos sin hacer ruido y permanecimos callados hasta que la única puerta de la sala de espera se abrió. El doctor era un hombre viejo, canoso, con lentes grandes y dedos gordos y peludos. Lo miré con desprecio porque la sola imagen me provocó una repulsión que no podría explicar. Una mujer salió sin despedirlo y sin mirar a nadie. El doctor ayudó a la anciana que tosía a levantarse y luego a caminar. La puerta se cerró y todo permaneció en estado de reposo durante una hora más.
Yoko había dejado de toser. La miré apenas moviendo la cabeza y comprobé que estaba dormida. Me pareció verla un poco pálida y llevé mi mano a su frente. Tenía fiebre. El estómago seguía colorado. La puerta se abrió y otra vez el doctor salió mirando por encima de sus lentes. La anciana se fue caminando. Ya no tosía pero sus pasos continuaban lentos y casi arrastrados. Me imaginé que era una babosa. Miré al médico con intenciones de hablar pero en aquella atmósfera silenciosa, la quietud me provocó una fuerte sensación de ensoñación, como si estuviéramos todos hibernando, a la espera de algo que no ocurría. El médico dijo un apellido que no recuerdo en este momento y la madre y la beba entraron con él. Miré a Yoko dormir y la imaginé desnuda, durmiendo a mi lado en un hotel de Tokio. Ventanas altas, vidrios enormes y mucho ruido en la calle. Ruido de tecnología. Ruido de pantallas gigantes, luminosas.
Esa vez no supe cuánto tiempo transcurrió. Los minutos se estiraban en la sala de espera y más gente ingresaba y se sentaba. Algunos, cansados de esperar, se retiraban con el mismo mutismo con el que habían ingresado. Otros llegaban, más se iban. De un momento a otro la sala estuvo casi llena. La fiebre en Yoko había bajado. Después de todo lo que tenía no debía ser tan grave. Al cabo de un tiempo la puerta se abrió. El doctor salió y la madre y la beba se alejaron sin mirar atrás. Atzuki, dijo el médico y desperté a Yoko para que acudiera al llamado. Caminé con ella hasta la puerta pero con otro beso me indicó que era mejor esperar afuera. El doctor no me miró. Sus ojos grandes estaban posados solamente sobre el rostro de la mujer que yo amo. Caminé de nuevo al asiento en el que me encontraba desde hacía horas y me senté. Aunque en un momento pensé que me había dormido, ahora estoy seguro de que no. Esperé a que Yoko saliera, a que alguien llegara pero el tiempo se hizo eterno y debido al estado de aparente descanso en que todos estaban, permanecí inmóvil. Yoko me habló una vez de la energía que se posa sobre los lugares. Me enteré que se denomina tiuka a la energía positiva y minka a la energía negativa. En Japón es muy frecuente sentir la carga de los lugares. Uno suele alejarse porque se impregna en las personas de tal manera que cada segundo que pasa hace que sea más difícil escapar de ella. Lo recordé tarde. En aquel momento me fui sumergiendo en un estado ausente, inerte, mientras todo a mi alrededor continuaba inmutable. Un tiempo después, no sé si fueron minutos u horas, la puerta se abrió y el doctor se asomó como siempre. Esperé a que Yoko saliera detrás de él pero, en cambio, lo oí decir un apellido que tampoco recuerdo y vi a la muchacha que leía el libro guardarlo y levantarse. La atmósfera se sentía pesada, enfermiza. Caminó hacia la puerta y entró. El doctor cerró sin hacer ruido y me quedé esperando. Mis ojos se estaban acostumbrando a la escasez de luz. ¿Había Yoko salido por otra puerta? ¿Existía una salida que desembocara a algún otro pasillo de la sala de guardia que yo desconocía? Miré a todos con desconcierto. ¿Era posible que Yoko continuara adentro? ¿Quizás le había puesto un termómetro y estaba esperando a que se cumpliera su tiempo mientras atendría a otro paciente? Desde el final del pasillo, donde la luz no caía, llegaban ruidos de pies que se arrastraban y se perdían en la distancia.
Medité sobre lo ocurrido largo tiempo. Barajé posibilidades que no eran capaces de convencerme. Ideé mil caminos que explicaran dónde estaba mi novia. Dónde estaba mi viaje a Japón, mis noches mirándola dormir, mis ojos cerrados escuchándola cantar, mis horas de cigarrillos y lecturas. La puerta se abrió. Sentí que el cuerpo me pesaba demasiado. El doctor fue el primero en salir, distante a todos, como siempre. La muchacha se alejó por el pasillo y él recitó otro apellido. Antes de que cualquiera pudiera acercarse, antes de que la puerta volviera a cerrarse frente a mí, caminé hacia él y le pregunté por Yoko. Mi novia no salió, le dije. Me di cuenta de tenía la boca pastosa. No sé si las palabras se entendieron. Las oí todas juntas, amontonadas. El médico no levantó la mirada. Tenía una hoja con muchos nombres y, como si yo fuera un estorbo en su trabajo, me dijo que adentro no había nadie. Un sujeto extraño, gordo y viejo, me pidió permiso y me moví. Ellos entraron, la puerta se cerró y me quedé parado en el mismo lugar durante algunos minutos. Observé a todos los presentes, los conté, reparé en sus rostros afligidos, en sus manos temblorosas, en su quietud desesperante. Miré la bombilla amarilla que colgaba del techo, las paredes descascaradas, la humedad que reptaba por cada uno de los rincones, las sombras que crecían con la lamparita que se balanceaba.
Cuando salí estaba amaneciendo. Ahora ya hay sol. El sonido de los autos, de la gente, me sacude como a una rama en medio de un vendaval. El aire está fresco y de algún modo me alivia. La luz del sol, el aroma de las flores, las voces… Camino sin poder sacarme de la cabeza lo ocurrido. ¿Dónde estará Yoko en este momento? Recuerdo su voz, su risa contagiosa, esos ojos pequeños y acuosos con los que me miraba después de hacer el amor. Mientras camino volteo un par de veces, ilusionado con la idea de que puede estar viniendo detrás de mí, retándome por no esperarla, por salir antes. Miro por última vez hacia esa calle angosta antes de doblar en una diagonal que nunca he pisado. En una esquina compro dos chocolates y me los guardo en el bolsillo. Mis pasos son lentos, cortos. Espero que ella aparezca de un momento a otro y me detenga. Recuerdo que debo llegar temprano a casa si quiero acomodar. Tengo que cambiar las sábanas de siempre por el juego nuevo antes de que el timbre suene dos veces.


© Narciso Rossi





Narciso Rossi (San Pedro, Buenos Aires, 1985) trabaja como profesor de Lengua y Literatura, es docente, fotógrafo, editor y escritor. Autor de la novela La caída de Las Lechiguanas (Thelema, 2015) y de la nouvelle Con los ojos bien abiertos (Perro Gris, 2015). Tiene dos novelas y un libro de cuentos sin publicar. También forma parte del equipo editorial de Pelos de Punta.


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