lunes, 16 de febrero de 2015

EL AUTOR INVITADO: Cristian Godoy




SOLUCIONES INMEDIATAS

El taxista se preguntaba por qué la vieja, si apenas le quedaban dos plumas locas, rociaba su cabeza con ese veneno. Odiaba tener que apagar el cartelito que decía “libre” y convertirse en esclavo de sus pasajeros. El trayecto hasta las oficinas era corto. La señora Lidia le pidió que condujera más despacio porque a la primera frenada o loma de burro, el paquete podía saltar por los aires. Se la notaba hecha un manojo de nervios, el cinturón de seguridad parecía estar oprimiéndola hasta quitarle el aire. El taxista murmuró algo entre dientes. Redujo la velocidad y puso más alto el volumen del estéreo.
El tufo a spray potenciaba aquel otro más pequeño, aunque en definitiva presente, tanto o más desagradable, de la colonia floral con que la vieja había bañado su blusa, cuello y muñecas. Estaba vestida con la ropa de salir, su cartera más fina, y los zapatos, a pesar de los juanetes. No ameritaba arreglarse tanto para iniciar un simple trámite en unas oficinas, pero ella rara vez salía si no era cuando cobraba la miseria de pensión en el banco. Antes le gustaba ir al cine. Ya no podía subir las escaleras.
Tanto oler flores a la fuerza hizo que el taxista evocara un velorio y entonces imaginase a la vieja metida en un ataúd. Según sus cálculos, rondaría los noventa años. El paquete era del tamaño de una torta, envuelto en papel madera y atado con una cinta. Aunque sobrara espacio en el asiento, ella prefería llevarlo sobre el regazo.
Adentro de la cartera, esto último no podía saberlo el taxista, había un monedero con poquísima plata. Sin embargo, Lidia se veía obligada a gastar en un taxi porque no podía caminar esa cantidad de cuadras ni subirse a un colectivo. Había meses que no le alcanzaba para los remedios. En cambio, la comida no era problema: a cierta edad se aplaca el apetito o sencillamente desaparece.
Llegaron a destino. Lidia bajó la ventanilla, asomó afuera la cabeza y le preguntó al taxista si no podía estacionar más cerca del cordón. El hombre ni siquiera le dirigió la mirada a través del espejo retrovisor y solamente respondió que subiera de nuevo la ventanilla porque se escapaba el aire acondicionado. La vieja abrió la puerta del coche, puso un pie sobre el asfalto y después el otro. No se animaba a dejar apoyado el paquete sobre el tapizado y recogerlo después. Se hamacó varias veces hasta tomar cierto impulso, sin embargo, no consiguió pararse.
Al ver cuánto demoraba su pasajera, el taxista metió en la guantera los billetes que acababa de recibir en mano, encendió las balizas y se bajó del auto. Intentó ayudarla con el paquete pero la vieja se negó. La asió del codo con cuidado de no lastimarla. Sus brazos eran tallarines crudos. Lidia se aferró con una mano al taxista igual que un bebé cuando, para dar los primeros pasos, se agarra de las patas de los muebles. Le temblaba todo el cuerpo. El hombre la dejó sola en la vereda y se alejó con el taxi.
El edificio tenía más de veinte pisos. Lidia fue arrastrando los zapatos hasta la puerta giratoria. Su pulso no era el mismo de antaño, ni el paquete tan liviano como aparentaba. En consecuencia, no se animaba a sostenerlo con una mano para con la otra empujar la puerta. Tampoco podía caminar a la misma velocidad que el resto de la gente que entraba y salía sin parar del edificio; temía ser arrollada por los paneles.
El guardia de seguridad que estaba al otro lado del vidrio acudió a su rescate y le abrió la puerta de emergencia, que era de las comunes. Luego la guió hasta el mostrador, donde una recepcionista anotó su nombre y el número de libreta cívica. Por último, el guardia apoyó una tarjeta sobre el lector del molinete que permitía el acceso a los ascensores. Lidia no oyó el click pero observó la lucecita verde.
