lunes, 24 de noviembre de 2014

EL AUTOR INVITADO: FRANCISCO RAPALO



LAS ACROBACIAS LINGUALES DE JUANA
Nunca supe bien por qué, pero al final del día (bajo un atardecer violeta que se prestaba para contemplar entre pensamientos y ensoñaciones) era uno más de los que no lloraban en la puerta del velorio de Juana.
Conocía a Juana como se conocen a las señoras que se entrevén en medio de dos sábanas tendidas en el jardín: echada en una silleta, observándonos a los nenes con cierto aire materno y autoritario desde el zaguán. Nada más. Y aun así estuve presente, bien vestido pero no tanto, fumando un cigarrillo y rebuscando en mis recuerdos alguna situación que acotar sobre Doña Juana. "¿De qué murió?", pregunté; una sobrina, que me acompañó con una pitada hacía un momento, me miró con sorna y dijo que de un infarto, si no veía lo gorda que era. Parece que la vieja se había abocado a la gula. Le contesté que no la había visto hace años, que me encontraba ahí de casualidad; también le dije que estudiaba en Buenos Aires pero mucho no le importó. Eso es lo mágico de un pueblo tan pequeño: a las chicas las conformas con un auto y un guiño de estrella.
Malena (la sobrina tan pérfida como encantadora), no me permitió quedarme con la Juana de cuarenta años y sonrisa natural, sino que me obligó a despedirla a través de supersticiones persecutorias: "Mirá que La Gorda no se va a poner contenta si te vas sin verla". Mirá que La Gorda va a querer que la veas, sin excusas, en un ataúd, en un cajón de zapallos, tras la cortina de la ducha, entre dos sábanas que bailan por la brisa: ¡sea como sea!
Entonces entré, por las dudas.
Ahí yaciente, de rostro enjuto y color gris, con los brazos cruzados sobre el pecho, no me pareció tan amenazante. En los hombros llevaba una mañanita tejida de lana negra: entonces tuve una revelación muy nítida. Doña Juana era conocida por tejer para bautizos y coser las ropas (y algunos ropajes) del barrio. Recordé su boca roja en un destello, como utilizaba cada músculo e inflexión de los labios para realizar acrobacias expertas con las agujas de coser. Las chupaba, las absorbía, las hacía girar en trompos, unas sobre las otras, coordinadas, en elipse. ¡Todo un espectáculo! A veces me la quedaba mirando hipnotizado hasta que ella me posaba los ojos y para evitar hablarle me levantaba e iba a dibujar formas en el barro del río con alguna ramita. Una cena en la que no había conversación aparente, le pregunté a mamá como es que la vecina hacía "eso" con las agujas en la boca. Me dijo que ahuecaba la lengua (hizo el gesto ilustrativo) y enrolladas las movía en círculos; dijo que era peligroso, pero que lo hacía sin pensar (o para pensar, no recuerdo).
Volví a salir al cielo crepuscular en el mismo estado de insignificancia, algo así como con el pecho barrenado. Dudé si prenderme un segundo (y tercer y cuarto) cigarrillo y fumarlo con la luna de sombrero, o irme a casa y recostarme para quedarme dormido con la luz del televisor tapizando las paredes. Malena me seguía a todos lados, pero para su desilusión no tenía ni auto ni iba a prometerle un romance de visitas en el sur y escapadas a Capital. Me despedí y desaparecí tan misteriosamente como llegué.
A la vuelta el portón de entrada estaba abierto, y antes de entrar miré en derredor a la calle vacía y gris. En la casa de la esquina, esa de hierba alta y huellas de perro marcadas en el cemento, serpenteaban una hilera de sábanas, pero no con la libertad de veinte años atrás: la hierba crecida se balanceaba por la brisa con el movimiento de una marea verde y apresaba el tendedero.
Doña Juana estaba ahí en el rellano, no en el ataúd como hasta hacía unos minutos. El  rostro de esa Juana lucía rozagante, del color y la textura del lomo de un chancho. En la falda tenía mi pantalón descosido de cuando las caderas no me sobrepasaban la talla S; con una mano firme hundía la aguja y la volvía a hacer aparecer imitando las piruetas de un delfín que emergía dando saltos. Apretadas entre dos labios opulentos apuntaban tres agujas en todas las direcciones posibles. Hacía frío afuera,  pero me quedé para ver una última vez el espectáculo de las agujas: las chupaba, las absorbía, las hacía girar en trompos, unas sobre las otras, coordinadas, en elipse.  Las acrobacias seguían intactas e incluso mejores, más rápidas.
En un segundo tuve dos ojos purpúreos y llenos de misterios encima: Juana me miraba. No me acobardé como cuando era un niño, porque el polvo es polvo y ahí se quedará; la saludé asintiendo y ella me respondió con otro cabeceo.
Adiós, Doña Juana.
La casa, según me contó mamá, se alquiló un año después a una pareja  de uruguayos ermitaños. Nadie extrañó a Doña Juana, menos yo, pero inexplicablemente ese hueco en el pecho siguió ahí sin cicatrizar… como agujereado. O pinchado.
© Francisco Rapalo

FRANCISCO RAPALO



Francisco Rapalo (21) creció en un pueblo agrario de la provincia de Santa Fe, en el norte la bota, y su vida pasó entre San Guillermo y la capital cordobesa, donde nació. El mundo fantástico llegó a él por medio de su abuela materna, y desde esos primeros libros de aventura y fantasía épica, se cultivó no sólo en el arte de la lectura sino también en el de la escritura. Actualmente estudiante de Licenciatura en Psicología, define el espectro de lo fantástico como inabarcable, una fuente de constante reciclaje en la que ni los viejos ni los nuevos lo dijeron todo. Su estilo toma destellos de diferentes géneros como el terror, el realismo sucio, policial y otros.

Escribe habitualmente para la Revista SHD Magazine

Su topic es: Bon Appétit lectores, mastiquen con cuidado.



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