BAJO
DEL MAR
Les pedí por favor
que no me mandaran. Lloré, grité, pataleé, me crucé de brazos, hice el
berrinche de mi vida, la hija más grande que se portaba como un bebé con tal de
no ir, pero ellos con su chito la boca que acá nosotros decimos qué hacer y vos
obedecés, me dejaron ahí, con el Guaymayen en la mochila y la Gatorade diluida
en un bidón comunitario a la espera del instinto de supervivencia que nunca
llegó.
A los seis años la
nutricionista me había mandado a natación, tan fácil para ella con su uniforme
blanco detrás de un escritorio, y me dijo que me quedara tranquila, que si los
perros podían flotar entonces yo también. El preámbulo a toda la pesadilla que
siguió. Todavía siento la garganta raspada como si me hubiesen rozado veinte
cuchillos a la vez de todo el cloro que tragué en esa pileta de meo hirviente.
Ya en esa primera clase los profesores me llamaron “Misses No” porque me negué
a hacer todo, porque en el fondo no sabía hacer nada, solo comer y por eso me
mandaban a nadar porque la curva, siempre la curva que me atosigó desde bebé
cuando era sietemesina, indicaba que estaba un poco excedida de peso.
Pero acá estaba,
tres años después, rodeada de chicos como yo, con sus bikinis de triangulitos
ellas, sus bermudas ellos, mi malla enteriza, el alfajor en la mochila
derritiéndose con los cuarenta grados que había afuera, unos parlantes
cancheros que siempre repetían la misma canción de los Vengaboys o alguna de
esas bandas punchi punchi del momento, up and down, up, and down, y las
transpiración mojándome el culo porque se acercaba el momento y todavía era
chica, todavía no podía decir que me quedaba abajo de la sombrilla porque
estaba en mis días, vino Andrés y esos eufemismos. Así que la colonia no fue
tan divertida, entonces, y Pilar ya no fue tan cool como me dijeron que iba a
ser y sentí que me iba a cagar encima en la primera que el agua fría de esa
pileta me tocara, porque si la otra era una caldera, esta era el glaciar Perito
Moreno cuando no se derretía, la cancha esa que teníamos a la derecha cuando
íbamos a capital y papá la señalaba mientras manejaba y decía pónganse los
buzos que vamos a atravesar una ola polar.
Odiaba mostrar mi
cuerpo. La panza gorda, las tetitas puntiagudas que empezaban a crecer, esos
primeros pelos en las piernas tan temprano para depilar, porque siempre fui la
de atrás de la fila, la más desarrollada. Y los chicos que miraban y después se
reían andá a saber de qué. El primer paso, entonces, fue sacarme el vestido y
cubrirme con la toalla. Dos chicas me siguieron, un poco porque seguro ellas
también tenían alguna miseria que esconder, otro poco porque indefectiblemente
yo, portadora de tetas que ya usaba corpiño a los ocho años, era una especie de
líder a seguir hacia un abismo decadente. El segundo paso fue ponerme el gorro
que me hacía doler toda la cabeza, pero qué más daba si eso me iba a salvar del
peine fino y el vinagre en el pelo y los tirones de mamá queriendo sacar hasta
la última liendre atrás de la oreja, aunque ahora, con el gorro puesto,
pareciera un pibito travestido por alguna abuela renegada de esas locas que
andan sueltas por ahí.
Cuestión que en sus
marcas, listos, ya, volé la toalla hacia la sombrilla y me tiré de bomba,
desentendida de las indicaciones que había dado Marcelo, el coordinador.
Tirarse de cabeza como él exigía era un suicidio para valientes que no estaba
dispuesta a ejecutar.
