VENATOR
Consagraré
los días que me quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo.
Sheridan Le Fanu
El Detective Chief Inspector Brian Nakasawa era el jefe del División
Roja de Scotland Yard, la flamante división encargada de exterminar la calamidad
llegada desde el continente. Una división secreta con autorización para usar
métodos no convencionales. Si bien es cierto que en la Guerra de los Elementos
se utilizaron nanites y hasta ojivas nucleares para finiquitar la plaga, la
sensibilidad popular no aceptaba aún las torturas con encefalogramas psicotrópicos
y otras drogas de la verdad. Todos estaban a favor de la erradicación y el
exterminio de la así llamada Hermandad de la Noche pero si había suplicios que
fueran como siempre se hizo: en silencio y sin una ley que las avalara. No
obstante, el DCI Nakasawa era de la vieja escuela y abominaba de la tecnología.
A la hora de obtener información prefería métodos más directos y era el único que todavía se basaba en un razonamiento deductivo
para las pesquisas.
Además, le tenía manía al rastreo de
huellas genéticas porque sostenía, no sin razón, que habían reducido la labor
policial a la mera comprobación de un silogismo científico. Pero si identificar
la firma genética de un ciudadano común era relativamente fácil ¿qué huella
podía dejar una sombra? Una nube que se presentaba bajo la apariencia de un lobo,
una malévola corriente de aire sin reflejo, un hálito incapaz de ser captado por
los replicadores de imágenes tridimensionales. Ni si quiera por las
fotografías, esa obsolescencia del siglo XX que había hecho furor hasta que su
rescatador, Donovan Flyers, fuera encontrado muerto sin una gota de sangre. El
jefe Nakasawa había investigado el caso y su intuición de sabueso le decía que
el monstruo que había cometido ese bárbaro homicidio era el mismo que había
atacado a la pequeña Ikito. Y si aquel crimen fue por diversión, este fue por
venganza.
Había dos tipos de ataques: aquellos
donde por la mordedura, la víctima se convierte a su vez en un vampiro; y los
otros, mucho más infrecuentes, que terminan con el óbito. Y más allá del sufrimiento
de sentir la vida escurriéndose por una dentellada, era mucho mejor morir
desangrado que transformarse en otra criatura del mal. Errar por ese indefinido
estado entre la vida y la muerte, experimentar una voracidad asesina, mutar en un
depredador diabólico. El jefe Nakasawa lo sabía. Era su peor pesadilla y lo
vivía como la condena de sus muchos pecados.
La pequeña Ikito empezó a
experimentar todos los síntomas de un ataque: debilidad, escalofríos, falta de
apetito, visiones aterradoras, lividez, conducta irascible. Vanos fueron los
sistemas de detección. Más vanos aún los viejos remedios de símbolos
religiosos, ajo y agua bendita. De algún modo, el monstruo lograba eludir todos
los controles y conjuros. Noche a noche se cebó en su carne inocente y noche a
noche, su hijita, la luz de sus ojos, se fue transformando en un ser vil y abyecto. Para
cuando lo descubrieron, la desgracia ya era inevitable.
Una madrugada, un mal presentimiento
se instaló como un gusano revulsivo en el corazón del detective. Abandonó la
escena del crimen donde se encontraba y con desesperación llegó hasta su casa,
justo para atestiguar la desaparición de su hijita en medio de una repentina
niebla. Creyó alucinar que iba tomada de la mano de otra muchacha. La llamó a
una, le suplicó a la otra. Grito hasta perder la voz. Lloró de rodillas con las
manos estiradas hacia la nada. La pequeña Ikito, sangre de su sangre, alma de
su alma, se había perdido para siempre. Antes de sumergirse en la tiniebla, la
otra joven volvió el rostro y sonrió con malignidad.
No hay dolor más grande que el de un
padre que pierde a su única hija. Hubiera pedido cualquier otro final. Hubiera
preferido verla muerta. Hubiera rogado morir antes que saberla un vampiro. Pero
ahora que ya es tarde, ahora que todas sus plegarias no fueron escuchadas,
ahora, ha consagrado su existencia a cumplir una única misión: cazar a esa maldita
y hacerla sufrir por cada miserable segundo de vida que le había robado.
© Pablo Martínez Burkett, 2013
Este es el sexto capítulo de la saga "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".
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