En esta mañana fría en
medio de la nada, extraño la lectura de los diarios dominicales mientras el
humito del café es culto agradable a los dioses sibaritas. Prudentemente, me
traje lectura atrasada y manoteo el suplemento cultural de hace una semana atrás.
Con resignación, compruebo, una vez más, que la lista de best-sellers me sigue
ignorando.
No sólo la de no
ficción, también la de ficción. Voy a eludir la tacha de repaso amañado, de
compromiso venal, de aprovechado recurso para inducir las voluntades siempre deseosas
de estar à la page. No voy a
emitir un juicio de valor sobre el valor de las listas, simplemente voy a
describir lo que me parece.
Y lo primero que se
puede ver es que tras la exhibición de títulos y autores, se trompean los
grandes conglomerados supranacionales que alguna vez decidieron comprar un
sello editorial. Es probable que nunca sepamos qué designio corporativo los
impulsó a diversificarse en libros pero en el balance consolidado mal no les
debe ir porque si no, ya les hubieran devuelto las editoriales a los libreros.
Pero vamos a lo que nos
convoca.
En la ficción, salvo el
primer título que mi consabida barbarie ignora, se alinea la novela que ha suministrado
lúbrico jolgorio a mujeres que ahora exhiben su impudor en subtes y mesas de
café, con la novela capital de un premio nobel recientemente fallecido, con la
codiciosa pelea por un trono poblado de espadas y las peripecias de una
rescatadora de libros en medio del holocausto. Todas escurridas hacia el cine o
la tele. El negocio es aprovechar cualesquier formato y si viene con merchandising, mejor.
¿Y qué lee la gente que
no lee ficción? Porque al final de cuentas, todos aspiramos a un módico retazo
del universo lector.
El enésimo exprimido de
un psicólogo mediático; las perdonables recetas contra el paso del tiempo de
otra psicóloga, pero trasandina; la lección sesgada del periodista opositor de
la década y, en un contra-balance inverosímil, la hagiografía del relator oficialista
del barrilete cómico (sí, dije cómico) y para completar (parece una tomadura de
pelo) la recomendación de usar el cerebro, a cargo del neurólogo estrella.
No descarto que la
Legítima tenga razón. Con su inveterada practicidad, me hace notar que si
quiero persistir en este hobby de hippie trasnochado, mejor que escriba lo que
la gente lee. Y yo, por no darle la derecha, sigo porfiando en componer ¡cuentos!,
empeñado en narrar el extrañamiento de lo cotidiano, la irrupción subrepticia
de lo ominoso. Fantástico rioplatense, que le dicen. Y encima con una tendencia
al barroco que la rehabilitación todavía no logra domar del todo.
Será por eso que las
listas de best-sellers me desconocen.
Ojalá hubiera faltado a la clase de
catecismo donde nos enseñaron la pelea entre David y Goliath.
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