Mostrando entradas con la etiqueta Gustavo Di Pace. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gustavo Di Pace. Mostrar todas las entradas

sábado, 30 de abril de 2016

TUYA ES LA SANGRE - Una novela de GUSTAVO DI PACE


TUYA ES LA SANGRE
Una novela de Gustavo Di Pace
El jueves 28 de abril a las 19.00 hs,, en la Sala Juan L. Ortíz de la Biblioteca Nacional, tuve el inmenso placer de presentar TUYA ES LA SANGRE, la primer novela de Gustavo Di Pace. Estas son, mutatis mutandi, las palabras que dije esa noche y que quiero compartir con todos ustedes.

TUYA ES LA SANGRE, la novela de Gustavo Di Pace, versa sobre el asesinato del actor Salvador Navas en la habitación 12 de la Pensión Suecia, una pensión de mala muerte de por acá nomás, como que queda en la calle San Luis, entre Paso y Av. Pueyrredón. Un fotógrafo de revistas, devenido en fotógrafo policial, oficia de detective vocacional.
Asesinato. Detective. Investigación. ¿Estaremos en presencia de literatura policial? Si bien es cierto que la existencia de un crimen es condición sine qua non, no alcanza la presencia de un acto criminal para transformar a una narración en policial. Luego, ¿Qué convierte a un cuento, relato, novela en policial? ¿Qué lo excluye? La verdad, nada demasiado concreto.
¿Entonces? Acudamos a los que saben. Lo que podemos esperar es un crimen misterioso, normalmente un asesinato, en torno al cual se centra todo; un círculo cerrado de sospechosos, todos ellos con móvil, medios y oportunidades para haberlo cometido, un detective, aficionado o profesional, que se aparece cual deidad vengadora para resolverlo; y, al final del libro, una solución a la que el lector debería poder llegar por deducción lógica a partir de las pistas introducidas en la novela mediante artificios engañosos pero sin olvidar las normas básicas del juego limpio (Cfr. James, P.D. “Todo lo que sé sobre novela negra”, Ediciones B, Barcelona, 2010, pág. 18).
Un detective, aficionado o profesional. Si yo les preguntara cuáles son los detectives (literarios) más famosos, probablemente el censo estuviera orientado al Chevalier Auguste Dupin, Sherlock Holmes, el padre Brown y Monsieur Poirot. Y si le gustan las historias con menos ajedrez cerebral y más músculo, seguro que los nombres irían para el lado de Philip Marlowe y Sam Spade. Y si esa fuera nuestra elección, estaríamos hablando por un lado de los clásicos Edgar Alan Poe, Sir Arthur Conan Doyle, Chesterton y Agatha Christie y por el otro, de los rudos: Raymond Chandeler y Samuel Dashiell Hammett.
Sin embargo, pese a la entidad de los autores invocados y la masiva aceptación de las historias protagonizadas por sus criaturas, muchos todavía consideran a este tipo de literatura como un género “menor”, una suerte de hijo bastardo de la literatura “seria”. Al punto que autores, editores y críticos no se ponen de acuerdo en cómo llamarla: novela policíaca, novela de misterio, detectivesca, de persecución, de suspenso, thriller, negra, dura, hard-boiled.
Vamos a tratar de clarificar un poquito la cosa. Nuestro catálogo de detectives favoritos ya nos enuncia que como mínimo, hay dos grandes corrientes. Una es la llamada escuela inglesa donde generalmente el detective es alguien que, sumido en el aburrimiento de su rango social, se le da por inmiscuirse en la resolución de un crimen, resolución a la que accede merced a sus asombrosos poderes de observación, un análisis minucioso y pormenorizado de las pruebas y una lógica irrefutable que, tras no pocos desvíos y pistas falsas, le permite mediante un diáfano silogismo, desenmascarar el asesino.
En el otro extremo, tenemos la llamada escuela americana (la ya citada hard-boiled. Quizás nos sirva para situarnos de qué estamos hablando, si pensamos que en inglés se usa la misma expresión para referirse a los huevos duros, es decir, hervidos hasta endurecer). Y el término no podría resultar más elocuente porque este desprendimiento del género empieza a tomar cuerpo a partir de la Gran Depresión de la década del 30’. Aquí el detective ya no es un caballero sino que resulta un sujeto apenas un poco menos canalla que los rufianes del caso. Y a veces, ni apenas. Son historias que se vuelven de consumo masivo (en ediciones pulp) y que tienen un foco marcado en lo social, la crisis, la corrupción, el bajofondo, la violencia y el sexo; todo contado con un lenguaje crudo, con el argot de la calle y sin ninguna elipsis o eufemismo.
