LAS
TRANSMIGRACIONES PRENATALES DE LUCIO
Lucio fue concebido
el 15 de junio de 1976. Entonces la muerte rondaba por las calles de Buenos
Aires, seguida por los bufones que la habían invocado para festejar su avance
carnavalesco.
De todos modos, no
está de más preguntarse por qué Mario y Elena Juárez iban a creer que los
tiempos que corrían eran tan malos, por qué iban a pensar que entonces era una
locura soñar con un hijo. Si es cierto que cada época entraña grandes peligros,
que todas las eras amenazan con finalizar de manera apocalíptica, entonces es
absurdo esperar el momento oportuno.
Con el mismo
arrebato con el que se secuestraba, torturaba y asesinaba, Mario y Elena
hicieron el amor durante esa fría noche de junio, sumidos en la penumbra: el
cuarto sólo estaba iluminado por el débil resplandor de la estufa a kerosén.
Era su primera noche en la casa nueva, ubicada a dos cuadras de la estación de
Longchamps. Ésta era de material, no como la casilla que los había albergado
durante los primeros tres años de matrimonio. Así habían decidido estrenar la
morada: buscando un hijo.
Pero al amanecer
Mario y Elena descubrieron que no sería acertado seguir creyendo que las
perspectivas eran buenas.
Eran las siete
menos cuarto de la mañana. Tomaron los últimos mates y se abrigaron. Saldrían
juntos. Se besarían. Él caminaría hasta la parada y tomaría el colectivo que
cada día lo acercaba a la fábrica. Ella tendría que subir a un tren y luego al
subte para poder llegar a la casa de los Esquivel, en Barrio Norte, donde
trabajaba como empleada doméstica los miércoles y los viernes.
Pero cuando él
abrió la puerta de calle vio el Falcon verde, a medias montado sobre la vereda.
Sintió miedo, pero también se disgustó al ver estropeados los rosales que tanto
trabajo le habían dado a Elena. Qué necesidad había de aplastarlos. Amagó
cerrar la puerta, aunque sospechó que sería inútil y preguntó, tratando de
esbozar una sonrisa:
—¿Sí?
—¿Juárez? ¿Mario y
Elena Juárez? —preguntó la cabeza con anteojos negros que asomaba por la ventanilla,
casi sin mover los labios.
Ellos no conocían a
Juan Estolber, sargento de la Federal. Nunca hubieran podido imaginar que su
implacable faz era parte de un ente gestáltico en el que confluían muchos otros
rostros semejantes, articulados bajo el mandato de unos pocos maniáticos. Ésa
entelequia había dictaminado que ellos, por subversivos, constituían un peligro
para la Nación. Al detenerlos, Estolber servía a la Patria. Muchas pruebas
legitimaban su misión, surgidas de un interminable encadena-miento de hechos
nimios y aislados que lo habían obligado a hacer numerosas pesquisas en el
conurbano. El último eslabón había sido la mención de sus nombres.
—Sí, Mario y Elena
Juárez. No le han mentido. ¿Qué se le ofrece, oficial?
La delación,
arrancada el 10 de junio a Horacio Gabías —colaborador de Mario en la
organización de una huelga que paró la producción de la fábrica durante dos
días—, había sido escupida al boleo, entre convulsiones y gritos lastimeros.
Gabías ya desvariaba de tanta picana en las pelotas, y estaba dispuesto a
chivatear a cualquiera con tal de que no lo volvieran a mandar a ‘la parrilla’,
con tal de no sentir más ese latigazo de fuego.
El 26 de agosto
—dos meses y diez días después de su llegada al centro de detención—, Elena
notó que el vientre se le estaba abultando. En un indeseado lapso de lucidez,
recordó la primera —y única— noche en la casa nueva. El calor anaranjado de la
estufa de kerosén. La pasión de Mario, que le había hecho palpitar la vulva,
ahora magullada y supurante. Las lágrimas rodaron sobre su cara encostrada al
suponer muerto a su esposo. Se acarició la panza y supuso horrorizada que los
vómitos de los últimos días no sólo habían sido originados por los electrodos
que le hacían tragar de tanto en tanto —ésos que parecían una ristra de
bolitas— para picanearle las tripas.
