MARICONADA DE ALTO VUELO
por FERNANDO MOROTE (Perú)
Cambio de actitud según traspongo los límites de la frontera. Me mantengo silencioso y circunspecto mientras recorro cielo extranjero. Pero cuando siento que estoy en casa se me suelta la lengua, hablo con elocuencia, dialogo espontáneamente y silbo canciones.
Ha pasado mucho tiempo de la primera vez que subí a un
avión. Tenía 29 años de edad y desde niño alimenté la idea de que ese día, no
bien cerraran la compuerta para iniciar el despegue, me daría un ataque o
sufriría un ahogo. Cuando avisté, maletín en mano, el aparato estacionado en la
pista de aterrizaje, sin saber el motivo escuché una voz interna:
—Si crees tanto en mí —como dices—, entonces sube al avión y confía en lo que yo puedo hacer por ti.
Las aeromozas fueron desde el principio un aliciente y un consuelo preciosos. Con la forma graciosa en que hablaban y se paseaban de un lado a otro del pasillo, sirviendo y atendiendo a los pasajeros, me transmitieron una inigualable sensación de serenidad. Algunas eran tan amables que terminé embrujado con su magia. Todo el trayecto me sentí sostenido a 5,000 metros de altura por la mano de Dios.
Esta tarde mi compañero de asiento –un cincuentón cuya fisonomía puede resumirse en una fusión entre Pedro Picapiedra y Pablo Mármol- viene completamente borracho.
—¿Sabe cuál fue la orden de mi jefe anoche a último momento en la oficina?
Observando su aspecto –sudado, despeinado, mal trajeado-, constato con gratitud que no necesito embriagarme para disfrutar el viaje. O esconderme de él.
Le devuelvo una mirada que no admite contradicción: “no tengo idea”.
—Anda mañana urgente a
—Interesante —respondo con voz seria, para seguirle la corriente.
—Entonces vine hasta acá en el primer vuelo del día…
—Qué bueno —apunto.
—Hice la investigación, como me pidió y….
—Evacuó el informe.
—¡Exacto, amigo! ¡Qué inteligente es usted! ¡Evacué! ¡Pero no fue un informe! ¡Jajaja! ¿Comprende? ¡Jajaja! ¿Ah?
Parece que está intentando hacer un chiste.
—Claro, muy ingenioso. Su jefe debe sentirse muy afortunado.
—Es un pobre diablo.
Dicho esto entre babas, y después de hacer tronar una matraca de eructos, se queda súbitamente dormido. Aprovecho la oportunidad de mirar el firmamento a través de la ventanilla. De manera natural viene a mi mente el poema genial de Arturo Corcuera: “Nubes, nubes, nubes/a estas alturas de mi vida”. Perfecta descripción de mi estado emocional actual.
De pronto noto que el ambiente de la cabina empieza a enrarecerse. ¿Pérdida de presurización? No me digas eso, por favor. Los ductos de aire acondicionado despiden un humo ralo que poco a poco se hace más denso. Los desplazamientos de las azafatas se tornan algo atribulados. Pese a su particular belleza, ciertos gestos de preocupación no pueden ser disimulados.
Alargo mi cabeza para ver por el pasillo. Luego volteo para mirar hacia atrás. Me levanto un poco para echar un vistazo adelante. Otros pasajeros comienzan a inquietarse. El humo que sale del sistema de ventilación impregna prácticamente toda la cabina. Se parece bastante al efecto de una bomba lacrimógena.
—¿Qué pasa? —pregunto a una de las aeromozas—. ¿Sucede algo malo?
Ella se limita a sonreír. El 50% de su sueldo consiste en eso.
Ahora empieza a sonar un timbre desesperante, agudo, que hiere los tímpanos y crispa los nervios. Evidentemente los primeros signos de que algo realmente no funciona bien. Indago por la ventana. Trato de descubrir un ala rota o un motor incendiado. Dos azafatas vienen directo hacia mí. Se detienen justo una fila antes de la mía. Les piden a los pasajeros que abandonen sus asientos porque interrumpen el paso hacia una de las puertas de emergencia. “¡Dios!”, me digo para adentro. Al mismo tiempo veo a una señora abrir el compartimiento de equipajes para sacar un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Mis ojos empiezan a ponerse vidriosos. Entonces el capitán entra en acción. Por el altavoz explica que hay un desperfecto en una de las turbinas y pide calma. Termina su alocución agregando que existe una seria posibilidad de efectuar un aterrizaje de emergencia, con lo que su solicitud de calma se traduce en ataques de pánico entre algunos pasajeros.
Sobrevolamos el Océano Pacífico.
—¿A cuánto estamos del aeropuerto más cercano? —pregunto a otra de las azafatas.
—Media hora, señor.
Hago mis números. Saco mis conclusiones. Eso significa que lo más probable es que el aterrizaje forzoso sea en el agua. “¿Dónde está la maldita cartilla de emergencia ahora?”, me reprocho. Quizás la he perdido o traspapelado en el mar de revistas, cuadernos y libros que cargo conmigo para relajarme durante las turbulencias.
El avión vuela inclinado y lleno de humo por dentro. Se ha formado un improvisado grupo de oración alrededor del Sagrado Corazón de Jesús en medio del pasillo. Mientras, ensayo una posible posición para recibir el impacto. Algo recuerdo de las instrucciones de las aeromozas. O de algún experto hablando en la televisión después de una tragedia aérea. Porque el discurso de las sobrecargo nunca es tan específico ni sombrío. Me tiemblan las piernas, me castañetean los dientes, pienso en mi familia. Imagino un desenlace fatal. Trato de distraerme concentrando mi atención en resolver un crucigrama. No puedo resistir más la tensión y me levanto para ir al baño. Todos están tan ocupados que nadie me detiene. Compruebo por millonésima vez que no puedo orinar en los aviones. Y menos si se están cayendo. Soy un meón eminentemente doméstico.
La voz del capitán irrumpe nuevamente en el aire. Esta vez trae mejores noticias en un tono de voz más confiado. Pese a la seria falla técnica, el aparato no ha perdido tanto combustible y conserva suficiente gasolina para llegar al aeropuerto de origen.
En cinco minutos podríamos recibir la autorización para aterrizar. Con la vejiga hinchada, corro a mi asiento y me ajusto el cinturón de seguridad.
Abajo se ven ya las luces de los vehículos. La pista de aterrizaje está invadida de ambulancias, camiones de bomberos y autos de la policía. Cuando las ruedas del aparato tocan tierra, el rebote despierta de una sacudida a mi ebrio compañero de asiento.
Lo veo tan tranquilo que pienso: es infundado mi temor a la muerte. Temer a la muerte es como temer al nacimiento, al crecimiento; a la naturaleza, pues. La muerte –esto lo digo sin indolencia- es la cosa más natural del mundo. Sin embargo, quisiera encontrar algún lugar lejano donde no existiera la muerte; sólo la mía. Para que nadie llore, para que nadie finja.
©
Fernando Morote (el presente texto integra el libro “Brindis, bromas y bramidos”, 2013)
FERMANDO MOROTE
Piura, Perú-1962. Autor de las novelas “Los quehaceres de un zángano”
(2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011), el libro de relatos
“Brindis, bromas y bramidos” (2013) y el poemario “Poesía Metal-Mecánica”
(1994). Actualmente vive en Nueva York y colabora con revistas de España (Periódico
Irreverentes de Madrid y Pandora Magazine de León) y Perú (Lima Gris y Lee por
Gusto), entre otros temas, escribiendo artículos sobre cine clásico.
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