Y ya que hablamos del argot de la calle, que nos remite a nuestro lunfardo, cabe preguntarse si por estas pampas australes hay un “policial” con características propias. En el prólogo a Diez cuentos policiales argentinos, la primera antología de autores nacionales del género, el compilador, Rodolfo Walsh dice: “Hace diez años, en 1942, apareció el primero libro de cuentos policiales en castellano. Sus autores eran Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Se llamaba Seis problemas para don Isidro Parodi”.
No es por enmendarle la plana a Walsh, justamente, pero a mí me gustaría recordar aquí que un día de febrero de 1927, un muchachito de cabellos sobre la frente subió las escaleras del diario Crítica y le pidió trabajo al mítico Natalio Botana. Al día siguiente, ese muchachito, sí, nuestro Roberto Arlt, era cronista policial en la página que dirigía Silverio Manca. Cada viernes, Crítica le publicó un artículo sobre un crimen, un robo, un accidente o un suceso bizarro. Esos artículos inauguraron una forma de contar muy nuestra. Años después, el propio Walsh, a partir de Variaciones en Rojo reescribió el género alumbrando pequeñas parábolas, alegorías y formas breves de la prosa que toma de Kafka, de Borges o de Brecht (Cfr. Piglia, Ricardo, prólogo de Walsh “Cuentos Completos”.
¿Pero por qué nos gustan las historia de detectives? Seguramente por “el suspenso, el miedo que provoca ansiedad en el lector, el ritmo narrativo y la intensidad de la acción, la violencia y el heroísmo individual” (Cfr. Giardinelli, Mempo. “El género negro”, Capital Intelectual, 2013, pág. 25) pero también nos gustan porque “el contenido social originario de las historias detectivescas es la difuminación de las huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad (Cfr. Benjamin, Walter. “Detective y el régimen de la sospecha”).
Buenos Aires es una gran ciudad. Y nuestro fotógrafo, detective vocacional, mientras trata de resolver la muerte de Navas, desanda en un constante contrapunto, la muerte irresuelta de su propio padre. De hecho, TUYA ES LA SANGRE empieza con un “A mi viejo lo mataron”. Hay en toda la novela, un diálogo interior que oscila entre la muerte de Navas, la muerte del padre, la muerte de Navas. Matar al padre. En el nombre del padre. Nuestro detective hard-boiled argento revisa su historia vital a partir de la muerte del padre en rollos de 36, 24 y 12 fotos. Y claro, las fotos veladas...
En ocasión de reseñar “EL CHICO DEL ATAÚD” (Alción Editora- Cuentos, 2014) decía que nuestro autor tiene “Una prosa amena, sólida, sin fisuras… que sin pontificar ni alardear con la posesión de receta alguna, reflexiona en torno a aquello que fingimos eludir y que es para lo que hemos venido al mundo” que no es sino, completar las dos imperativas fechas, como quería Borges. La vida es meditación de la muerte, dijo algún poeta. Gustavo celebra la vida chapaleando en la muerte de Navas y sus derivaciones. Y lo hace de modo admirable, presentando pistas que remiten a pequeños detalles de la vida cotidiana, reflejando con acierto las costumbres sociales de estos tiempos tan contemporáneas.
TUYA ES LA SANGRE es sin duda una gran novela policial. Nos da un detective que se nos parece mucho en nuestras inconsistencias, nuestras dudas, nuestro peregrinar por la vida, tratando de resolver ese gran enigma que es la muerte.
Hacia finales del siglo XIX, un crítico victoriano que escribía para la revista Blackwood’s Magazine, concluía su artículo sobre las historias de Sherlock Holmes con las siguientes palabras: “Considerando la dificultad de dar con invenciones que resulten mínimamente novedosas, este negocio del sensacionalismo no tardará en agotarse”.
Nunca una profecía estuvo tan errada.
El género policial se desarrolló, creció, se reinventó y en este lado del Río de la Plata fructificó con un sabor particular, desde una temprana adopción por Groussac, Eduardo Holmberg, Horacio Quiroga, más tarde por Arlt, Borges, Bioy, el padre Castellani y Rodolfo Walsh y ahora también, por nuestro amigo Gustavo Di Pace. ¡Tuya es la sangre!

