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sábado, 9 de octubre de 2010

LA CIUDAD DE LA FURIA





LA CIUDAD DE LA FURIA




Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
Gaspar Camerarius en Deliciae Poetarum Borussiae, VII, 16
Jorge Luis BORGES - Museo







¿Qué tan sola puede ser la soledad?

Me llamó para que nos juntáramos a tomar un café. Como llegué antes, tengo tiempo de fumarme un cigarrillo mientras miro las gentes pasar. Buenos Aires ya no es la de antes. Casi no conozco éstos que ni se miran, que van hablando solos en aparatos cada vez más diminutos, o aún peor, escuchando como zombies música o vaya a saber qué. Gente que ama, sufre y ríe. Gente que trabaja, espera y maldice. Los porteños. Me doy cuenta que hace rato soy uno de ellos.



La primera vez que vine a Buenos Aires tenía 8 años. Viajamos en el Renault Torino blanco de papá, era tan moderno que los otros autos se apartaban para vernos pasar. Mi tía nos había dado de seña que después de cruzar la General Paz, al llegar a un cartel luminoso de Coca Cola teníamos que doblar. Cierro los ojos y todavía las rayitas rojas y blancas se prenden y apagan. Jamás imaginé que un cartel pudiera ser tan grande. Y aún no había visto las luces del Centro.



Mi tío era el jefe de la Estación de Núñez, con trenes que pasaban cada diez minutos (cuando me acostumbré y pude dormir por las noches, se hizo tiempo de volver a casa) y me llevó a conocer la verdadera Reina del Plata. El subte y las escaleras mecánicas, un portento que aún me maravilla. Y el Obelisco, vigía irrefutable de la porteñidad. Me acuerdo que me resultó inverosímil estar parado a su vera (entonces no tenía las rejas de ahora y fingiendo que me ataba los cordones, lo toqué). Y sumergirme en las galerías subterráneas, con gente que pasaba de un lado al otro, comía, compraba y hasta dormía en el piso, todo bajo la Avenida 9 de Julio, la más ancha del mundo. Y el Monumental y la Bombonera. Cómo total pasábamos gratis en los trenes, íbamos a todos lados. El Río de la Plata, tan ancho que no se ve la otra orilla. El Aeroparque, con los aviones pasando tan cerquita que casi se podían tocar. Miles de taxis negros con los techos amarillos. Y los edificios, uno al lado del otro. Uno al lado del otro. Y el Cabildo, más chiquito que en las fotos de los libros de Historia, la Pirámide de Mayo, la misma Plaza de Mayo, con los edificios circundantes aún mostrando las balas y cañonazos de la Revolución Libertadora. Y las casitas coloniales de San Telmo. Y el Mercado de Pulgas de la Plaza Dorrego. Y el Cementerio de la Recoleta, con sus tumbas hospedando nombres de calles y el marchito abolengo de flores y mármoles viejos.

Todo era tan nuevo, tan inusitadamente novedoso. Hasta el olor en el aire. Supe, como puede saber un chico, que de alguna manera, en esa ciudad estaba mi destino.

Viendo mi carita de asombro, mi tío me preguntaba: -Y… ¿te gusta, pibe? Que me dijera pibe me ponía loco, me sonaba despectivo. Nosotros no decíamos “pibe” y ahora, forma parte indistinguible de mi idioma, que con la progresiva adición de las “s” finales y un increíble catálogo de palabras y modismos, ya es de acá. Irrecuperablemente de acá. Hace veinticinco años que vivo en Buenos Aires. Ni bien terminé el colegio, surgió la posibilidad de venir a estudiar música. Mi madre casi se infarta. Su hijo menor se estaba mudando a la Babilonia apocalíptica. Mi tío, una vez más me dio cobijo y me enseñó a vivir en Buenos Aires.

Aunque las noches de entonces no eran las de ahora, igual había que evitar ciertos lugares, pero para ganarse el mango siendo músico había que andar de noche. Y así conocí también la noche de Buenos Aires, con garitos de los que mejor no hablar, mujeres que apenas te dejaban respirar, madrugadas caminando por el empedrado y amaneceres desayunando de parado, un café con leche y una ensaimada. La banda a la que me uní era bastante buena y teníamos trabajo casi todos los fines de semana. A mi me hubiera gustado tocar blues, pero luego de la Guerra de Malvinas, estaba de moda el llamado “rock nacional” así que ni pensar en cantar en inglés. Los exiliados regresaban tras los años de hierro y una bandada de míticos cantantes pisaba la ciudad por primera vez.

