miércoles, 13 de enero de 2010

LA TRAICIÓN DE LAS MATEMÁTICAS


He hallado una demostración verdaderamente admirable de este
hecho, pero este margen es demasiado exiguo para contenerla.
PIERRE FERMAT
Anotación en la Aritmética de Diofantes





LA RAMA DEL saber a la que dedico mis jornadas no es ninguna de las divinas ciencias ni artes humanas que entrevió aquel monarca, cuyos sueños esclareció el astrólogo Sanib. Pero no vaya a pensarse que mi extravío es menos reprochable que el de este Assad-Abu-Carib, rey del Yemen, pues si como le auguró el mago, las artes están condenadas a un errabundo deambular y la ciencia destinada a perecer sin el auxilio de la doncella llamada Matemáticas: ¿qué puede esperarse de mis pobres conocimientos a la hora de intentar explicar una simple constatación numérica? Si bien es cierto que me procuro el pan formulando proposiciones lógicas, cuya demostración debe ser objeto de una escrupulosa prueba, lejos está mi vida de poder transitar por el pacificador silogismo de un teorema.

Por eso nunca pude comprender las hondas implicancias que, de Tales para acá, traen aparejado que el corte de dos rectas paralelas a dos rectas secantes determine segmentos proporcionales. Ni qué decir de cuánto me elude hasta la cólera el celebérrimo suplicio escolar que, repetido todavía en infantil coro, proclama que en un triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos: ¡Pobre Pitágoras! Con bárbara precisión me pierdo igualmente en el Teorema de Pascal, que profesa una solución para la enmarañada alineación en los puntos de intersección de un hexágono situado en una cónica. No se me escapa que alguien encontrará convincente provecho en ello.

Y de tan obtusa resistencia no logra rescatarme ni la deliciosa apostilla con la que el anacoreta Fermat hostigó a toda una posteridad, encolumnada en la búsqueda de aquella epifanía que por su exorbitancia no pudo ser contenida en una angosta anotación marginal. Menos me entretiene la paradoja de barberos con la que Bertrand Russell provocó un soez atragantamiento en Friedich Frege. Para mi redención, el Teorema de la Incompletitud de Gödel aporta un poco de decencia a tanto desbande intelectual, cuando postula que en cualquier formalización es dable construir una afirmación que ni se puede demostrar ni se puede refutar dentro de ese mismo sistema. Sin dudas un aserto de una conveniente resonancia eufónica (si pudiera distinguir de lo que trata).

Cualquiera sea la ecuación que un teorema aspire a resolver, la estructura parte de un número de hipótesis que permiten obtener una conclusión que, bajo tales condiciones, resulte verdadera. Demostrar un teorema es conquistar esa relación de antecedentes y consecuentes. Empero, mi discapacidad para abordar con éxito la inesperada singularidad que paso a relatar ha sido harto decepcionante.

Una mañana temprano, mientras iba conduciendo reconcentrado para la oficina, pasan una canción en la radio del coche. Llevado por la melodía, abandoné mis tribulaciones y me puse a recordar, con perfecto detalle, la primera vez que escuché el tema “Mil horas” de los Abuelos de la Nada. Recordé a quien más tarde sería un amigo cantando con acento arrabalero; el caserón de ajada aristocracia en Valle Hermoso; la brisa con aroma a eucaliptos del verano cordobés. Recordé que eran mis vacaciones de tercero para cuarto año del colegio secundario. Recordé que me faltaba muy poco para cumplir los dieciséis.





De repente, una paulatina sensación de que algo no coincidía empezó a desplazar al tropel evocador y de forma imperativa, precisé comprobar cuánto tiempo había transcurrido desde aquello. Conforme las reglas de la sustracción, la cuenta era por demás de sencilla: 41 - 16 = 25. La ruindad de la cifra me exigió revisar los cálculos. Esa canción no podía tener ya 25 años. Debía tratarse de una equivocación, a lo sumo, como mucho, serían unos… digamos... ¿15 años? Mediante la permutación de la igualdad repasé la operación y observé que 16 + 25 = 41. Pese a mi creciente estupor, percibí sin lugar a impugnación alguna que habían pasado 25 años.

Según mi precaria matemática 25 es un número natural, entero, impar. Como número racional puede representarse mediante la fracción ¼. Es divisible por 5 por lo que, a su vez, también es cuadrado de 5, más toda una infinidad de significantes de apreciación difusa. Pero además, es un cuarto de siglo. No cualquiera, sino un cuarto de siglo en mi vida. En mi total inadvertencia, esa canción viene llevando la cuenta de mis días y mis horas; mis esperanzas y tropiezos. De mis sueños y avaricias; mis glorias e inconsistencias. De mis generosidades y traiciones. Comprendí sin embargo, que ese número y las urbanas incógnitas que pudiera develar su monstruosa combinación, no podían reflejar lo sucedido durante tal período de tiempo. Ese número y las funciones concomitantes, naufragaban en describir mi afán por amonedar sentimientos en palabras. Se malograban en referir siquiera, los marchitos versos con los que no pude retenerte. Percibí con fatal clarividencia que el problema no residía en el volumen del saber sino en la capacidad de soportar lo sabido. Porque no hay teorema, corolario, axioma, paradoja, conjetura ni número transfinito que pueda encerrar tan obsceno fracaso.

Descubro entonces, la traición de las matemáticas.

 
 
 
© Pablo Martínez Burkett, 2006


El presente texto recibió el "Reconocimiento literario a la consecución gramatical" en el I Concurso Literario “PALABRAS AL VIENTO”, Bahía Blanca, Pcia. de Buenos Aires, Argentina (12-12-2007).

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