© Pablo Martínez Burkett, 2016

Gustavo Di Pace (1969). Publicó Los patios interiores (cuentos), Libris de Longseller, 2003, Mi yo multiplicado y El chico del ataúd (cuentos), Alción Editora, 2011 y 2014 respectivamente, y cuentos en diversas antologías y revistas de Argentina, México y España. Acaba de publicar Tuya es la sangre (Alción Editora, 2016) y tiene en preparación Para entrar en estado literario (ensayos sobre literatura) aún inédito. Fue jurado en concursos literarios, dio charlas, talleres y cursos de Escritura Creativa y literatura en diversos ámbitos académicos y culturales del país. Desde 2002 coordina El Respiradero, su taller literario.


Muchas gracias por visitar EL ECLIPSE DE GYLLENE DRAKEN. Si te parece, puedes dejar un comentario. Conocer tu opinión es muy importante para los que hacemos el blog. Si te ha gustado o crees que a alguien más le pudiera gustar, te pedimos por favor que lo compartas en las redes sociales. Gracias otra vez. Y esperamos que vuelvas.

martes, 1 de septiembre de 2015

EL CHICO DEL ATAÚD de Gustavo Di Pace




Leímos “EL CHICO DEL ATAÚD” de Gustavo Di Pace (Alción Editora- Cuentos, 2014). 

Una prosa amena, sólida, sin fisuras. Pero por sobre todas las cosas, un manojito de historias que sin pontificar ni alardear con la posesión de receta alguna, reflexiona en torno a aquello que fingimos eludir y que es para lo que hemos venido al mundo. Y en este sentido, se me ocurren numerosas genealogías en Gustavo, pero elijo a Lovecraft, aquel que convirtió a nuestros terrores más antiguos en una pesadilla viscosa de la que ya fue imposible salir.



En efecto, en los nueve cuentos que integran esta colección siempre hay un soñador que no distingue los vagos límites entre lo real y lo ilusorio. A veces oficia como alguien que quiere imponer su sueño a la realidad; otras veces, como quien es incapaz distinguir ya sueños de ese otro sueño que llamamos vigilia; y otras, casi a manera de un precipitado médium, se descubre actuando el sueño de otro. Y todo bajo un constante marco ominoso, como si se estuviera al borde de cometer algo prohibido, perpetrar un crimen moral o correr el velo a aquello que no debe ser revelado.

“EL CHICO DEL ATAÚD” es un estado alterado de conciencia, un grado ulterior de percepción donde es posible advertir una sucesión de juegos especulares, sueños dentro del sueño, simulacros que se saben soñados por otros, transmigraciones a través de una porosa realidad, siempre elusiva siempre vacante. 

