martes, 6 de agosto de 2019

ESCRIBIR UN CUENTO O EL ARTE DE DAR EN EL BLANCO CON UNA SOLA FLECHA



Aunque no soy un teórico o justamente, porque no soy un teórico, a veces se me da por tomar distancia y pensar en algunos aspectos de la escritura. De cierto modo sigo siendo el niño que fui, ese que le gustaba despanzurrar los juguetes para ver cómo eran por dentro. Ese que se las ingeniaba para que volvieran a funcionar, pese a algún resorte indómito que se negaba a regresar a su estado original. 

Guiado por idéntico asombro infantil, hoy me surgieron unas más que brevísimas reflexiones sobre algún elemento constitutivo y unos pocos rasgos recurrentes de la narrativa breve. 

Por poco o por mucho que se haya leído es probable que se tenga una noción de que es en estas repúblicas sudamericanas donde el cuento ha encontrado un ámbito de expresión característico. Enumerar las probables causas excedería en mucho el propósito de esta entrada, pero baste decir que la presencia de estos jardines narrativos es mucha y buena. Tanto más en nuestro Río de la Plata. Deliberadamente voy a omitir nombres porque no quiero hacer teoría, sino compartir intuiciones. 

Veamos.

En una primera aproximación tengo para mí que esto de escribir un cuento se asemeja a un arquero que dispone de una única flecha. Cuando uno tiene una aljaba rebosante puede darse el lujo de ir corrigiendo hasta dar en el blanco. Con el cuento, la flecha es una sola. 

En este sentido, la novela suma puntos por acumulación merced a la abundancia de recursos que admite el formato. En el cuento, por el contrario, la economía de recurso lo vuelve un orden cerrado, de modo que la tensión debe estar presente desde prácticamente el comienzo. No es que el cuento prescinda del esquema tradicional de planteo-desarrollo-desenlace. Sin embargo, la tensión no admite parsimonia. No hay tiempo para ajustar: hay que hacer foco, provocar ese estallido donde la tensión se convierte en movimiento y dar en el blanco. Tensión e intensidad como el anverso y reverso de la misma moneda y la flecha como la anécdota, aquel elemento de la realidad seleccionado para contar. 

Este recorte narrativo no sólo presupone todo un universo, sino que lo resignifica a partir del punto de mira. Como ya decían los romanos “por las uñas se conoce el león” (ex ungue leonem) que sería otra forma de expresarlo: vemos el pedacito que el autor nos quiere mostrar, nuestras representaciones componen todo lo demás. 

O también, el oficio de cuentista se asemeja a un tren en marcha donde el autor invita al lector a atisbar por una de sus ventanillas: ese acotado marco cognitivo no excluye, sino que deja entrever, la presencia de un convoy en movimiento que enriquece la postal que le ofrecemos. Pero en esa miniatura, la ventanilla del tren, el autor debe saltar con precisión de clavadista. La economía de recurso aprovechada al extremo. Que es otro modo de ejemplificar aquel narrar por knock-out preceptivo de Cortázar. En numerosas ocasiones, Julio Florencio usa el analogado de una esfera para enfatizar la forma cerrada del cuento. 

Y en este punto es imposible no recordar aquella “pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor” que es símbolo del inconcebible universo. El cuentista se vale de ese orden cerrado para plantar la levadura que oficiará de fermento en las representaciones del lector. Una única flecha que, sin embargo, amplifica la precisión del disparo más allá del consabido fin. 

Hasta aquí mi pensar en voz alta sobre algunas notas características del río donde me resulta más cómodo pescar. Es probable que para el experto no haya descubierto la pólvora. Pero como decía al comienzo: no me alienta una vocación por teorizar en torno a conocimientos que carezco sino compartir perplejidades. Perplejidades que probablemente resulten de interés para quien se encuentre en el mismo nivel de indagación. 

Por supuesto que se aceptan comentarios, ampliaciones, oposiciones, desvíos y suposiciones varias. La dialéctica es el motor del pensamiento. 


© Pablo Martínez Burkett, 2019


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