UN ESTRICTO
APRETÓN DE MANOS
Nuestra
vida no es más que una batalla y una estadía en tierra extraña.
Marco Aurelio
Para un
hombre de
negocios como yo, estrechar la mano es mucho más que una exhibición de cortesía.
Asesores de incierta erudición han reemplazado a los augures del pasado, pero
con idéntica arbitrariedad aventuran el porvenir de las relaciones humanas según
una forma u otra del saludo. Sin embargo, era imposible someterme a ningún
estudio. La idea de tocar la mano de otro, no importa la edad o sexo, me abisma
en una ansiedad malsana, un terror incontrolable. Pero no sólo se turba mi
espíritu, también me asalta un sudor frío, respiro con dificultad y en
ocasiones hasta siento vértigo, nauseas y un estridente cosquilleo en las
palmas. Agotada la excusa de las manos sucias, directamente evité los
compromisos sociales. Al principio le eché la culpa a mi desidia. Cuando trasladé
la oficina a casa y ya no salí ni para trabajar, entonces no hicieron falta mayores
evasivas. Eso sí, el problemita se tornó más evidente. Los familiares
condescendieron esta nueva excentricidad del tío loco pero los amigos no fueron
tan indulgentes y progresivamente me privaron del placer de su compañía. No me
importó, o sí, pero no pude evitarlo. Después de mucho rogar, una sobrina
piadosa me arrastró por terapias y tratamientos. Lo máximo que conseguimos fue
el nebuloso diagnóstico de una fobia de nombre impronunciable y un sermón contra
los padres que no abrazan, besan o acarician a sus hijos. Una pérdida de tiempo y una admonición inútil, pues los míos fallecieron en un accidente de tránsito cuando yo era chico. De hecho, la última vez que recuerdo haber dado la mano a alguien fue allí, junto a los dos féretros cerrados. Una anciana, vestida
de negro, de renegrido pañuelo en la cabeza, se acercó a presentarme sus
condolencias. Me estiró una mano sarmentosa, fría, rugosa y sacudió mi brazo
con fervor marcial. Aunque mis abuelos lo negaron hasta su propia tumba, sé que
no inventé lo que me dijo. Con lo que quiso ser una sonrisa desdentada, la
desconocida me prometió que la próxima vez que nos viéramos, no me soltaría la
mano sino hasta llegar al infierno que me aguarda.
© Pablo
Martínez Burkett, 2013
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