Entre los que profesan el hinduismo es creencia que no somos sino el sueño de una divinidad dormida. Este dios, el omnipresente Vishnú, yace en algún lugar del mundo espiritual y de su respiración emanan una diversidad de universos materiales. No son pocas las teologías y filosofías que se aventuran en esta metáfora recurrente: el espíritu informa la innumerable materia de la que estamos hechos. Somos el sueño de un dios, somos su aliento dormido. Somos el brillo divino de ese sueño. Por su parte, en la física cuántica hay quienes arriesgan que el universo mismo sería un holograma. Para decirlo en forma sencilla me voy a valer de la poética explicación del Dr. Leonard Hofstadter: “el principio holográfico postula que lo que experimentamos todos los días en tres dimensiones podría ser, solamente, la información ubicada en el confín del cosmos. Así que es posible que nuestras vidas fueran, en realidad, la representación de una obra pintada en el gran lienzo del universo”.

Curiosamente, en terrenos tan antípodas se confluye sobre una misma idea: somos el sueño de otro, somos el trazo de otro que pinta el universo. Y en este caso, uno arriesga, Gustavo es el otro que se sueña, mapa incluido dentro del mapa que nos interpela y nos asombra. Porque pese a lo heterogéneo de las situaciones (sea por ejemplo, un hombre que se sueña niño, llevando a la rastra el ataúd de su padre; un eviscerador mortuorio que entre los intersticios del lenguaje legal se hace tiempo para reflexionar en torno a la vida y la muerte; un soñador que no recuerda lo soñado o un detalle si por colateral no menos escatológico en el retrato postrero del ilustre sanjuanino) el resultado es unívoco. La sucesión de sueños aletean sobre una misma conclusión: “los ataúdes no son para abrirse sino para cerrarse”. Una vital meditación sobre la muerte.

“EL CHICO DEL ATAÚD” nos recuerda que, como Alonso Quijano en su lecho de muerte, quizás sea tiempo de comprender, con alivio pero con terror, que no somos sino una apariencia soñada por otro. Que un libro logre afrontar esa paradoja y permitirnos salir más o menos bien parados (y hasta con cierta elegancia) es un indudable mérito. El resto, corresponde a una solidez narrativa, muy correcta y que siempre trata bien al lector.

Un placer leer a Gustavo Di Pace.



© Pablo Martínez Burkett, 2015




Muchas gracias por visitar EL ECLIPSE DE GYLLENE DRAKEN. Si te parece, puedes dejar un comentario. Conocer tu opinión es muy importante para los que hacemos el blog. Si te ha gustado o crees que a alguien más le pudiera gustar, te pedimos por favor que lo compartas en las redes sociales. Gracias otra vez. Y esperamos que vuelvas.