Así fui que la conocía a ella.

Eva jura que fue en el recital de Serrat, yo digo que fue en el de Mercedes Sosa. Lo mismo da. Por un azar, nos extraviamos de nuestras respectivas compañías y terminamos comiendo pizza en Las Cuartetas hasta que nos echaron. Comprobé que eso de que Corrientes es la avenida que nunca duerme era mentira. La cerveza fue cómplice para abandonar las trivialidades y ahondar en revelaciones propias de amigos de toda la vida. Yo la oía hablar, mientras seguía las evoluciones de sus manos. Hablaba con las manos, o quizás esparcía alguna clase de magia. La veía sonreír y sacudir el cabello, o tal vez concretar algún sortilegio. Fumaba y el humo era una ofrenda a su lacerante belleza. Era imposible que una chica así estuviera sola. Tal cual, Eva estaba saliendo con otro músico, bastante mayor. Un pelafustán que cuando estaba sobrio la maltrataba y cuando se le iba la mano con la dama blanca, directamente la fajaba. Yo me daba cuenta que aún relatando su tragedia, cada palabra estaba destinada a seducirme. Advertido y todo, sabía que me estaba entrando bajo la línea de flotación. “Entre gitanos no nos vamos a adivinar la suerte”, le dije a manera de inútil defensa. La sonrisa que me devolvió, fue más intensa y con un acento tremendamente arrabalero se dedicó con todo desparpajo a hablar de sexo. El problema no era haber sido elegido como presa por una suerte de asesina serial de la seducción, el problema era saber que estaba siendo diabólicamente certera. Y no es que no hubiera desplegado mis propios modos de serpiente y que en otras circunstancias hasta pensara que le estaba atinando, pero mi veneno no tenía nada que hacer frente a la letal eficacia de Eva. Un filibustero rápidamente reconoce a un camarada de armas y puede evaluar el daño del que es capaz. No lo voy a negar. Ya no: fue amor a primera vista. La acompañé hasta la puerta de su edificio. Estaba determinado a no besarla, sabía certificadamente que me iba a lastimar. Pero un instante antes de marcharme, le di el beso más hermoso de mi vida. A manera de último amparo, le susurré contra sus labios una frase que había leído en un almanaque: “todo enamoramiento en una mujer dedicada a seducir con éxito, será siempre una abdicación”. Y me fui. Supe, como puede saber un hombre, que de alguna manera, en esa mujer estaba mi destino.



Después de aquella noche, una cosa u otra, hizo que casi no nos viéramos. Las giras, los shows cruzados, las respectivas bandas, las respectivas parejas. Igual, de cualquiera manera nos las ingeniábamos para hablar por teléfono y arrojarnos alguna flecha inficionada cifrando mensajes en los comentarios sobre el repertorio interpretado en el show. Por ejemplo, yo le comentaba al pasar que lo que más me aplaudieron era “Sólo pienso en ti”; ella que no entendía que al público le gustara tanto “Si tú no vuelves”. En mi soledad me revolvía y ponía todo mi esfuerzo por mostrarme inmune. Y no obstante ella trataba de rendirme con su dulce ponzoña, anhelaba mis palabras directas a su corazón de teflón. Admito que era una relación por demás de tortuosa, yo resistiéndome a ser uno más en su larga lista, ella intentando enamorarse de veraz. Sin embargo, nunca me sentí más creativo. Tres de mis canciones fueron número uno. No creo necesario decir que todas aludían a Eva, flor de mis días, aroma de mis noches.

Los años por seguir nos fueron convirtiendo en unos perfectos cínicos. Esta ciudad te endurece. Nunca dejamos de hostigarnos, cada uno representando su papel. Cada uno añorando poder salirse y ser realmente uno mismo.



