No era sólo la transformación que
cabe esperar en una persona que ha sufrido un gran dolor: una especie de furor
apasionado parecía haber contribuido a llevarle a la actual situación.
Sheridan Le Fanu
La encontré formando un ángulo, las
manos al costado del torso, el pecho casi contra la pared, los pies a una yarda
de distancia. Pensé que se trataba de alguna prueba de resistencia física u
otra de sus tantas curiosidades. No era muy difícil llegar a conclusión
semejante porque respiraba muy agitada. En el preciso instante en que iba a
dedicarle uno de mis habituales cinismos, se me desbarrancó el horror: Luana
estaba haciendo equilibrio sobre una estaca. En medio de su pecho, un barreno
de hierro ya anhelaba su gélido corazón. Las palabras se ausentaron de mi obnubilado
cerebro. Cualquier cosa que dijera, aún el más inocente chiste, podía provocar
un fatal desenlace.
Me sobresaltó el eco de su voz: -¿Cómo
será morir? ¿Qué habrá sentido? ¿Miedo, resignación, desprecio?
Mientras buscaba qué contestar, se
apartó del muro y me miró desafiante. El novísimo mechón plateado le daba un
perfil aún más siniestro. Era claro que se refería a John Gillan, su amado John
Gillan. El hombre que se animó a desafiar el llamado de la sangre y lo pagó con
su vida. El insensato que trocó esperanza por muerte. Luana era taciturna,
distante, reservada. Después de yugular a John vivía absorta en la soledad de
su dolor. No descarto que haya considerado suicidarse. Pero es probable que
decidiera seguir viviendo para pagar con sufrimiento el precio del desenfreno.
O para vengarse del género humano por su apetecible levedad.
Madre me pidió que estuviera atento, que
no la dejara sola. Luana no se alimentaba desde el desdichado incidente. Su
resistencia era formidable pero los vampiros necesitamos de la sangre nutricia.
La habitual languidez se había intensificado hasta llegar a ser una máscara del
terror. Verla daba miedo. Recordé mis tiempos de hombre y sentí un escalofrío.
Por esos días se había inaugurado un
lugar donde la gente iba a bailar. Costumbres que paulatinamente regresan. Dicen
que era una conducta muy habitual antes del holocausto climático. En lo
personal lo considero una grandísima estupidez pero parece ser que es algo que
atrae mucho, sobre todo a los más jóvenes. De todas las actividades posibles
era la más absurda pero Madre se puso firme y conminó a Luana para que saliera
de su exilio existencial yendo a bailar. A regañadientes, aceptó pero con la
condición de ir conmigo únicamente. No es que fuera a ilusionarme, era otra
forma de ir sola.
Quedamos en encontrarnos en la puerta de
la reunión danzante. Luana se demoraba. Pensé que iba a esquivar la orden de
Madre. Otra vez me equivoqué porque al rato la vi emerger entre la niebla. Fue
una aparición memorable. La más excelsa Criatura de la Oscuridad se dejó ver en
toda su magnificencia. Caminaba con un cimbrear de caderas que quitaba la
respiración. El capote se bamboleaba al ritmo de sus pasos y el cabello tenía vida
propia, prorrogando el abrazo de la bruma. Al llegar a mi vera, apenas si me
miró. Entramos a la así llamada “discoteca”.
El lugar era de unas dimensiones
asfixiantes. Luces de colores perforaban la oscuridad dibujando el compás ensordecedor
de la música. Una juvenil multitud se contorsionaba frenética. Todo me resultaba
aborrecible y sin embargo, Luana parecía disfrutarlo. Andaba entre la gente con
la barbilla levemente levantada. Los olía. Los paladeaba. Ya conocía yo lo que
sobrevenía a esa progresiva embriaguez.
Cuando atesoró suficientes impresiones
sensoriales, extendió los brazos, cerró los ojos, inspiró y se lanzó contra la
multitud. Ahora la que bailaba era Luana. Pero una coreografía sangrienta. Surtidores
de sangre opacaban los haces de luces estroboscópicos. Los desdichados gemían,
lloraban, gritaban. Se entrechocaban intentando eludir lo imposible. Luana
disfrutaba. Podía escuchar sus risotadas aún por encima de la música fatua. Fue
una carnicería. No sé si estaba invitado, pero me uní a la caza. El deseo era
demasiado intenso, imposible de resistir. El miedo los vuelve más deliciosos.
Además, las persecuciones fatales, los dientes rompiendo la piel, el borbotar
de la sangre ardiente me permitió compartir un momento de arrebato extático. Sentí
que estábamos unidos. Nunca la amé más.
Chapaleando entre cuerpos exánimes, permitimos
que algunos escaparan. Nada mejor que unos sobrevivientes aterrorizados para divulgar
una mala noticia. Con la boca rezumando, nos dejamos envolver por la niebla. Porque
era una muy mala noticia para la humanidad, sin dudas. El camino de la ira
había comenzado.
©
Pablo Martínez Burkett, 2014
Este es el vigésimo cuarto capítulo del folletín por entregas "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza" y (23) "El pérfido Doctor Wong".
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