LAS ACROBACIAS
LINGUALES DE JUANA
Nunca supe bien por
qué, pero al final del día (bajo un atardecer violeta que se prestaba para
contemplar entre pensamientos y ensoñaciones) era uno más de los que no
lloraban en la puerta del velorio de Juana.
Conocía a Juana
como se conocen a las señoras que se entrevén en medio de dos sábanas tendidas
en el jardín: echada en una silleta, observándonos a los nenes con cierto aire
materno y autoritario desde el zaguán. Nada más. Y aun así estuve presente,
bien vestido pero no tanto, fumando un cigarrillo y rebuscando en mis recuerdos
alguna situación que acotar sobre Doña Juana. "¿De qué murió?",
pregunté; una sobrina, que me acompañó con una pitada hacía un momento, me miró
con sorna y dijo que de un infarto, si no veía lo gorda que era. Parece que la
vieja se había abocado a la gula. Le contesté que no la había visto hace años,
que me encontraba ahí de casualidad; también le dije que estudiaba en Buenos
Aires pero mucho no le importó. Eso es lo mágico de un pueblo tan pequeño: a
las chicas las conformas con un auto y un guiño de estrella.
Malena (la sobrina
tan pérfida como encantadora), no me permitió quedarme con la Juana de cuarenta
años y sonrisa natural, sino que me obligó a despedirla a través de supersticiones
persecutorias: "Mirá que La Gorda no se va a poner contenta si te vas sin
verla". Mirá que La Gorda va a querer que la veas, sin excusas, en un
ataúd, en un cajón de zapallos, tras la cortina de la ducha, entre dos sábanas
que bailan por la brisa: ¡sea como sea!
Entonces entré, por
las dudas.
Ahí yaciente, de
rostro enjuto y color gris, con los brazos cruzados sobre el pecho, no me
pareció tan amenazante. En los hombros llevaba una mañanita tejida de lana
negra: entonces tuve una revelación muy nítida. Doña Juana era conocida por
tejer para bautizos y coser las ropas (y algunos ropajes) del barrio. Recordé
su boca roja en un destello, como utilizaba cada músculo e inflexión de los
labios para realizar acrobacias expertas con las agujas de coser. Las chupaba,
las absorbía, las hacía girar en trompos, unas sobre las otras, coordinadas, en
elipse. ¡Todo un espectáculo! A veces me la quedaba mirando hipnotizado hasta
que ella me posaba los ojos y para evitar hablarle me levantaba e iba a dibujar
formas en el barro del río con alguna ramita. Una cena en la que no había
conversación aparente, le pregunté a mamá como es que la vecina hacía
"eso" con las agujas en la boca. Me dijo que ahuecaba la lengua (hizo
el gesto ilustrativo) y enrolladas las movía en círculos; dijo que era
peligroso, pero que lo hacía sin pensar (o para pensar, no recuerdo).
Volví a salir al
cielo crepuscular en el mismo estado de insignificancia, algo así como con el
pecho barrenado. Dudé si prenderme un segundo (y tercer y cuarto) cigarrillo y
fumarlo con la luna de sombrero, o irme a casa y recostarme para quedarme
dormido con la luz del televisor tapizando las paredes. Malena me seguía a
todos lados, pero para su desilusión no tenía ni auto ni iba a prometerle un
romance de visitas en el sur y escapadas a Capital. Me despedí y desaparecí tan
misteriosamente como llegué.
A la vuelta el portón
de entrada estaba abierto, y antes de entrar miré en derredor a la calle vacía
y gris. En la casa de la esquina, esa de hierba alta y huellas de perro
marcadas en el cemento, serpenteaban una hilera de sábanas, pero no con la
libertad de veinte años atrás: la hierba crecida se balanceaba por la brisa con
el movimiento de una marea verde y apresaba el tendedero.
Doña Juana estaba
ahí en el rellano, no en el ataúd como hasta hacía unos minutos. El rostro de esa Juana lucía rozagante, del color
y la textura del lomo de un chancho. En la falda tenía mi pantalón descosido de
cuando las caderas no me sobrepasaban la talla S; con una mano firme hundía la
aguja y la volvía a hacer aparecer imitando las piruetas de un delfín que
emergía dando saltos. Apretadas entre dos labios opulentos apuntaban tres
agujas en todas las direcciones posibles. Hacía frío afuera, pero me quedé para ver una última vez el
espectáculo de las agujas: las chupaba, las absorbía, las hacía girar en
trompos, unas sobre las otras, coordinadas, en elipse. Las acrobacias seguían intactas e incluso
mejores, más rápidas.
En un segundo tuve
dos ojos purpúreos y llenos de misterios encima: Juana me miraba. No me
acobardé como cuando era un niño, porque el polvo es polvo y ahí se quedará; la
saludé asintiendo y ella me respondió con otro cabeceo.
Adiós, Doña Juana.
La casa, según me
contó mamá, se alquiló un año después a una pareja de uruguayos ermitaños. Nadie extrañó a Doña
Juana, menos yo, pero inexplicablemente ese hueco en el
pecho siguió ahí sin cicatrizar… como agujereado. O pinchado.
© Francisco Rapalo
FRANCISCO
RAPALO
Francisco Rapalo (21)
creció en un pueblo agrario de la provincia de Santa Fe, en el norte la bota, y
su vida pasó entre San Guillermo y la capital cordobesa, donde nació. El mundo
fantástico llegó a él por medio de su abuela materna, y desde esos primeros
libros de aventura y fantasía épica, se cultivó no sólo en el arte de la
lectura sino también en el de la escritura. Actualmente estudiante de
Licenciatura en Psicología, define el espectro de lo fantástico como
inabarcable, una fuente de constante reciclaje en la que ni los viejos ni los
nuevos lo dijeron todo. Su estilo toma destellos de diferentes géneros como el
terror, el realismo sucio, policial y otros.
Escribe habitualmente para la Revista SHD Magazine.
Su topic es: Bon Appétit
lectores, mastiquen con cuidado.
Gracias por visitar El Eclipse de Gyllene Draken.
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