PERSECUCIONES
“El móvil es un Citroën fucsia
3CV Tomás Caminó Oscuro 282 con dos masculinos adentro, cambio”.
Lacunza no lo podía creer. ¿A qué idiotas
se les ocurriría escapar en un auto como ése? Enseguida lo localizaron, en la 9
de Julio, rumbo al microcentro. El vehículo llevaba ruedas patonas, la
carrocería estaba levantada varios centímetros. Los policías se rieron del
automóvil y de la bocina que, además, simulaba el croar de una rana. Para
completar el concierto, ellos hicieron sonar la sirena, entonces el Citroën aceleró. Lacunza, de rasgos duros y piel
cobriza, supuso esto como una ofensa personal a su uniforme, a sus años de
instrucción, y las palabras del comisario, en ese preciso instante, volvieron a
retumbar en sus oídos: “Yo creo que deberían ser más exigentes en la Escuela de Policía, para
que no le den trabajo a mantequitas como usted”. Herido en su orgullo, Lacunza
se había prometido ser el más eficiente, y no le temblaría la mano ante una
decisión difícil. Demostraría a quien lo había humillado que sus juicios eran
equivocados.
Afuera de sus pensamientos, el patrullero
siguió esquivando automóviles. Lacunza pensó que la persecución que
protagonizaba se parecía a una que lo hostigaba por las noches, con forma de
pesadilla, de manera recurrente. En ella, un delincuente al que había
perseguido y estaba a punto de detener, levantaba las manos y, en un descuido
de Lacunza, descubría un revólver (por capricho del sueño sabía que la marca
era Detective) para apuntarle al abdomen. Después del tiro, con el ardor y la
pólvora esparciéndose en las tripas, Lacunza se desplomaba sobre el asfalto. Y
esta era la parte en donde la vigilia, por suerte, venía por él.
Se sorprendió con la mano en el estómago.
Habría asegurado que le dolía. Nerviosísimo, chilló:
—¡Dale, dale que los tenemos!
El otro, cuyos brazos y pies maltrataban
los controles del auto, lo miró sorprendido.
—¡Eh, pará, no me grités!
Lacunza lo miró inquisitivo. Vio que ahora
pasaban la Avenida
de Mayo. Palpó su arma. A esa altura, comprobaron que el Citroën incrementaba la velocidad.
—¡Pero es más rápido que esta lancha! —se
quejó el otro.
Entonces, como esperando su turno,
volvieron los recuerdos, esta vez, personificados en “el Rubio”, cuando Lacunza
todavía estaba del otro lado y los equivocados eran “los otros”. Mestizo, de
cabeza grande y piernas cortas, al Rubio lo había baleado la policía; sus
cómplices, apurados, lo habían llevado a un centro asistencial. “Es que si te
llevamos a un hospital caés adentro seguro”, le había dicho él mismo,
ensangrentándose las manos con el cuerpo chorreante de su amigo. El médico que
lo atendió, por suerte, no vino con eso de que “claro, yo te curo y mañana me
sacás hasta lo que no tengo”. El problema fue otro: no había anestesia. Apenas
contaban con los implementos mínimos, de modo que mientras el Rubio estaba que
se moría, los de la banda lo llenaron de porro y whisky para dormirlo y dejarlo
inconsciente. El médico, Lacunza aún lo recordaba, hizo lo que pudo. También
ensangrentado, el doctor no tardó en asegurar que lo mejor era llevarlo urgente
a un hospital, que si no el Rubio se iba. Lacunza, en un instante, vio otra vez las ruedas
patonas del Citroën y luego volvió al recuerdo: “A un hospital no te llevamos.
Hasta acá llegamos, viejo”, le había dicho Faure, el capo, bello, siniestro,
acostumbrado a despreciar a los otros. Tal vez por eso, años más tarde, Lacunza
tenía una cachiporra en el cinto. Y se había muerto ahí nomás el Rubio: en sus
brazos, drogado, chupado y con un agujero más grande que sus vómitos. No, él no
quería terminar así, y ahora, ahí estaba, persiguiendo a unos delirantes que
salían a robar con un Citroën fucsia, y maldiciendo a Faure, claro. Ahí estaba,
como si el tiro de la pesadilla le doliese de veras, rezándole al San Jorge del
reverso de la gorra, porque las estampitas de San La Muerte y el Gauchito Gil ya
no tenían lugar en su fe. Hasta de santos había cambiado al entrar a la Policía.
De repente, como un bólido, vio al Citroën bordear el Obelisco y, debido a lo
arriesgado de la maniobra, quedó inclinado en dos ruedas por unos segundos.