Entonces decidió
que, si realmente estaba embarazada, no quería que su hijo naciera allí. Pidió
al cielo que una intervención milagrosa lo extrajera de sí y lo depositara en
otro seno. En medio del dolor, su memoria expelió un nombre: Tamarita Esquivel,
la hija menor de sus patrones.
En dos días, el 8
de septiembre, Tamara Esquivel cumpliría dieciocho años, y hacía cuentas. Pero
no contaba cuántas horas faltaban para su fiesta, ni cuántos amigos asistirían
a ella. Tampoco calculaba cuántos años demoraría en completar la carrera de
Medicina si no lograba emular el ritmo de estudio de su padre, el prestigioso
gastroenterólogo Romualdo Esquivel.
Ella trataba de
precisar cuántos días de retraso llevaba… ¿Diez días? Por Dios. Hacía diez días
que tendría que haberle venido la menstruación. Lo cual era desesperante,
puesto que su período era regular, al igual que el de su hermana mayor, Stella.
Las dos eran “un relojito”, como decía su madre.
Pero lo más terrible
no era el miedo, aunque se le paraba el corazón de sólo pensar en cómo se lo
diría a sus padres. Lo peor era la culpa: los Esquivel eran miembros activos de
la Iglesia Bautista.
El día anterior, el
domingo 5 de septiembre, ella y Santiago —que para sus padres apenas era un
“filito”—, habían concurrido al culto matutino. Ambos escucharon con verdadera
angustia la homilía del pastor Rogelio. El texto que sirvió de base a la
prédica estaba en la Epístola a los Hebreos, capítulo 10, versos 26 al 31, y
dejaba bien claro cuál era el futuro que acechaba a quienes pecaban
deliberadamente: “una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que
ha de devorar a los adversarios”.
Santiago pensó que
eso les tocaría por haber tenido relaciones dos o tres veces. Pero Tamara
comenzó a sospechar que su transgresión había producido un fruto. La criatura
que empezaba a crecer en sus entrañas estaba maldita, y los haría malditos a
ambos.
Una anécdota que el
pastor había relatado para enfatizar el contenido de su sermón había impactado
profundamente a Tamara. El predicador contó cómo se había topado con algunos
jóvenes descarriados que pretendían justificar sus conductas lascivas usando
como pretexto el libre albedrío, lo cual había sucedido mucho antes de haber
llegado a su actual condición de ministro de la Iglesia Bautista del Centro. En
cierta ocasión, una arrepentida pareja de novios había acudido a él para
confesar el pecado de fornicación y para que les aconsejase qué hacer.
—Es un poco tarde
para pedir consejo, ¿no les parece? No sé si Dios pueda perdonarlos. Lo que sí
sé es que no retirará las consecuencias de su falta. Ése hijo será una afrenta.
¿Qué hacer? Lo único que se me ocurre es pedirle al Padre celestial que, en su
infinita misericordia, deshaga a su bebé en el vientre.
Y visiblemente
orgulloso de su exhortación, refirió que les había hecho repetir tal oración,
alegando que el Evangelio de Mateo promete que a dos que se ponen de acuerdo,
todo lo que pidieren al Padre les será dado.
El mismo domingo
por la tarde, en un café, Tamara le dijo a Santiago que creía estar embarazada.
Entre llantos disimulados y discusiones cuchicheadas acordaron que no hacía
falta hablar con el pastor Rogelio, porque ya sabían qué les diría; y que, por
si la oración fallaba, averiguarían dónde ella podía someterse a un aborto.
Santiago usaría sus ahorros. Luego verían cómo tapar todo el asunto.
Pero ahora,
faltando cuarenta y ocho horas para celebrar sus cumpleaños, ella empezaba a
pensar que no quería que su bebé fuera despedazado, ni por la cureta y los
fórceps —de los cuáles había visto fotos en los libros de su padre—, ni por
Dios.
Fue entonces cuando
escuchó conversar a su madre y a su hermana:
—¿Podés creer que
hasta ahora ninguna de las hermanas de la Sociedad Femenil quiso recomendarme
una nueva criada? Qué egoístas, Señor. ¡Ya hace más de dos meses que Elena no
aparece! Ni un llamado hizo. No sé cómo voy a hacer con la fiesta de Tamarita.
