LUNES
La ciudad allá abajo es un caos que
se aplaca. Al principio hubo saqueos, histeria, gente tratando de irse del
centro como fuera. Gritos, choques, incendios, tiros, sirenas de ambulancias y
de policía, un estallido tras otro en una sucesión demasiado alucinada como para
poder creerla. Ahora, desde que amaneció, hay un silencio que mete miedo.
Porque es un silencio enfermo, sucio. Hay algo que se arrastra en él, algo que
gruñe.
Desde la terraza puedo ver sus
movimientos.
Las pantallas del cuarto de
monitoreo me dan una buena vista de las dos calles, del estacionamiento y del
frente del edificio; suficientemente buena como para saber que no es seguro
salir por ninguno de esos dos lugares.
Sé que están ahí afuera, esperando.
Primero hubo corridas, se
multiplicaron las matanzas; después comenzaron a disputarse las presas,
despedazándolas; al final parecían hordas lentas patrullando la 9 de Julio,
moviéndose con torpeza, persiguiendo el rastro de algunos perros. Cada tanto levantaban
sus ojos muertos, como si supieran que estoy acá arriba, en el edificio del BaPro.
Ahora todo parece detenido. No se ve
ningún movimiento, sólo restos y algunos cuerpos tirados.
Pero esos cuerpos a veces se mueven.
Como si algo los sacara de su sueño, pero no fuera suficiente para hacer que se
levanten.
Es tonto seguir esperando. ¿Esperando
qué?
No puedo quedarme acá para siempre.
Además tengo que volver a casa, Ana
y la nena me esperan, no las puedo abandonar.
Tengo que bajar y salir de una vez.
Lo mejor es usar las escaleras.
Márquez siempre le desconfiaba al ascensor y decía que en momentos de verdadera
necesidad no hay que depender de nada que pueda fallar.
Márquez... Qué tipo pelotudo...
Las primeras noticias aparecieron entre
el jueves y el viernes; hablaban de ataques y crímenes bestiales. El sábado a
la mañana se le aconsejaba a la gente que no saliera de su casa y para la noche
habían decretado estado de sitio, pero ya no hubo nada que detuviera la locura.
Al otro día no llegó nuestro relevo;
cuando llamé a la empresa me dijeron que nos mandarían gente en cuanto pudieran
pero que era domingo y que ya sabíamos cómo era la cosa, que Márquez y yo teníamos
que quedarnos acá hasta que se presentaran, que si llegábamos a abandonar el
puesto nos diéramos por despedidos.
A Márquez, que tenía franco al otro
día, le daba lo mismo; decía que qué me quejaba, que en el buffet había
galletitas, sánguches, lo que quisiera comer, que ahí estábamos más seguros que
afuera; pero a mí me rompió bastante las pelotas tener que quedarme.
Y encima en la tele se veía que las
cosas se ponían cada vez más jodidas.
Él se quedó abajo, en el hall. Había
estado de servicio en el 2001 cuando fueron los saqueos y los cacerolazos; no
parecía preocupado. Se había puesto el chaleco y tenía a mano la itaka que
usábamos cuando nos tocaba custodiar la carga de los blindados (“por precaución”,
me dijo; “este país no cambia más”). Nos manteníamos comunicados todo el tiempo.
A eso de las seis se supo que la Organización Mundial
de la Salud había
pedido el cierre de los aeropuertos.
Estaba por hablarle de eso cuando me
avisó por el handy que pasaba algo afuera. Me dijo “¿La ves? Viene hacia la
puerta”. La encontré en una de las pantallas: una mina joven, bien vestida pero
toda manchada de sangre, arrastraba algo con el gesto ido.
Como le adiviné la intención, le
grité: “Tené cuidado. No abrás. Esperá que bajo”.
Corrí al ascensor y nunca se me hizo
tan largo bajar estos once pisos.
Ya estaba llegando cuando escucho
que grita: “¿Dónde estás, boludo? ¡Ayudame!”
Lo encontré agarrado a la itaka, con
los ojos desorbitados.
—¡Me mordió! ¡Esa loca de mierda me mordió!
¡Me quería comer! ¡Le tuve que aplastar la cabeza para que dejara de tirárseme
encima!
Un poco más allá estaba el cuerpo de
la mina. La cabeza era una masa sanguinolenta. Parecía que Márquez le había
dado con la culata hasta cansarse. Cerca de la entrada estaba lo que había
traído arrastrando; era el cuerpo destripado de un chico.
Mi primera reacción fue correr hacia
la puerta y asegurarme de que estuviera cerrada. No sé si la seguían a ella, si
venían atraídos por el griterío o si ya se dirigían hacia el edificio desde
antes, pero unos cuantos se acercaban por la avenida.
No hizo falta mirarlos demasiado para
darse cuenta que estaban igual que ella.
Márquez sangraba mucho. Lo había
mordido en el brazo y también en la pierna, ahí le había arrancado un pedazo.
Traté de hacerle un torniquete en el muslo, pero estos cintos con abrojo del
uniforme no sirven para una mierda.
Cuando lo subí al ascensor ya
empezaban a golpear el vidrio.