Me pidió que nos juntáramos a tomar un café. Sé que viene de anuncio. Mientras miro la gente pasar, me repaso los labios. Aún llevo la ceniza que me dejaron sus besos. Llega y como el ventarrón que es, me avisa sin anestesia que está saliendo con Habibi, uno de mis alumnos de bajo. No, no me avisa, me está pidiendo permiso. Quiere que me entere antes por boca de ella. Me enuncia las virtudes de mi discípulo. No puedo evitar sonreír y decirle que se parece mucho a mí, pero en chiquito. Se le nubló la vista. Sus tremendos ojos azules se le volvieron grises. –Vos sos lo más –me dijo- pero yo jamás hubiera podido pasar de ser tu amante. No sirvo para esposa. Y se fue como vino.

Porque soy un imbécil, esa noche fui a verla cantar. Siempre canta con los ojos cerrados, dice que así hace el amor. Pero cuando llegó a “Óleo de una mujer con sobrero”, de Silvio, los abrió y me buscó entre la gente. En la estrofa que dice: “La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes / Los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí”, una lágrima le rodaba por la mejilla.



Yo que ni siquiera lloré en el entierro de mi madre, me he pasado la noche llorando. Mi tío, que me enseñó a vivir en Buenos Aires, no me enseñó a sobrevivir en la Ciudad de la Furia.




© Pablo Martínez Burkett, 2008

sábado, 13 de febrero de 2010

TAHÚRES DEL AMOR

Roxana (con vehemencia):
¡Vos! ¡Oh! ¡Comprendo cuán
generosa fue vuestra impostura!
¡Las cartas!... ¡Erais vos!
Cyrano: ¡No!
Edmond ROSTAND –Cyrano de Bergerac
Escena VI- Acto V






EL CABALLERO ERA un tahúr del amor. Según la perspectiva, podría decirse que disfrutaba de una vida policroma, plagada de historias salaces dignas de un opúsculo medieval, de los que se atesoran bajo siete llaves en destacado lugar de la biblioteca. Había perdido la cuenta de los años que traía jugando únicamente en mesa de profesionales, que no es la de los amores mercenarios sino esa, donde lo menos que se pierde es la camisa. Si bien en ciertas ocasiones salió escaldado, se había vuelto un perfecto cínico. Que al fin y al cabo, se podrá perder la camisa pero nunca el alma, aunque para ello sea necesario anestesiar la revolución visceral que cuestiona sin paciencia sobre cuándo volverás a verla... tan solo verla.

Vano coleccionista de momentos, también era un simbolista y alguna vez pudo atisbar la sombra que revela la rosa, el carbón que enuncia la llama, el beso que encubre el latido. Quizás en el fondo, no fuera otra cosa que un sentimental malparido conservando la esperanza de que tras la bruma, una mañana, divisara la ansiada bahía donde pacificar sus muchas tempestades. Y por un momento, siquiera, pulsar aquella nota que es fragmento de la melodía que sostiene el Universo y ser de nuevo todo en uno.

Así estaba, náufrago de todo destino, cuando decidió jugar aquella partida. Las crónicas apócrifas dirán que fue más por diversión que por genuino arrebato, yo sé que abrigaba alguna esperanza a favor de su nueva contrincante.

-Todas las partidas anteriores nos preparan para una –dijo ella, concienzuda mientras repartía.

-Todas las partidas anteriores –confesó él- nos preparan para la última.

Jugaron con recobrado fervor, paladeando anticipadamente el deslizar de los naipes por el paño. Hoy sé que pensó que había dado por fin con otro taumaturgo digno de su arte, pero sé asimismo que padeció algún desencanto por el expeditivo desenlace. Igual, cuando recibió las últimas cartas, no supo que hacer. Es aterrador constatar que el azar consiente en apañarnos. Sin embargo, era tiempo de mostrar el juego: 10... J... Q... K... Los corazones llameaban gloriosos sobre el terciopelo verde.




-¡Impresionante! - dijo ella con genuina admiración - si tienes el As es escalera real ¡y de corazones! La mano que al menos una vez en la vida todo jugador, amateur o profesional, ambiciona merecer.

- El As de corazones eres tú- dijo él con un suspiro- y depositó la última carta en el mazo. Luego se besó el dedo índice y lo posó, trémulo, sobre los labios de ella. Y se marchó.