—Le habrá pasado
algo. Viste cómo están las cosas.
—¿Qué? ¿Vos decís
que la detuvieron? ¿En qué andaría?
—Vaya uno a saber,
mamá. Por ahí es zurdita y nunca te lo dijo. ¿El esposo no trabaja en una
fábrica? Tal vez el tipo estaba metido en el sindicalismo y se los llevaron.
—Cierto, Stellita.
La pastora hoy nos enseñó que las palabras que Rogelio habló el último domingo
pueden interpretarse de muchas formas. “El fuego de Dios que devora a los
adversarios” es una metáfora de la lucha antisubversiva… ¡Ah! Hablando de eso:
todas las hermanas vamos a hacer una cadena de oración por Ana.
—¡Ana! ¿Cómo está
la pobre?
—Y, viste… Sólo
hace una semana del atentado. Perder a tu esposo de esa forma debe ser
terrible. ¡Padre del cielo, protejéme a Romualdo!
—¡Ay, mami! Qué
fatalista que sos. A papá no le va a pasar nada: él es un hombre de bien.
—¿Y eso qué? Si el
esposo de Ana era policía. ¡E igual terminó así… todo quemado! ¡Qué horror!
Ahora Anita quedó tan sola. Viste que ellos no tenían hijos.
Mientras oía la
charla, Tamara pensó que a esa mujer le hacía falta un bebé. Que ella y
Santiago podrían darle el suyo cuando naciera. Pero imaginó que todo sería más
sencillo si Dios, en lugar de desmenuzarlo, lo trasplantara en el vientre de
Ana. Decidió entonces que ella se sumaría a la cadena de oración, pero pidiendo
este otro prodigio.
El 27 de octubre, Ana
Souza de Estolber bajó del avión en el aeropuerto de Barajas. Atrás quedaban
quienes le habían preguntado una y otra vez por qué se iba, si ella, la viuda
de un sargento de la Policía Federal, no tenía nada que temer. También quedaban
quienes la habían reconvenido, argumentando que el exilio era para los
culpables y los cobardes. Ella se escapaba de los sucesos espantosos que
entrevió al escuchar las palabras que su esposo decía estando dormido. Huía de
la bomba con la que le habían retribuido. Evitaba a los santurrones que la
hostigarían sin descanso, exigiéndole que explicara cómo llevaba un hijo en las
entrañas, una maravilla que ella misma no podía comprender.
Lucio Souza —porque
ya le había dado un nombre, el de su propio padre— nacería lejos del carnaval
de muerte.
© Néstor Darío Figueiras
NESTOR DARIO FIGUEIRAS
Néstor Darío Figueiras nació en Buenos Aires el 18 de noviembre de 1973. Escritor, músico, productor musical e ilustrador aficionado argentino, cuya producción literaria se enmarca principalmente dentro del género de la ciencia ficción, aunque también ha escrito obras de terror y fantasía.
Ha publicado en la mayoría de las publicaciones digitales del género, como Axxón, NM, Alfa Eridiani, miNatura, NGC 3660, Aurora Bitzine, Necronomicón, Crónicas de la Forja, etc… Asimismo participó en varias revistas en papel y fanzines, como Catarsi, Próxima, Sensación! Ópera galáctica, Présences d'esprits, etc. Sus historias –algunas traducidos al francés y al catalán–, forman parte de varias antologías, tanto en papel como en formato digital.
Sus obras han resultado finalistas en varios concursos, como el Certamen Internacional de Microcuentos Fantásticos miNatura, el Certamen Internacional de Poesía Fantástica miNatura y el Concurso de Minicuentos “Monstruos de la Razón”. Entre los premios más destacados que han sido obtenidos por su labor encontramos una mención de honor del Premio “Más allá” 1991, por su cuento “Organicasa” –escrito a los dieciséis años–; una mención de honor en el Premio Andrómeda 2005, por “Reunión de consorcio”; y el primer y el segundo puesto del Premio Ictineu 2012, en la categoría “Mejor cuento traducido al catalán”, por “Reunión de Consorcio” y “El mejor de los nombres”, respectivamente.
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