Termino de bajar las escaleras hasta
el primer subsuelo, busco el Falcon y tiro el bolso adentro. En el estacionamiento
vacío, acelero a fondo y empiezo a subir por la rampa, cuando veo el portón ya
lo tengo encima. Lo arranco casi completo. Agarro la 9 de Julio y voy hacia la
autopista.
Está nublado y en cualquier momento
se larga a llover.
La ciudad está más silenciosa que
nunca.
Por todos lados hay destrozos. Los pocos
autos que cruzo parecen haber sido atacados.
Cada tanto veo grupitos que
deambulan arrastrando los pies...
Cada tanto veo a alguien parado en
una vereda, que tuerce la cabeza o gruñe cuando
paso cerca...
Ya había visto muchas de esas cosas
en el noticiero pero es raro verlas así, en vivo.
¿Todo esto está pasando? ¿Es real?
La cabeza me funciona raro...
Por momentos me parece ver a gente
conocida...
Me parece verlo a Omar, el cafetero,
empujando su carrito, pero además de los termos lleva colgando el brazo de
alguien...
Me parece ver a mi cuñada, Patricia,
inclinada sobre un hombre en un banco de la plazoleta. Parece que se están
besando, pero ella levanta la cabeza cuando paso y veo que le estaba comiendo
la cara...
¿Me estaré volviendo loco?
¿Será que hace casi dos días que no
duermo?
Después que lo ayudé a recostarse en
un sillón, Márquez estuvo quejándose durante toda la noche, puteando por el
dolor, puteando a la suerte, puteándose a sí mismo por pelotudo...
Me volví loco tratando de hablar con
la empresa, tratando de llamar a una ambulancia o a la policía. No contestaba
nadie.
Al último levantó mucha fiebre y se
puso cada vez más pálido. Hasta que en un momento no habló más, se quedó quieto,
y ya no pude encontrarle el pulso ni escucharle el corazón.
Le bajé los párpados y lo cubrí con
mi campera. Sin saber bien qué hacer, me senté enfrente de él. Nunca fui muy
religioso, pero me esforcé por recordar el Padre Nuestro.
Todavía estaba rezando cuando se levantó.
Al tomar la autopista todo se me
hace más fácil.
Llamo al celular de Ana y vuelve a
darme apagado. Me repito que no quiere decir nada, que seguro están bien, que
seguro se le quedó sin batería otra vez y están sin luz y no lo puede cargar;
en la zona donde está la quinta la luz se corta seguido... Aunque me cuesta
marcar, lo hago otra vez. Parece que se me hinchó la mano lastimada y me duele mover los dedos.
Estoy medio mareado, debería bajar
un poco la velocidad, no vaya a ser que me dé contra algo... ¿Comí ayer? No me
puedo acordar si comí... Las cosas se me mezclan en la memoria... Márquez jodía
con las galletitas y las cosas del buffet... Parece que al final el que tenía
un hambre mortal era él, je.
Márquez se enderezó con el cuerpo
rígido.
Casi me dio un infarto.
Hizo un ruido con la garganta, un
quejido. Parecía que trataba de decirme algo y me acerqué al sillón donde lo
había recostado. Me acerqué con vergüenza, pensado en cómo explicarle, en cómo
decirle que en realidad yo no había querido darlo por muerto ni nada...
Entonces abrió los ojos. Unos ojos
vacíos, atroces. Y se me vino encima. Se me tiró al cuello tratando de clavarme
los dientes. Caímos sobre la mesita de vidrio y la hicimos pedazos. Forcejeamos
en el piso, pero tenía una fuerza impresionante, no podía sacármelo de encima. Agarré
un pedazo de vidrio y se lo clavé como si fuera un cuchillo. Apenas sangró. Una
sangre negra y espesa que me cayó en la cara, sobre la boca. Me desesperé por
limpiármela y me di cuenta que me estaba embadurnando con mi propia sangre. En
ese momento me mordió. Enloquecido, busqué alrededor. Vi la itaka. La alcancé
como pude, la metí entre nosotros y disparé.
Cuando doblo en la calle de tierra
se larga a llover con todo. Menos mal que ya estoy en casa. Paro el auto y abro
la puerta para bajar, para ir a abrir la cerca, y ahí me doy cuenta que no
puedo moverme. ¿Qué me pasa? Es como si me hubieran dado una paliza. Me cuesta
una barbaridad apartar los pies de los pedales y me doy cuenta de que no paré
de pisarlos desde que subí en el BaPro, me doy cuenta de la fuerza con la que
venía agarrando el volante. Por Dios, cómo me duele la mano... El brazo me
hormiguea... Es como si ya no fuera mío, como si tratara de separarse de mí... Voy
a quedarme un momentito acá, en el auto, con la puerta abierta... A ver si la
lluvia me calma un poco el calor que tengo... Parece que me estuviera quemando
por dentro... Por ahí, si duermo un rato, me despierto sintiéndome como nuevo...
© Laura Ponce
LAURA PONCE
Laura Ponce (Buenos Aires, 1972) Escritora y editora, se especializa en Ciencia Ficción y ha colaborado con diferentes publicaciones electrónicas y de papel. Sus cuentos han aparecido en revistas y antologías de Argentina, España, Cuba y Perú. Pertenece al Centro de Ciencia Ficción y Filosofía. Dirige Revista PROXIMA y Ediciones Ayarmanot.
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