LAS
CHICAS DE ANASTASIO
Anastasio tenía un secreto que no
revelaba a nadie, pero que alimentaba las más intrincadas fantasías. Sus amigos
respetaban ese silencio, aunque cada tanto, en las peñas, medio en broma medio
en serio, tanto chicas como varones ironizaban sobre su buena suerte con las
mujeres.
Porque Anastasio, desde hacía unos
años, se aparecía en las peñas con una amiga nueva. Todas extranjeras, todas
bellas y muy simpáticas. Decía que eran estudiantes de intercambio a las que daba
albergue en su pequeño departamento, y que llegaban a él gracias a los
contactos surgidos durante sus numerosos viajes por el mundo. Viajes de los que
hablaba poco y de los que no había ningún registro fotográfico.
Durante cinco años la rutina fue la
misma. Recibía a una muchacha en su departamento, la presentaba en las peñas, y
durante doce meses se convertía en una más de la barra hasta que volvía a su
país y Anastasio aparecía con una nueva.
De esta manera fueron presentadas Ane,
Zwoe, Tine, Tésera y Tinti, todas muchachas que hablaban con un ligero acento el
español, y que coincidían en el pálido semblante, sonrisa enorme y unos ojos oscuros
pequeños pero penetrantes.
Tal era el parecido entre ellas que
podrían haber sido hermanas, aunque nunca dieron indicios de conocerse entre sí.
Lo que no pasaba desapercibido para
el grupo era que la salud de Anastasio, con cada nueva estudiante que
presentaba, desmejoraba notablemente. Era un joven alto, de nariz ancha, ojos
claros y mandíbula firme. Cuando trajo a la primera chica, lucía sobre su
cabeza una abundante cabellera castaña y músculos marcados, objeto de las furtivas
miradas masculinas y femeninas. Cinco años después se había convertido en un vegetariano
militante, ya no tenía cabello, su comportamiento era cada vez más distante, y se
le veía muy delgado y demacrado. Nadie asoció este deterioro con la aparición
de las mujeres que además, con cada arribo, terminaban provocando notorias
alteraciones en las costumbres del grupo.
Los primeros meses la manada se
revolucionaba y las hormonas desencadenaban comportamientos inverosímiles,
hasta que un macho dominante se hacía con la atención exclusiva de la muchacha
y comenzaban a salir con ella por fuera del grupo.
De a poco el muchacho dejaba de
frecuentar las peñas. No así la joven, que continuaba participando de las
tertulias aunque con una frecuencia menor a la inicial, pero manteniendo
intacta la complicidad con las chicas y la admiración de los hombres.
A medida que transcurría el tiempo,
la joven tomaba mejor color, sus formas se volvían más sensuales y su simpatía el
doble de arrasadora. En cambio el muchacho iba cayendo en el olvido, y ya nadie
reclamaba su presencia durante las salidas semanales ni en las redes sociales.
Para noviembre no recordaban su nombre, y para diciembre era como si no hubiese
existido nunca.
Cuando los peñistas repasaban las
fotos del año, en su lugar veían sólo una mancha borrosa, y la justificaban hablando
de fallos de la cámara o culpando de impericia al fotógrafo. En cambio la
muchacha lucía radiante en todas ellas, sonriendo con su boca enorme, atestada
de dientes blancos, y con los ojos fijos en la cámara. Resultaba difícil
sustraerse a esa mirada que parecía trascender las luces y las sombras del
mundo, que lanzaba ganchos invisibles a la cara de quien osara mirarla fijo, obligándolo
a no apartar la vista, a no respirar, a entregarse a su misteriosa voluntad.
Un día Anastasio desapareció, y a
nadie pareció importarle. Víctimas de un brusco desinterés, las reuniones fueron
espaciándose en el tiempo y finalmente el grupo se disolvió. Cada cual hizo su
vida, forjando nuevas amistades o simplemente volcándose de lleno a sus
familias y olvidándose del resto.
Lo único que permaneció,
atestiguando un pasado ilusorio, fueron una serie de fotos cubiertas de manchas.
Y la incómoda sensación de conocer de algún lado a aquella muchacha que, en un
restaurante cualquiera, hablaba con un gracioso tono extranjero, concentrando
la atención de toda la mesa, sonriendo con esa enorme boca repleta de dientes blancos
como la luna llena, mientras un joven calvo de ojos claros, nariz ancha y
extrema delgadez miraba en todas direcciones, angustiado, como buscando ayuda.
© Gerardo Noseda
Gerardo Noseda (Santa Fe, 1969)
escribe desde la adolescencia para sí mismo y para quienes quieran leerlo.
Integró el taller literario de la Escuela Industrial Superior, allá por los
lejanos 80s. Nunca publicó. Luego de una pausa de décadas donde se dedicó a estudiar
ciencias informáticas, decidió retomar la escritura apoyado por un grupo de amigos
con los mismos intereses. En estos momentos se encuentra embarcado en la
escritura de varios cuentos para adultos y una novela de fantasía dirigida al
público adolescente (sin niños magos ni elfos ni dragones).
Muchas gracias por visitar EL ECLIPSE DE GYLLENE DRAKEN.
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