Me gustará saber qué opina el
doctor de este fenómeno, y qué nos aconseja.
Sheridan Le Fanu
A medida que los efectos del holocausto
climático se fueron consolidando, la eficiencia de la mafia china para resolver
cualquier tipo de necesidad pasó de un rumor subterráneo a una verdad
incontrastable. Aunque dominaban el comercio internacional desde mucho antes,
ahora se jactaban de su señorío sobre todos los aspectos de la vida. Ninguna
actividad ilícita les resultaba ajena. Y aún en las transacciones legítimas, se
manejaban con sus propios códigos y brío criminal. Resolvían los problemas
suscitados por el descalabro global pero también los que creaban para
acrecentar su poder. En todo tenían su parte de interés.
El jefe de las Tríadas era el codicioso Huàn yǔ wūshī, también conocido como The Rainmaker. Sentado en un sillón que tenía mucho de trono, atendía los negocios, disponía planes de expansión e impartía justicia. Su particular entendimiento de la justicia. Exquisitamente labrado, el trono con forma de dragón estaba sobre una tarima adornada con una magnífica alfombra. Detrás había un biombo escalonado de siete hojas y sobre un dintel, una frase en caracteres chinos: “Yo no espero que llueva, yo hago llover”. Pero bien podría haber dicho: yo estoy hecho de severidad, salvajismo, avidez, frialdad, falta de escrúpulos y otras lindezas.
Hasta sus oídos habían llegado las investigaciones de Ikito. La idea de extinguir la plaga vampírica mediante la moxibustion era por demás de original. Los médicos le aseguraban que podía funcionar. Sin embargo, le advertían sobre las nefastas consecuencias que podía provocar el mal uso. Creían que todo quebrantamiento de la sutil armonía del universo finalmente se volvía en contra el malhechor. Y no sin razón, ejemplificaban con la catástrofe planetaria, elocuente demostración del destino que aguarda a aquel que atenta contra la naturaleza de las cosas. Pero Huàn yǔ wūshī no creía en esas habladurías de viejas y timoratos. Fingía respetar las antiguas tradiciones porque convenía al ejercicio de la autoridad y se servía de ellas en tanto resultaran de alguna utilidad. Pero sólo eso. Y aunque fueran reales, la posibilidad de erradicar para siempre a las Criaturas de la Noche era una cebo tan sabroso que estaba dispuesto a correr el riesgo. Y conocía a quién podía confiar la empresa.
Convocó al Dr. Wong, un ser oscuro, depravado y siniestro. Se proclamaba médico pero era un embaucador que sabía un poco de esto y otro poco de aquello. Lo suficiente para cometer toda clase de tropelías en provecho propio y servir al poderoso de turno. Las veces que alguien le reclamaba títulos y pergaminos que acreditaran su calidad profesional, invocaba haberlos perdidos durante el holocausto. Pero si la excusa no era suficiente para convencer al damnificado, una visita de las Tríadas resolvía definitivamente el asunto.
Sin embargo, era evidente que estaba iniciado en las prácticas de una secta del budismo tibetano. Tal como sucede en otras ramas, los adeptos buscan la iluminación para liberar del sufrimiento a todos los seres, pero se diferencian porque pretenden alcanzar ese estado ulterior de Buda lo antes posible, incluso en esta misma vida, sin tener que sobrellevar sucesivas reencarnaciones. Como parte de los ritos de propiciar el desapego sensorial eran dados a la moxibustión, pero no a través de agujas y combustión de cigarros de moxa sino mediante la aplicación de un polvo finísimo obtenido por la maceración de la artemisa.
Y el Dr. Wong facilitaría ese primer elemento que Ikito necesitaba para llevar adelante su venganza genocida. Pero además, el falso galeno estaba en posesión de la fórmula necesaria para producir una suerte de cera artificial. Ese sucedáneo, mixturado en proporciones exactas con el polvo secreto, daría una mezcla hábil para ser esparcida en el aire. Una vez adherida la piel, los Hijos del Sol Negro estallarían en medio de una agonía indescriptible producto del desequilibrio en la energía vital.
The Raimaker, fiel a su motto, se las ingenió para que Ikito capturara al Dr. Wong. Se difundió el rumor de una traición, la huída desesperada del médico. Se dispuso de coartadas y embustes varios, se organizó una no menos falaz persecución de torpes sicarios. El escenario fue el puerto de Dover. La pequeña se hizo presente con su horda. Hubo sangre. Mucha. Las armas de fuego y aún las artes marciales fueron insuficientes y los esbirros fueron un bocado abundante. Quizás la ausencia de los fusiles de haces ultravioleta debió alertar a los rescatadores, pero la juventud y el frenesí homicida omitieron reparar en semejante detalle.
La pequeña Ikito festejó su triunfo con una orgía de sexo y sangre que duró varios días. Huàn yǔ wūshī festejó el éxito de su ardid con habitual fasto. Pero tras su máscara impasible, el Dr. Wong también festejó.
Cumpliría la misión que le había sido encomendada, ayudando a la chiquilla malcriada a exterminar a los vampiros. Pero antes, se serviría de ellos para matar al Hacedor de Lluvias, acceder al trono del dragón y comandar los negocios de la mafia china.
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Pablo Martínez Burkett, 2014
Este es el vigésimo tercer capítulo del folletín por entregas "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez” y (22) "La estrella de la venganza".
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