La sombra danzante que produce
sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue.
Sheridan Le Fanu
La gente sonreía por las calles. El humor colectivo había mutado desde el sedicioso virus del terror a esta renovada esperanza. Los portales periodísticos competían en la exageración melosa tratando de disimular los alcances del pacto con la mafia. Mediante elipsis y falsedades resaltaban el rápido entendimiento entre el DCI Nakasawa y Huàn yǔ wūshī, el líder de la solícita comunidad china. Se alababan los méritos del acuerdo que pondría fin a la plaga. Pero aunque los humanos estaban de mejor humor persistía el reclamo exterminador. Respondiendo al clamor popular, los noticieros destacaban las prontas remesas de fusiles de haces ultravioletas y deslizaban, misteriosos, el avance en las pruebas de un “arma secreta” aportada por los, ahora, sensibles comerciantes orientales.
Entre la Hermandad de la Noche la novedad se recibió con sorna. Otra arenga pasajera. Durante siglos se han anunciado remedios, siempre definitivos, siempre infructuosos. Sin embargo, Madre urgió a Luana. Era imperativo contener a Ikito. El arma secreta tenía que ser la moxibustión. Si los fusiles eran de temer, la aplicación masiva de esa práctica de la medicina tradicional china podía ser fatal.
La Pequeña también se enteró. Al principio se le inflamó el ego. Pero pronto sospechó que las noticias no se referían a sus experimentos. Peor aún, comprendió que era objeto de una colosal maquinación. Fue de toda obviedad que ese inútil del Dr. Wong trabajaba para Rainmaker, el jefe de las Tríadas chinas. Y que la inadmisible dilación de sus ensayos era deliberada. La furia le inundó el estómago.
La niña se apersonó en el laboratorio del falso médico. Lo encontró absorto agitando un frasquito. Dentro de la ampolla llameaban diminutas motitas de un polvo amarillo, como granos de oro. En una jaula, un poco más lejos, una muchedumbre de recién convertidos vociferaba y maldecía. Al verla entrar se enardecieron aún más y no cesaban de insultarla. El Dr. Wong sonrió con malicia. Se acercó al hato de vampiros pestilentes y los fue mirando uno por uno, azuzándolos, embraveciéndolos. Los prisioneros, los brazos enflaquecidos, las manos como zarpas, intentaban asirlo, desgarrarlo. El traidor retrocedió un par de pasos, prendió un ventilador y con gesto teatral, esparció el polvillo dorado por el aire. Arrebatados por el desequilibrio energético, los pobres miserables se fueron incendiando entre aullidos y lamentos. Unos pocos sobrevivieron, quemados hasta la deformidad, retorciéndose de dolor e impotencia.
El Dr. Wong sabía que estaba muy cerca de obtener el éxito. Había logrado combinar el polvo obtenido por la maceración de la artemisa con una cera artificial. Pero aún le faltaba dar con la proporción exacta para que, una vez diseminado, se adhiriera de forma homogénea en la piel de los Hijos del Sol Negro hasta hacerlos estallar. Esos seres informes y goteantes que yacían en el interior de la jaula eran la cabal demostración de una inminente victoria. Hasta sintió una ligera excitación sexual imaginando que con semejante poder, usaría a los vampiros para matar al Hacedor de Lluvias y alcanzar así su verdadero sueño: comandar los negocios de la mafia china desde el trono del dragón.
Recortada en la pared, el fuego homicida había delineado la sombra de Ikito, mudo testigo del holocausto de sus hermanos. Triunfante, el aspirante a genocida se dio vuelta para recoger las felicitaciones de su empleadora. Lo último que distinguió fueron unos colmillos. Pocas veces hubo tanta furia y violencia en un ataque. Con una fuerza inaudita para su tamaño, la Pequeña saltó sobre el sorprendido Dr. Wong y lo mordió en el cuello. Pese a los espasmos desesperados, no lo soltó. Lo desangró hasta casi la última gota pero lo dejó con vida para convertirlo. Mientras esperaba que sucediera, la niña buscó el frasquito con el polvo resplandeciente. Volcó en su mano todo el contenido remanente y sopló en la cara del infausto galeno. Tardó en prender. No era suficiente el polvo, no estaba finiquitada la metamorfosis. Pero finalmente ardió en medio de una indecorosa agonía.
Sin embargo, la pequeña Ikito no logró aplacar su furia. Convocó a su reorganizada horda y le puso el collar de púas y la correa a Cujo, su jabato vampirizado. Era tiempo de volver a Londres. Era tiempo de visitar al jefe de las triadas, el engañoso Huàn yǔ wūshī.
© Pablo Martínez Burkett, 2014
Este es el trigésimo primer capítulo del folletín por entregas "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".
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