CONTRATIEMPOS DOMÉSTICOS
¡No me hable del
horror, señor periodista! – Esta puerta de pesada madera que nos separa y
nuestras voces que cruzan el enrejado a la altura de la vista, es suficiente -
¿Qué sabe usted del horror? ¿Acaso cree que el bullicio del mundo allá afuera
lo protege de la locura y de la muerte? El miedo es un indigno fragmento de
soledad en un segundo de lucidez, es la idea de algo insospechado golpeando el
pecho y destellando en nuestras pupilas enrojecidas, a veces es el minuto vago
en que sorprendemos al insomnio con los ojos abiertos a nuestro lado. ¡El
horror! ¡El horror! La vieja sangre saltando nerviosa en sus verdosas cavernas
y nuestros cabellos erizándose en respuesta al grito inesperado de una sombra
¡No me hable del horror señor periodista! Sé que dedos terribles se deslizan
por mi cuello en las mañanas y en un rincón de mi cuarto callan formas de
espanto.
Le contaré algunos
hechos, una pequeña suma de miedos; usted tal vez no crea en mi historia, poco
importa, ya que no es su comprensión del horror lo que quiero describir, sino
el que yo presencio en mi cotidiano existir y en mis pequeñas escaramuzas de
atardeceres en las sombras. Déme un minuto que acomodo estas sillas, hay veces
que en mi inseguridad las arrincono a todas contra la puerta y me quedo sin
asiento y sin apoyos. Su horror difiere del mío, el suyo es un grito de
urbanismo acomplejado por el éxito de películas taquilleras y un resabio de
viejos libros. No, no me pida usted que abra esta puerta, me ha llevado un tiempo
darle la solidez que me hace sentir seguro y no confío plenamente en usted, ya
se dará cuenta el porqué. Tome nota señor periodista, la simpleza de lo que nos
rodea no es tal y la locura tiene un sillón de honor en nuestra sala.
No comenzaré con
miedos vagos, usted me tildaría de alarmista. Hubo un día en que ahuyente con
el dorso de la mano izquierda un pequeño enjambre de puntos negros sobre dos
trozos de tarta olvidada en la mesa y pequeños pájaros del tamaño de hormigas
sedosas alzaron vuelo chocando apresuradamente entre sí para perderse entre las
cortinas de la cocina. El horror, señor periodista, fue descubrir los diminutos
cuerpos aplastados sobre el hojaldre de la tarta y las pequeñas gotas de sangre
sobre la mesa, había también levísimas plumitas de colores pardos en el plato.
Ese día no pude volver a probar alimentos y de a ratos desde los rincones más
inverosímiles escuchaba los agudos trinos de esas aves; por la noche emigraron
hacia nefastos lugares, lo sé porque sobre el yeso inmaculado de mi cuarto
contemplé alejarse la bandada imposible y diminuta.
También le contaré
a usted de la vez en que la azucarera me mordió, un vil elemento de cocina o de
refrigerio. Le ruego no se ría usted de mis contratiempos domésticos extraños,
fue, le aclaro, uno de los peores momentos de mi vida, si observa mi mano
derecha verá que tengo un muñón informe por dedo índice y que en aquella
alacena de oscura madera tengo prisionero al infame artículo de loza inglesa.
Se han acabado mis días de tés dulces y de pociones melosas ya que creo que es
el azúcar el elemento que me odia y busca hacerme daño, yo he visto formarse
sonrisas malignas en su arenosa superficie y he visto pálidos dedos atenazados
formando una pequeña garra dentro de la azucarera. No he salido a comprar más
provisiones ya que temo que de una u otra manera estas sucrosas formas se
comuniquen y me sorprendan con un ataque traicionero y bajo.
Señor periodista, el
horror puede adquirir diversas formas, múltiples planos, lejanas a lo cotidiano
pero emparentada con marcados objetos familiares. Le contaré a usted que he
visto tenedores de gala ensañándose con la madera de un cajón inocente,
arrancándole pequeños gritos y he observado en la penumbra de mi reducida
biblioteca a un libro joven, de una aspereza inaudita, devorando parcialmente
un antiguo libro de cromos medievales; he visto la resignación en el anciano
volumen, era, si mal no recuerdo, un breviario de la “Suma Teológica” de Tomás
de Aquino. Y una mañana encontré sobre mi almohada el cadáver de un animal
extraño, más artrópodo que insecto, con ojos facetados y una probóscide hincada
en la almohada, me di cuenta de inmediatamente de su error, el objetivo había
sido mi cuello y los aromas nocturnos lo habían desorientado.
Recuerdo muy bien
el sencillo acto de descubrir en una tarde de invierno la ceguera del ficus que
adornaba mi comedor. Comencé a observarlo en esa siesta de desvelo luego de que
limpiara el cuarto de baño por décima vez en ese día, ninguna manía le diré a
usted, solo una forma prolija de mantener bajo rienda a los gérmenes y diversos
olores. El ficus tanteaba con sus ramas bajas el borde de la mesa y alternaba
levantando sus hojitas como olfateando el aire y reconociendo mi presencia.
Recorrió en una hora todo el borde de la mesa y cuando al fin atiné a moverme
se dio cuenta, titubeó y no calculó el equilibrio necesario para evitar el
siguiente borde. El horror fue escuchar su terrible alarido al precipitarse al
suelo y estrellar su arbóreo cuerpo desparramando miembros y terrones. El grito
aquel heló mi sangre, aún lo siento en la piel y me hizo dar cuenta del dolor
provocado.
Señor periodista,
su tiempo, dedicado a mi persona, ha sido tan valioso como improductivo ¿Le han
dicho que su mirada quema como el sol? Sus dedos luminosos penetran a través de
las mirillas de la puerta y me están dañando la vista. ¿Quería escuchar hablar
sobre el horror? Muchas veces el miedo adopta otras técnicas, escapa a lo
grandilocuente y se deforma, cubre espacios pequeños de cordura y sorprende. Señor
periodista, su perfil me es vagamente conocido, aunque su mutismo me impide
obtener más datos y sacar conclusiones, se distorsiona su contorno y se diluye
en una claridad habitual de atardeceres. Señor periodista ¿Por qué se va? No me
abandone usted en esta soledad de cuartos mal ventilados y lámparas antiguas,
desde los rincones ya casi oscuros me observan elementos siniestros y
perseverantes. ¿Señor periodista…? ¿Señor periodista…? ¿Se ha ido usted? No me
deje solo entre los gritos de estas sillas.
Jorge Eduardo
Lacuadra (Santa Fe Capital, 1971)
Técnico
Mecánico-Eléctrico (Escuela Industrial Superior, promoción del ’90), cuentista
y poeta. Ha publicado cuentos en antologías de Editorial Dunken de la ciudad de
Buenos Aires. Numerosas publicaciones en formato electrónico en Internet y en
formato físico en la Revista Rumbos en Córdoba. Publicó en el 2013 el poemario
“Distancias Oceánicas”, por editorial Luna de Marzo de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires. Actualmente reside en Córdoba Capital, Provincia de Córdoba
Correo electrónico
de contacto: jorgelacuadra@gmail.com
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