Lacunza se maravilló ante aquella audacia. Y cuando parecía que el vehículo iba
a apoyarse al fin sobre las cuatro ruedas, fugaz e inesperadamente, volcó. Un
ruido seco, a vidrio que estalla, azotó la avenida, como si la ausencia de
otros automóviles exaltase el estruendo.
Lacunza vio cómo los delincuentes salían
del coche; parecían zombis, de movimientos morosos y atontados por el impacto.
Una extraña inmovilidad se apoderó de los transeúntes en las veredas y en las
plazoletas laterales.
—¡Alto, policía! —gritó Lacunza al bajar
del patrullero junto con el otro.
Las palabras del comisario zumbaron de
nuevo en su cabeza, como una música atonal: “¿Usted oyó hablar del comisario
Meneses?”. Lacunza quería salirse de sus cavilaciones, pero no pudo. “Bueno, le
cuento —agregó el comisario—. Usted nunca llegará a ser como él, ¿sabe por qué?
Porque él fue policía para proteger al ciudadano, él quería el bien común; en
cambio, usted es policía porque necesita el laburo y la obra social”. Lacunza
abrió los ojos, los de adentro y los de afuera. “A mí me da mucha bronca tener
a cargo gente como usted —continuó el comisario, desde el fondo del recuerdo—. Se
creen que porque tienen un arma se van a llevar el mundo por delante, ni hablar
de cuando se les escapa un tiro, aunque para mí que usted no mata ni una mosca.
La institución se bastardeó, Lacunza, y es verdad que uno tiene que hacer
alguna que otra cosita que antes no hacía, porque si le llega a pedir unos
mangos a la
Departamental para la luz o el teléfono, se le cagan de risa
en la cara a uno. ¿Entiende? Usted es de los que no se la bancan, de los que
manguean la pizza, el boleto del colectivo y se creen piolas; acá hay que pagar
el precio, Lacunza, pero usted no tiene ni siquiera cambio en monedas.”
Los del Citroën fucsia, ahí afuera, levantaron las manos;
uno de ellos era muy joven, parecía un adolescente; el otro, lo doblaba en
edad. La gente, alrededor, comenzó a acercarse, como si estuviesen presenciando
un espectáculo. Sólo llegaron a percibir el peligro de la situación cuando uno
de los delincuentes, el mayor, hizo un movimiento similar al que hacía el
hombre del sueño de Lacunza, con el revólver Detective. Lacunza no dudó: asió
fuerte la Browning ,
apuntó al abdomen y disparó. Mientras la detonación lo tiraba para atrás, por
un segundo le pareció ver la cara de Faure. Cuando se acercó, confirmó ese
presentimiento, tan azarosa e increíble es la vida a veces.
Se quedó mirando el rostro de su ex
compañero, abatido, como desmembrado en la calle, con un hilo de sangre en la
boca y una inmensa aureola roja en el estómago. Si estuviese el Rubio, pensó,
haría todo para salvarlo, hasta lo llevaría a un hospital, porque él no era de
su calaña.
—Faure, hijo de mil putas, pudrite —le
dijo.
—…
El compañero, que hablaba por handy, le
dijo que cerrara la boca.
—¿No ves que ya está muerto? —agregó.
Al lado de Faure, o de lo que quedaba de
él, el adolescente temblaba. Lacunza quería gritar su felicidad. Sin embargo,
eligió la mesura, pensando para sus adentros que esta vez sí lo había logrado,
y que había sido más que eficiente, porque con un solo tiro, con uno solo,
había quebrado el asedio de la pesadilla, se había vengado del turro de Faure,
y encima, quizá hasta se ganaba la aprobación del comisario.
Ya era hora, volvió a decirse Lacunza,
mientras le daba un beso a la estampita de San Jorge y volvía a ponerse la
gorra, satisfecho.
© Gustavo Di Pace
GUSTAVO DI PACE
Gustavo Di Pace (1969). Publicó Los patios interiores (cuentos),
Libris de Longseller, 2003, Mi yo multiplicado y El chico del ataúd (cuentos),
Alción Editora, 2011 y 2014 respectivamente, y cuentos en diversas antologías y
revistas de Argentina, México y España. Escribió también Tuya es la sangre (novela
policial-2007) de próxima publicación y Para entrar en estado literario (ensayos sobre
literatura) aún inédito.
Fue jurado en concursos literarios, dio charlas,
talleres y cursos de Escritura Creativa y literatura en diversos ámbitos
académicos y culturales del país. Desde 2002 coordina El Respiradero, su taller
literario.
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