En medio de mí gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú
morirás, morirás dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me
acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la
crueldad, que es una forma del amor.
Sheridan Le Fanu
Las historias son ventanas que se
abren. Vemos ese pequeño retazo y creemos entender lo que ocurre al asumir que la
vida es una sucesión temporal. Nos gusta simplificar bastante porque, aunque
fuera una línea de tiempo, igual estaría plagada de titubeos, detenciones, giros
más o menos pronunciados, despistes varios. En el apuro por la abstracción, somos
incapaces de percibir la incesante cadena de causas y efectos. Probablemente sea
mejor así porque de otra forma, no sólo estaríamos condenados a la inacción sino
que hasta quedaría sacralizado el suicidio.
Ajeno a todas estas disquisiciones,
un muchacho coleccionaba cámaras fotográficas. Un artilugio del siglo XX que
vio su ocaso en la siguiente centuria. En una casa abandonada de Bloomsbury, el
antiguo barrio de artistas y escritores, encontró la Argus C3 1939 que llevaba a todas partes. Luego vinieron otras pero
esa, en especial, era su favorita. No fue fácil familiarizarse con el
funcionamiento porque a pesar de haber sido durante décadas la cámara más vendida,
ya casi no quedaban testimonios. Peor fue conseguir las películas e implementos
para revelados y tal. Definitivamente fue una pesadilla. Pero con empeño,
paciencia y un poco de suerte logró su cometido. Intuitivamente aprendió sobre
exposición, luz, velocidad, lentes, obturadores y otras palabras caídas en
desuso. Descubrió que en los tiempos antepasados las llamaban “The brick” y con desenfado empezó a
presentarse como “The brick photographer”.
La suspicacia de la gente cedía maravillada al verse retratada en una cartulina,
unidimensional y ¡en blanco y negro! Y él encontraba un especial regocijo en deambular
por la ciudad capturando la vida. A lo mejor se pasaba horas esperando un ocaso
o el reverberar de un rayo de sol en una fachada. El calentamiento global había
prorrogado el reino de la noche y aún en pleno día, no siempre había buena luz.
Para peor, Londres se jactaba de su mal tiempo.
Pero nada evitaba que, como un
cazador furtivo, se apostara en medio del gentío que hormiguea por Piccadilly Circus para captar un momento único. Sabía que
entre esa marabunta desfalleciente encontraría el rostro preciso por el que
habría de perdurar. Un rostro que fuera imagen de la melodía que sostiene el
Universo.
Las jornadas se sucedían, entregado
al novedoso oficio de retratista hogareño y al hobby de amonedar rostros
callejeros. Así fue que un día se topó con Luana. O por mejor decir, con su magnetismo
desbordante. Fue como si lo hubiera arrollado un huracán. La cara de la chica flotaba
entre los demás. Su presencia opacaba cualquier otra cosa. El andar era de un acompasado
hipnotismo. Y los ojos eran dos carbones que anticipaban una clarividencia feroz.
La procesión de transeúntes perdió intensidad y se fue ralentizando hasta
convertirse en un bloque indistinguible. Al borde del éxtasis, el muchacho se
aferró a la carcasa de metal y baquelita y con mano experta, disparaba y hacía
correr el carrete de 35 mm. No le importó agotar un rollo de película. Esa
imagen bien valía cualquier sacrificio.
Para regresar a su casa debió
sobrellevar la habitual combinación de transportes que le resultó de una penosa
eternidad. Una urgencia desconocida se había apoderado de su espíritu. Deseaba
revelar el material. No tenía edad para haber conocido a ninguno de los grandes
felinos ya extinguidos pero imaginaba que había entrevisto a una pantera negra.
Apenas cerró la puerta, se aplicó con
determinación al proceso de revelado. Fue minucioso con líquidos y elementos
químicos. No ahorro en fijador y sales de plata. No quería malograr ninguna
foto. De alguna manera sabía que aquella chica se parecía en mucho a su sueño.
Tras la espera, las imágenes empezaron a brotar en el papel sumergido en la
cubeta. Con una pinza fue pasando las fotografías. Gente, gente y más gente. Se
desesperó: el rostro de la chica no estaba. Aguardó otro rato, pero nada. Sopesó
posibles errores: exceso de revelado o su falta; defecto en la exposición, una inadvertida
filtración de luz.
Estaba seguro de haber observado cada paso a conciencia. Tenía
que ser un desperfecto en la cámara. Un acceso de cólera sustituyó el estado de
beatitud y estuvo tentado de destrozar la Argus
contra la pared. Le costaba respirar, le costaba pensar. Consideró gastar todo
un rollo para comprobar el desperfecto, pero eran tan arduos de conseguir y tan
caros que optó por desmontar la máquina pieza por pieza para hacer una revisión
a fondo del funcionamiento. Cuando finalizó, el trazo de una lágrima era más
profundo que una cicatriz.
Canceló todos sus compromisos
laborales y se apostó en la fuente de la rotonda. Los días pasaban sin el más
mínimo indicio de la chica. Los dedos se le agarrotaban con la furia de la
espera. La gente había perdido su atractivo. La vida había dilapidado su color.
Ya oteaba con desánimo y entonces la vio. Venía derecho hacia él. El corazón le
dio un traspié. Se puso a fotografiar como preso de un hechizo. Cada vez más
cerca, una toma. Cada vez más cerca, otra toma.
Al pasar a su vera, necesitó
bajar la cámara y mirarla a los ojos. La chica le devolvió la mirada y sonrió
divertida. Luego se evaporó entre la multitud. A pesar de la ansiedad, el viaje
de retorno fue mucho más gratificante. En esta ocasión estaba seguro de haber
logrado las mejores fotos de su vida. Se apeó del microbús aerostático y caminó
silbando las pocas cuadras.
Sin embargo, algo anómalo lo rondaba.
Eran sombras indefinibles, una presunción imperfecta, como si alguien lo estuviera
acechando desde la creciente oscuridad. Aunque la felicidad de la experiencia cauterizó
el alerta, igual aceleró el paso. Al doblar la esquina casi se dio de bruces
con una persona que venía en sentido contrario. Fue un parpadeo, un aletear de
ángeles. Cuando logró enfocar, tenía frente a sí al objeto de sus desvelos. Se
quedó paralizado. No lucía tal como la recordaba. El rostro estaba
transfigurado por una mueca diabólica. Ni siquiera alcanzó a articular una
disculpa porque la chica saltó sobre él y le clavó los colmillos. En un último
estertor comprendió que la vida se le escapaba por unas fotos. Intentó sonreír
con la paradoja pero ya estaba muerto.
Luana lo arrojó de mala manera. Al
caer, se le soltó la cámara. La chica se agachó para recogerla. En cuclillas estuvo
un rato largo estudiándola.
Finalmente, se la echó a la cara, apuntó al guiñapo
exangüe y apretó el disparador.
©
Pablo Martínez Burkett, 2013
Este es el quinto capítulo de la saga "El retorno de la
crisálida", que abre con el cuento del mismo nombre y prosigue y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".
Agradecemos a Héctor Guzmán, fotógrafo mexicano
afincado en Orense, quien gentilmente ha cedido la foto que ilustra el presente
relato. Parte de su obra puede encontrarse en el blog Mirada tarasca. Y también queremos agradecer a María José Madarnás Álvarez, quien ofició de modelo.
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