Pese a las múltiples conjeturas, nadie supo a ciencia cierta por qué lo hizo. Años después tuve oportunidad de entrevistarlo en ocasión de publicar su último libro. Las preguntas se sucedieron convencionales como yermas las respuestas, hasta que el silencio tomó forma de oprobioso interrogante. Apagó el grabador, le pegó una calada al cigarrito y respondiendo a la pregunta tantas veces eludida, me dijo:

-Vea, amigo, como dice la canción “hay quien afirma que el amor es un milagro”. Entre tenerla para malgastarla en el óxido de la rutina; y no tenerla, pero llevarla siempre en mi corazón, ya se sabe que mal menor elegí. ¿Cómo iba a hacer yo para vivir sin su latido?








Lo dejé con el rostro hundido en las manos, creo que lloraba. Al girar la llave en mi casa, mi hija me recibió con un dibujito y el perro por enésima vez me ensució los pantalones. Desde la cocina llegaba el aroma intercesor de un guiso. Descubrí que la legítima se atareaba canturreando una canción. Grande fue mi sorpresa cuando distinguí el estribillo “Ay amor, que terriblemente absurdo es estar vivo, sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido, sin tu latido”.





© Pablo Martínez Burkett, 2007



El presente texto resultó finalista en el Certamen Editorial Parábola 2007 y se halla publicado en "Antología Cuentos y Poesías" de dicha editorial (ISBN 978-987-1447-12-1).

viernes, 15 de enero de 2010

FE DE ERRATAS

«Il y a d'autres mondes, mais ils sont en celui-ci »
Paul Éluard





PARA DESCRIBIR ESTE calidoscopio de sensaciones, no tengo más remedio que acudir a una sinestesia. Sí, es que yo inhalo la música con la misma felicidad con la que se percibe el perfume de la mujer amada durmiendo en la oscuridad. Hay melodías que me transbordan a estados de elocuente bienaventuranza. Veo las notas con la clarividencia de quien se demora en un paisaje, sólo para encontrarse formando parte de ese paisaje. Pero empecé a contar por el medio, mejor nos ordenamos.

Quizás convenga abrir el juego declarando que nunca me he detenido a discurrir en cuál resquicio de lo porvenir me hallo, no pienso si este era uno de mis futuros posibles. Entretenerse con tales artificios es menos productivo que constatar que Julio Cortázar nació el mismo año que mi abuelo o que Jimi Hendrix hubiera tenido solo tres años menos que mi padre. Admito que con esa baldía indolencia voy por la vida, cualquiera sea la tempestad que se avecine. Mentiría, claro, si dijera que uno no tiene sus días, pero siempre hay que saber encontrarle el lado positivo, o al menos, el consuelo. Por ejemplo, tomemos la ausencia de hijos. Para algunos puede significar nada, para otros el oscilante equilibrio entre una porosa cordura y la definitiva enajenación. Sin embargo, que no haya bulliciosas almitas correteando una pelota embarrada sobre la alfombra, me permitió seguir escribiendo hasta las tantas, bajar a las cuatro de la mañana a comer unos brownies caseros, descorchar una botella de champagne y quedarme dormido en el sillón hasta babearme y despertar sin preocupaciones para cuando el reloj avisa que son las once y media. Un cremoso café espresso ayuda a recomponer la conciencia y resultando un horario más que propicio para considerar celebrar el Día del Trabajador con un asado, me dedico a preparar los enseres y avíos. Encender el fuego siempre tendrá algo de rito ancestral, de comunión ontológica, no me extraña que desde antiguo se le haya otorgado virtudes divinas. Hago yacer en la parrilla una regia colita de cuadril. Después, mientras abordo el examen de un singular vino malbec, me entrego con pasión a la lectura. El libro es “Spinoza: Filosofía Práctica” de Gilles Deleuze. Aplacadas las conductas tabernarias, los viejos prejuicios retroceden claudicantes. Uno no se ha convertido en un provecto existencialista porque ha leído a Camus, Focault, Martin Heidegger o aún el mismo Sartre; simplemente repasa sus argumentos porque, de forma inadvertida, ha completado el tránsito desde un nihilismo juvenil a este pragmatismo experimental.

