Quizás el dolor había trastornado su mente.
Sheridan Le Fanu
Hundió
los colmillos con frenesí. Lo sobresaltó el sonido seco, como a rama quebrada. El
DCI Nakasawa sintió el líquido tibio llenando su boca. Se dejó embriagar por el
aroma dulzón y levemente ferroso. Cataratas de sangre le rezumaban por los
labios y barbilla y se despeñaban garganta abajo. Un éxtasis ardoroso aplacó
todas sus dudas, sus viejos dolores. Nunca se sintió más vivo. Adivinó un
rostro por encima del cuello que sajaba con arrebato. Entre la bruma, Luana
sonreía condescendiente y divertida, como si le dijera: “Mira lo que estás
haciendo”. Con esfuerzo arrancó los dientes de la carne y contempló a su presa.
Era Ikito, su pequeña Ikito. Aulló de desesperación. Aulló de furia.
Así
se despertó, aullando. Bañado en sudor, con el corazón que le saltaba del
pecho. Y angustia, por la pesadilla que le había dejado gusto a sangre en la
boca. El DCI Brian Nakasawa, un hombre que se jactaba de no haber llorado
nunca, ni siquiera cuando la madre de Ikito murió, se descubrió sacudido por
las lágrimas. Lloraba con desconsuelo. Lloraba sin esperanza. El sueño había
sido demasiado real. El placer de la sangre en la boca, demasiado intenso. La
soledad es un hueco llamando a la muerte.
Quizás
así se haya sentido Keiko, su querida esposa. La que no soportó los días de
soles pálidos. Los contornos pegoteados por una niebla gelatinosa. La madre de
su hija se había entregado a una existencia mullida. Consumía barbitúricos como
si fueran caramelos. Ikito fue criada por una impasible institutriz japonesa. Sedada
y adormecida, Keiko apuró la dosis un atardecer que no toleró lo cotidiano
teñido de ese lascivo anaranjado.
Atormentado
por el mal sueño, se levantó a tomar un vaso de agua. El agua, detonante de la
Primera Guerra de los Elementos. Brian Nakasawa fue capitán del III Regimiento
de Caballería Motorizada, la contribución del País de Gales a la Coalición
vencedora de la primera conflagración después del holocausto climático. Una
temprana herida lo envío a la Policía Militar. Conoció otro tipo de espantos,
más miserables, más cruentos. En el campo de batalla se puede esperar cualquier
cosa. Los soldados matan y mueren, pero con más profesionalismo que pasión. Por
el contrario, en una ciudad sitiada la bajeza humana no se ahorra énfasis
alguno.
Cuando
se acordó el armisticio, le resultó natural continuar chapaleando en el fango
de la degradación y el crimen. Entró en la policía donde le conservaron su
rango. Hizo una carrera excepcional. Y desde que era el Jefe de la División
Roja de la New Scotland Yard, enfrentó el horror que vino de los Cárpatos. Esa
peste imposible que le había arrebatado a su hija, convertida en vampiro por
Luana, la princesa regente de las Criaturas de la Oscuridad.
Como
el agua no lograba quitarle el sabor de la sangre, se sirvió un whisky. Se puso
a revisar las últimas novedades. Los Hijos del Sol Negro estaban causando
estragos otra vez. La pequeña Ikito había recompuesto su horda y después de
asolar el Barrio Chino, había desaparecido. Sus informantes le aseguraban que con
el auxilio de un médico renegado estaba perfeccionando un método para vengarse
de Luana y extinguir a los vampiros. Aún para la retorcida mente de su hija era
algo muy descabellado. Luana había caído en un pozo depresivo después de liquidar
al pobre desgraciado que pagó con su vida la insensatez de un amor imposible. Sin
embargo, la última matanza en una discoteca la tuvo por protagonista exclusiva.
El DCI Nakasawa se había esperanzado con la posibilidad de una revolución y
derrocamiento de Madre.
Pero la celebración del reclamado Concilio había quedado pospuesta de manera indefinida. Para peor, el codicioso Huàn yǔ wūshī, el jefe de la mafia china, había suspendido inexplicablemente la provisión de los fusiles de haces ultravioletas, el arma que hasta ahora le había dado la única victoria en el asalto vampírico al University College London Hospital. Aunque ante la superioridad se lo disfrazó como una victoria, las bajas policiales fueron tantas que entre los uniformados hablaban de “la masacre del Hospital”. Y encima, Luana había salvado a Ikito de una segura muerte. Conforme el código de honor de sus ancestros, el DCI tenía una deuda de sangre con la más cruel asesina que alguna vez tuviera que enfrentar.
Esa que ahora poblaba sus sueños con pesadillas espantosas. Esa, que se divertía envenenándole la boca con el dulce sabor de la sangre.
© Pablo Martínez Burkett, 2014
Este es el vigésimo cuarto capítulo del folletín por entregas "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong" y (24) "El camino de la ira".
No hay comentarios:
Publicar un comentario