lunes, 15 de diciembre de 2014

EL AUTOR INVITADO: GUSTAVO DI PACE



PERSECUCIONES

“El móvil es un Citroën fucsia 3CV Tomás Caminó Oscuro 282 con dos masculinos adentro, cambio”.
Lacunza no lo podía creer. ¿A qué idiotas se les ocurriría escapar en un auto como ése? Enseguida lo localizaron, en la 9 de Julio, rumbo al microcentro. El vehículo llevaba ruedas patonas, la carrocería estaba levantada varios centímetros. Los policías se rieron del automóvil y de la bocina que, además, simulaba el croar de una rana. Para completar el concierto, ellos hicieron sonar la sirena, entonces el Citroën aceleró. Lacunza, de rasgos duros y piel cobriza, supuso esto como una ofensa personal a su uniforme, a sus años de instrucción, y las palabras del comisario, en ese preciso instante, volvieron a retumbar en sus oídos: “Yo creo que deberían ser más exigentes en la Escuela de Policía, para que no le den trabajo a mantequitas como usted”. Herido en su orgullo, Lacunza se había prometido ser el más eficiente, y no le temblaría la mano ante una decisión difícil. Demostraría a quien lo había humillado que sus juicios eran equivocados.
Afuera de sus pensamientos, el patrullero siguió esquivando automóviles. Lacunza pensó que la persecución que protagonizaba se parecía a una que lo hostigaba por las noches, con forma de pesadilla, de manera recurrente. En ella, un delincuente al que había perseguido y estaba a punto de detener, levantaba las manos y, en un descuido de Lacunza, descubría un revólver (por capricho del sueño sabía que la marca era Detective) para apuntarle al abdomen. Después del tiro, con el ardor y la pólvora esparciéndose en las tripas, Lacunza se desplomaba sobre el asfalto. Y esta era la parte en donde la vigilia, por suerte, venía por él.
Se sorprendió con la mano en el estómago. Habría asegurado que le dolía. Nerviosísimo, chilló:
—¡Dale, dale que los tenemos!
El otro, cuyos brazos y pies maltrataban los controles del auto, lo miró sorprendido.
—¡Eh, pará, no me grités!
Lacunza lo miró inquisitivo. Vio que ahora pasaban la Avenida de Mayo. Palpó su arma. A esa altura, comprobaron que el Citroën incrementaba la velocidad.
—¡Pero es más rápido que esta lancha! —se quejó el otro.
Entonces, como esperando su turno, volvieron los recuerdos, esta vez, personificados en “el Rubio”, cuando Lacunza todavía estaba del otro lado y los equivocados eran “los otros”. Mestizo, de cabeza grande y piernas cortas, al Rubio lo había baleado la policía; sus cómplices, apurados, lo habían llevado a un centro asistencial. “Es que si te llevamos a un hospital caés adentro seguro”, le había dicho él mismo, ensangrentándose las manos con el cuerpo chorreante de su amigo. El médico que lo atendió, por suerte, no vino con eso de que “claro, yo te curo y mañana me sacás hasta lo que no tengo”. El problema fue otro: no había anestesia. Apenas contaban con los implementos mínimos, de modo que mientras el Rubio estaba que se moría, los de la banda lo llenaron de porro y whisky para dormirlo y dejarlo inconsciente. El médico, Lacunza aún lo recordaba, hizo lo que pudo. También ensangrentado, el doctor no tardó en asegurar que lo mejor era llevarlo urgente a un hospital, que si no el Rubio se iba. Lacunza, en un instante, vio otra vez las ruedas patonas del Citroën y luego volvió al recuerdo: “A un hospital no te llevamos. Hasta acá llegamos, viejo”, le había dicho Faure, el capo, bello, siniestro, acostumbrado a despreciar a los otros. Tal vez por eso, años más tarde, Lacunza tenía una cachiporra en el cinto. Y se había muerto ahí nomás el Rubio: en sus brazos, drogado, chupado y con un agujero más grande que sus vómitos. No, él no quería terminar así, y ahora, ahí estaba, persiguiendo a unos delirantes que salían a robar con un Citroën fucsia, y maldiciendo a Faure, claro. Ahí estaba, como si el tiro de la pesadilla le doliese de veras, rezándole al San Jorge del reverso de la gorra, porque las estampitas de San La Muerte y el Gauchito Gil ya no tenían lugar en su fe. Hasta de santos había cambiado al entrar a la Policía.
De repente, como un bólido, vio al Citroën bordear el Obelisco y, debido a lo arriesgado de la maniobra, quedó inclinado en dos ruedas por unos segundos. Lacunza se maravilló ante aquella audacia. Y cuando parecía que el vehículo iba a apoyarse al fin sobre las cuatro ruedas, fugaz e inesperadamente, volcó. Un ruido seco, a vidrio que estalla, azotó la avenida, como si la ausencia de otros automóviles exaltase el estruendo.