La carne empieza a asarse con ese aroma evocador a caverna primordial, a historias contadas en derredor de una pacificadora hoguera. Es cierto que la paz no consiste en la ausencia de guerras sino en la unión de los corazones. Me dejo embrujar por los acordes acústicos de Memphis La Blusera, acompañado por un emsemble de cuerdas. De cierta forma, siento que esa conjunción prefigura el Paraíso y en el deslizar de los arcos me voy sumergiendo en imágenes de Roldán entrando en el crematorio al ritmo de un “Dame Fuego” arreglado para cuarteto de cuerdas o del cazador de crepúsculos, en la apoteosis de su “Purple Rain” barroco. Descubro, agradecido y atónito como Borges, que los simulacros que creía propios no eran sino transliteración de fantasmas ajenos. Y mientras leo que somos atributos de una misma sustancia, me pongo a tararear “La Sirenita y el Lobo de Mar”, tal como solía hacer cuando soñaba que en su encierro nonalunario mi hijita era un delfín que daba saltos...








“Baila, baila, baila sirenita... Baila, para mi”.

Y me pongo a girar por la galería como si bailara, acunándola en mis brazos vacíos y todo se funde en el magma incandescente de la memoria. Empieza a llover, con uno de esos repentinos aguaceros del prorrogado estío. Hay un obstinado tapiz de agua, apenas si se puede ver, apenas si se puede respirar. De repente, acompañando una sección de vientos que sintoniza con mi estado de ánimo, un movimiento se recorta, anómalo. Un pájaro aletea desesperado en el níspero, tratando de evitar que el vendaval lo derribe. La dulzona corruptela que desprenden sus frutos en las siestas alguna vez me hizo concebir que el improbable Árbol del Bien y del Mal era un níspero como este que planté en medio del parque, una mañana en la que, con renovado placer infantil, hundí las manos en el barro cardinal. Casi sin pensar, me zambullo en el tifón y lentamente me acerco. La infortunada ave me escruta con evidente recelo. Las plumas empapadas ya casi no la dejan moverse y aguarda, expectante. Prefiero creer que es porque entiende que vengo en su auxilio, que es posible comunicarle mi propósito. Estiro la mano, la cobijo por unos instantes en el calor de mi pecho y la impulso a remontar este cielo de negritud.

Calado por la lluvia pero también por una curiosa beatitud, retomo la lectura de este Spinoza deleuzizado y me detengo en el párrafo que explica la ilusión teológica por la cual allí donde ya no es posible imaginarse ni la causa primera ni la causa organizadora de los fines, la conciencia tiende a invocar a un Dios dotado de entendimiento y de voluntad que, mediante causas finales o decretos libres, dispone para el hombre un mundo a la medida de su gloria y de sus castigos. El fraseo es tan profundo como el violín que rasga el majestuoso final del blues.

Empecé por el medio, seguí por el principio y todavía no tengo una conclusión. Puede ser que como enseñaba Freud, los sueños no sean imágenes irreales sino otra expresión de la realidad. Sabrán disculpar entonces el imperativo de confeccionar esta desmadejada profesión de fe.





© Pablo Martínez Burkett, 2007


A manera de requiem para una almita que desde ayer regresó a su condición primera de angelito.

miércoles, 13 de enero de 2010

LA TRAICIÓN DE LAS MATEMÁTICAS


He hallado una demostración verdaderamente admirable de este
hecho, pero este margen es demasiado exiguo para contenerla.
PIERRE FERMAT
Anotación en la Aritmética de Diofantes





LA RAMA DEL saber a la que dedico mis jornadas no es ninguna de las divinas ciencias ni artes humanas que entrevió aquel monarca, cuyos sueños esclareció el astrólogo Sanib. Pero no vaya a pensarse que mi extravío es menos reprochable que el de este Assad-Abu-Carib, rey del Yemen, pues si como le auguró el mago, las artes están condenadas a un errabundo deambular y la ciencia destinada a perecer sin el auxilio de la doncella llamada Matemáticas: ¿qué puede esperarse de mis pobres conocimientos a la hora de intentar explicar una simple constatación numérica? Si bien es cierto que me procuro el pan formulando proposiciones lógicas, cuya demostración debe ser objeto de una escrupulosa prueba, lejos está mi vida de poder transitar por el pacificador silogismo de un teorema.