Floté, sí. Nadé lo
que me pidieron, un largo pecho, un largo crol, con poca técnica, es verdad,
pero resistiendo. El problema fue cuando nos dieron tiempo libre y se armaron
los grupitos y todos se hicieron los capos y se fueron a la parte honda a jugar
a tirar cosas que después había que bucear. El problema, entonces, no fueron
los tapones en el oído que me tuve que poner por la otitis de todos los
veranos. El problema fue que había un grupo de rubiecitas con flequillo al
costado que me odiaba y sabía que yo no quería estar ahí, que prefería estar
jugando al quemado en el pasto y entonces me tiraron las colitas fluorescentes
al lado de los chupapersonas que había en la punta de la pileta, donde se
escondían las ratas, tan cuadrados ellos en la parte más honda, cerca del borde
donde todos se paraban para tirarse de clavado y me dijeron a que no te animás.
Una vez mamá me
contó de un amigo de ella que se ahogó en una quinta por hacerse el canchero e
ir a nadar cerca de los chupa. Eran adolescentes y los padres de su vecino
Esteban se habían ido a veranear a Punta del Este y entonces hicieron una
fiesta en la casa con pileta y en un momento estaban todos tomando sol y se
dieron cuenta de que faltaba uno. Cuando se acercaron al borde vieron que daba
brazadas desesperado pero nunca subía, y otro se tiró a salvarlo pero tuvo que
forcejear porque una fuerza mayor lo empujaba hacia abajo y en un abrir y
cerrar de ojos, dijo, se quedó sin aire y murió. Yo no quería morir todavía. No
quería ser cómplice de mi propio asesinato. Pero había una reputación que
revertir. Era la gorda, la tetona, la que se tiraba de bomba y dejaba la pileta
llena de olas que otros jugaban a saltar.
Entonces dije
querés apostar e inhalé todo lo que pude, inflé los cachetes y me dejé hundir
en cada brazada hacia el fondo y lo vi a él, al amigo de mamá con la cara
blanca, diciéndome con las manos que no, que subiera, y los chupapersonas
todavía más abajo abriéndose y cerrándose y la pata de una rata como queriendo
salir y yo callate, no te escucho, lerolero, soy una sirena en un mar
translúcido, soy una chica flaca que todos me pueden hacer upa, dale, vení
Juan, y haceme upa acá que podés, y bajé, bajé y miré hacia arriba y estaba
todo tan lejos, todo tan silencioso, y el amigo de mamá que me decía apuráte,
salí, los chupapersonas siempre ganan la carrera, y hablaba abajo del agua y yo
abrí la boca para contestarle y se me volvió a raspar la garganta como si los veinte
cuchillos me cortaran otra vez en cámara lenta pero ahí estaban,
brillantes con su luz fosforescente las tres gomitas al lado de los monstruos
gigantes, y él sin dejar de mirarme se hundió más todavía para alcanzarlas y me
las puso en la muñeca, tan cancheras, pero su mano era fría, así que di patadas
en el agua para desaparecerlo porque no se iba, se quedaba mirándome serio, y
entonces me dijo que me diera vuelta y no sé por qué le hice caso y la vi a
ella, también, a mamá toda blanca abajo con él diciéndome yo te dije que no se
juega con fuego pero esto es agua, mamá, así que déjame en paz, déjame jugar
como todos los demás chicos que se tiran de cabeza y no se lastiman y bajan
hasta los chupapersonas y después vuelven a tirarse y no les pasa nada y ella
que no, y yo calláte de una vez, dale, por favor y así empecé a mover los
brazos fuerte para que se fueran y entonces se me empezaron a desinflar los
cachetes e hice burbujas y de repente mamá se fue con su amigo, desaparecieron,
y me dejaron en el mar translúcido que de la nada se puso negro.
© Aldana Perazzo
Nací en Buenos
Aires, viví en México. Creo en Quetzalcóatl. Ex periodista deportiva que se sumergió
en el mundo literario entre mates y galletitas, y aunque pida el cambio ya no
puedo salir. Hoy librera. Mañana no sé. Escritora ocasional que escribe ficción
para esquivar la tesis de una carrera en la que ya no creo. Y alguna de las
cosas que escribo se pueden leer en mi blog.
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