Las oficinas de la compañía ocupaban un piso entero. El hall estaba atestado, apenas cabía una persona más. Lidia sacó número y una mujer con delantal de empleada doméstica la llamó “abuela” y le cedió el asiento. Nuevamente, apoyó el paquete sobre su regazo. Le dio cuerda a su reloj de pulsera, que no usaba desde hacía añares, y sincronizó las agujas según la hora que dijeron por la radio.
El cartel eléctrico que indicaba los turnos estaba roto, o no querrían gastar luz. Había diez boxes pero sólo tres empleados. Todo parecía indicar que, para los dueños de la compañía, y obedeciendo al dicho popular: el ahorro era la base de la fortuna. Aunque en este caso, el ahorro ajeno y la fortuna propia. Una chica que parecía recién salida de la escuela secundaria gritaba los números en voz alta, igual que los niños cantores de la lotería. Lidia recordó las tardes en el bingo. Por aquel entonces, si bien apenas se quitaba los anteojos para dormir y ducharse, todavía diferenciaba los números en los cartones. Bajó la mirada hacia su papelito con el turno y le costó leer las cifras.
Sentía vergüenza de pedir ayuda y preguntar. Sentía vergüenza de estar ahí. Calculó que, de todas formas, habría unas veinte personas antes que ella. Se dedicó a controlar su reloj cada cinco minutos hasta que perdió la paciencia, se levantó como pudo y fue hasta uno de los boxes. En lugar de ayudarla, varios se quejaron en voz alta: no porque fuera vieja le correspondían más derechos que a los demás.
El box lo atendía la misma chica que gritaba los números. En ese momento, no había nadie sentado en su escritorio y se sonreía mientras tecleaba concentrada frente a la computadora. Lidia carraspeó para llamarle la atención, la otra le puso mala cara y preguntó en qué podía ayudarla.
— Vengo a pedir un préstamo, querida.
Ocupó una de las sillas y en la vecina apoyó el paquete. La chica no sabía cómo explicarle que nadie en su sano juicio prestaría dinero a una jubilada de noventa años. Lidia abrió la cartera, sacó el periódico de esa misma mañana y le mostró la publicidad de la compañía: “Soluciones inmediatas” decía el slogan.
Los ojos de la empleada viraron hacia el antiguo reloj de pulsera: si la señora realmente necesitaba el dinero, ella conocía una casa de empeño. Lidia revoleó el periódico de la mesa. Cómo se atrevía la mocosa a insultarla así, acaso no se daba cuenta de que ese reloj era lo único que le quedaba. El enojo la había rejuvenecido. Enseguida la chica llamó al supervisor.
Su compañero dio la cara mientras ella recogía las hojas del piso y la vieja abandonaba el box. Los que todavía aguardaban en el hall lo cercaron en círculo para exigir explicaciones por la demora. Muchos ya eran clientes y estaban furiosos con la compañía. Lidia siguió camino hasta el ascensor sin que nadie reparase en ella.
En la planta baja, el guardia de seguridad no se encontraba a la vista. Lidia no podía esperar y reunió fuerzas para empujar la puerta giratoria. Rogaba no quedarse sin cuerda antes de tiempo. Cruzó por la mitad de la calle y, aunque recibió bocinazos, insultos, y sintió los roces del viento al pasarle los autos demasiado cerca, llegó ilesa al otro cordón. Controló la hora por última vez, cerró los ojos y con las manos juntas rezó al cielo.
Segundos después, la ira de Dios hizo volar las oficinas.

© Cristian Godoy


CRISTIAN GODOY



Cristian Godoy (Ciudad de Buenos Aires, 1983). Publicó los libros de cuentos Galletitas importadas (Pánico el Pánico, 2011) y Santa Rita (Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense, 2014). Algunos de sus cuentos también se publicaron en revistas literarias como Lamujerdemivida y en antologías como Trece (Grupo Alejandría, 2011), Cuentos raros (Ediciones Outsider, 2012) y Vivan los putos (Eloísa Cartonera, 2013). Su primera novela, Campeón, aún inédita, obtuvo en 2011 el primer lugar en el Premio Municipalidad de San Salvador de Jujuy.


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