Lacunza vio cómo los delincuentes salían del coche; parecían zombis, de movimientos morosos y atontados por el impacto. Una extraña inmovilidad se apoderó de los transeúntes en las veredas y en las plazoletas laterales.
—¡Alto, policía! —gritó Lacunza al bajar del patrullero junto con el otro.
Las palabras del comisario zumbaron de nuevo en su cabeza, como una música atonal: “¿Usted oyó hablar del comisario Meneses?”. Lacunza quería salirse de sus cavilaciones, pero no pudo. “Bueno, le cuento —agregó el comisario—. Usted nunca llegará a ser como él, ¿sabe por qué? Porque él fue policía para proteger al ciudadano, él quería el bien común; en cambio, usted es policía porque necesita el laburo y la obra social”. Lacunza abrió los ojos, los de adentro y los de afuera. “A mí me da mucha bronca tener a cargo gente como usted —continuó el comisario, desde el fondo del recuerdo—. Se creen que porque tienen un arma se van a llevar el mundo por delante, ni hablar de cuando se les escapa un tiro, aunque para mí que usted no mata ni una mosca. La institución se bastardeó, Lacunza, y es verdad que uno tiene que hacer alguna que otra cosita que antes no hacía, porque si le llega a pedir unos mangos a la Departamental para la luz o el teléfono, se le cagan de risa en la cara a uno. ¿Entiende? Usted es de los que no se la bancan, de los que manguean la pizza, el boleto del colectivo y se creen piolas; acá hay que pagar el precio, Lacunza, pero usted no tiene ni siquiera cambio en monedas.”
Los del Citroën fucsia, ahí afuera, levantaron las manos; uno de ellos era muy joven, parecía un adolescente; el otro, lo doblaba en edad. La gente, alrededor, comenzó a acercarse, como si estuviesen presenciando un espectáculo. Sólo llegaron a percibir el peligro de la situación cuando uno de los delincuentes, el mayor, hizo un movimiento similar al que hacía el hombre del sueño de Lacunza, con el revólver Detective. Lacunza no dudó: asió fuerte la Browning, apuntó al abdomen y disparó. Mientras la detonación lo tiraba para atrás, por un segundo le pareció ver la cara de Faure. Cuando se acercó, confirmó ese presentimiento, tan azarosa e increíble es la vida a veces.
Se quedó mirando el rostro de su ex compañero, abatido, como desmembrado en la calle, con un hilo de sangre en la boca y una inmensa aureola roja en el estómago. Si estuviese el Rubio, pensó, haría todo para salvarlo, hasta lo llevaría a un hospital, porque él no era de su calaña.
—Faure, hijo de mil putas, pudrite —le dijo.
—…
El compañero, que hablaba por handy, le dijo que cerrara la boca.
—¿No ves que ya está muerto? —agregó.
Al lado de Faure, o de lo que quedaba de él, el adolescente temblaba. Lacunza quería gritar su felicidad. Sin embargo, eligió la mesura, pensando para sus adentros que esta vez sí lo había logrado, y que había sido más que eficiente, porque con un solo tiro, con uno solo, había quebrado el asedio de la pesadilla, se había vengado del turro de Faure, y encima, quizá hasta se ganaba la aprobación del comisario.
Ya era hora, volvió a decirse Lacunza, mientras le daba un beso a la estampita de San Jorge y volvía a ponerse la gorra, satisfecho.


© Gustavo Di Pace

GUSTAVO DI PACE



Gustavo Di Pace (1969). Publicó Los patios interiores (cuentos), Libris de Longseller, 2003, Mi yo multiplicado y El chico del ataúd (cuentos), Alción Editora, 2011 y 2014 respectivamente, y cuentos en diversas antologías y revistas de Argentina, México y España. Escribió también Tuya es la sangre (novela policial-2007) de próxima publicación y Para entrar en estado literario (ensayos sobre literatura) aún inédito. 
Fue jurado en concursos literarios, dio charlas, talleres y cursos de Escritura Creativa y literatura en diversos ámbitos académicos y culturales del país. Desde 2002 coordina El Respiradero, su taller literario.


Gracias por visitar El Eclipse de Gyllene Draken. Nos encantaría conocer tu opinión sobre esta entrada. Si te parece, puedes dejar un comentario. Si te ha gustado (o no) o crees que a alguien más le pudiera gustar, te pedimos por favor que lo compartas en las redes sociales. Esperamos que vuelvas