Por eso nunca pude comprender las hondas implicancias que, de Tales para acá, traen aparejado que el corte de dos rectas paralelas a dos rectas secantes determine segmentos proporcionales. Ni qué decir de cuánto me elude hasta la cólera el celebérrimo suplicio escolar que, repetido todavía en infantil coro, proclama que en un triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos: ¡Pobre Pitágoras! Con bárbara precisión me pierdo igualmente en el Teorema de Pascal, que profesa una solución para la enmarañada alineación en los puntos de intersección de un hexágono situado en una cónica. No se me escapa que alguien encontrará convincente provecho en ello.

Y de tan obtusa resistencia no logra rescatarme ni la deliciosa apostilla con la que el anacoreta Fermat hostigó a toda una posteridad, encolumnada en la búsqueda de aquella epifanía que por su exorbitancia no pudo ser contenida en una angosta anotación marginal. Menos me entretiene la paradoja de barberos con la que Bertrand Russell provocó un soez atragantamiento en Friedich Frege. Para mi redención, el Teorema de la Incompletitud de Gödel aporta un poco de decencia a tanto desbande intelectual, cuando postula que en cualquier formalización es dable construir una afirmación que ni se puede demostrar ni se puede refutar dentro de ese mismo sistema. Sin dudas un aserto de una conveniente resonancia eufónica (si pudiera distinguir de lo que trata).

Cualquiera sea la ecuación que un teorema aspire a resolver, la estructura parte de un número de hipótesis que permiten obtener una conclusión que, bajo tales condiciones, resulte verdadera. Demostrar un teorema es conquistar esa relación de antecedentes y consecuentes. Empero, mi discapacidad para abordar con éxito la inesperada singularidad que paso a relatar ha sido harto decepcionante.

Una mañana temprano, mientras iba conduciendo reconcentrado para la oficina, pasan una canción en la radio del coche. Llevado por la melodía, abandoné mis tribulaciones y me puse a recordar, con perfecto detalle, la primera vez que escuché el tema “Mil horas” de los Abuelos de la Nada. Recordé a quien más tarde sería un amigo cantando con acento arrabalero; el caserón de ajada aristocracia en Valle Hermoso; la brisa con aroma a eucaliptos del verano cordobés. Recordé que eran mis vacaciones de tercero para cuarto año del colegio secundario. Recordé que me faltaba muy poco para cumplir los dieciséis.





De repente, una paulatina sensación de que algo no coincidía empezó a desplazar al tropel evocador y de forma imperativa, precisé comprobar cuánto tiempo había transcurrido desde aquello. Conforme las reglas de la sustracción, la cuenta era por demás de sencilla: 41 - 16 = 25. La ruindad de la cifra me exigió revisar los cálculos. Esa canción no podía tener ya 25 años. Debía tratarse de una equivocación, a lo sumo, como mucho, serían unos… digamos... ¿15 años? Mediante la permutación de la igualdad repasé la operación y observé que 16 + 25 = 41. Pese a mi creciente estupor, percibí sin lugar a impugnación alguna que habían pasado 25 años.

Según mi precaria matemática 25 es un número natural, entero, impar. Como número racional puede representarse mediante la fracción ¼. Es divisible por 5 por lo que, a su vez, también es cuadrado de 5, más toda una infinidad de significantes de apreciación difusa. Pero además, es un cuarto de siglo. No cualquiera, sino un cuarto de siglo en mi vida. En mi total inadvertencia, esa canción viene llevando la cuenta de mis días y mis horas; mis esperanzas y tropiezos. De mis sueños y avaricias; mis glorias e inconsistencias. De mis generosidades y traiciones. Comprendí sin embargo, que ese número y las urbanas incógnitas que pudiera develar su monstruosa combinación, no podían reflejar lo sucedido durante tal período de tiempo. Ese número y las funciones concomitantes, naufragaban en describir mi afán por amonedar sentimientos en palabras. Se malograban en referir siquiera, los marchitos versos con los que no pude retenerte. Percibí con fatal clarividencia que el problema no residía en el volumen del saber sino en la capacidad de soportar lo sabido. Porque no hay teorema, corolario, axioma, paradoja, conjetura ni número transfinito que pueda encerrar tan obsceno fracaso.

Descubro entonces, la traición de las matemáticas.

 
 
 
© Pablo Martínez Burkett, 2006


El presente texto recibió el "Reconocimiento literario a la consecución gramatical" en el I Concurso Literario “PALABRAS AL VIENTO”, Bahía Blanca, Pcia. de Buenos Aires, Argentina (12-12-2007).