lunes, 22 de octubre de 2018

EL AUTOR INVITADO: Mauro Yakimiuk



Fragmento del primer capítulo de la novela 
“ESOS NO SON TODOS LOS VICIOS”

Hasta el sábado de mi cumpleaños –no sé por qué carajo se festejan los sábados: yo cumplí un lunes. 2 de octubre. Sábado 7, entonces. Sábado 7. Digámosle, el 7 D–, hasta ese sábado de ese cumpleaños no reparé cuán bien le puede ir a un hijo de puta solamente por hijo de puta. Yo, en coche, en mi viejo y peludo Mario Barakus –o el Fiat Uno noventa y cuatro, para la gilada–, a full con Iron Maiden para no escuchar los horribles motores de los horribles conductores de la horrible Panamericana, les digo al teléfono a mis viejos: no los voy a pasar a buscar, pa, vos tenés auto. ¿Para qué tenés si no lo vas a usar? Vendelo y pagale un crucero a mamá.
Salgo al mediodía –meta puteada porque putear es gratis, al menos– directo al súper de Panamericana y San Martín, o por ahí, uno de esos puentes donde si uno intenta ver más allá no puede porque el hombre y su industria, el hombre y su polución, anuló para siempre la posibilidad de un horizonte. Estaciono y le veo una nueva marca al pobre Mario, justo al lado de la patente, seguro porque alguno de esos borrachos que pasó anoche haciendo escándalo porque la mujer lo dejó por el jefe lo vio ahí, estacionado, tan solo, y por deporte lo marcó. Compro al por mayor; después divido entre los invitados. Más vale que todos se pongan con su parte. Papá y mamá también, si ellos saben que estoy ahorrando para algo más grande. Choco carrito con algunas madres que, de tanto empujar esos changos, tienen más hombros que yo. Madres de muchos hijos. Madres de supermercado mayorista. A alguna le haría un pibe –para vos, papá, así me dejás en paz con la cosa–, pero la mayoría está tensa, los labios apretados, los ojos de ave rapaz contra las estanterías con precios remarcados, buscando el precio que les devuelva, por un segundo, la sonrisa que perdieron vaya uno a saber con qué nacimiento.
Salgo y engancho para Pilar: decir que Juan pone la casa, la parrilla, la onda. Qué sé yo. La amistad. Sería como el cumpleaños de Juan más que el mío. Llego con la voz de mi novia en el celular –cómo no me pasaste a buscar, cómo podés olvidarte de mí– y yo, mostrando el baúl a los gordos armados de la entrada, intento llamarla, riéndome porque se me pasó, qué le voy a hacer, pero no me atiende. Después va a venir sola, le digo a uno de bigotes, pero no me entiende. Voy hasta el fondo, hasta lo de Juan. Cinco llamadas perdidas de Juan. Qué hinchapelotas. Cinco. Cinco de él y cinco de mi novia. Ni que se hubiesen complotado. Pongo música. Sé manejar despacio adentro del country. Sé: pero saber es una cosa y hacerlo es otra. Y no puedo. Ni quiero. Suena New Order como para que yo solito me acuerde de las veces que le agarrábamos el auto a papá –es narcoléptico y le podés sacar lo que sea que no se da cuenta de nada– para ir a las fiestas del CASI. En una curva, ahora, le piso un juguete a un rubio. Un pata pata. Acelero –más– porque el llanto supera el estribillo de la de New Order. Llego y dejo el auto en las piedritas no sin antes bocinear para que salgan a ayudarme con la carne y las bebidas. Es un día hermoso, tanto que casi podría ser el cumpleaños de cualquier otro y no el mío. De hecho, el mío no es. El tema es que Juan está en la puerta, esperándome. Con cara de cualquier cosa menos, mucho menos, de cumpleaños. Porque, como dije, no es mi cumpleaños. Será mi fiesta, pero no mi cumpleaños. No es un sol de cumpleaños de Marcos: o sea yo.
Me acerco a Juan contando los pasos. Siete. Como el día. Antes, años atrás, mi número de la suerte que, como todas las cosas, puede cambiar, irse, esfumarse o pasar a manos de otro. Y me quedo quieto cerca suyo y suspira y me abraza y así nos quedamos.
Al otro día, recién al otro día, me acuerdo de que tenía carne en el baúl. Lloro cuando huelo lo podrida que está. Lloro de rodillas frente al baúl.
Después de la autopsia, salgo a fumar un cigarrillo –hace dos años que no fumo– y miro a los autos: para dónde van. Para dónde van realmente. Porque mis padres chocaron y murieron y no quedó nada de ellos. Decir domingo de velorio es pleonasmo. Quién no sintió la idea de velorio los domingos. Este es el domingo de velorio más tácito de todos los domingos de velorio que hayan sido anunciados.
Hoy me devuelven sus bolsos. Grandes bolsos llenos de ropa y una silla de playa que salió volando ni bien colisionaron con el camión. Montones de cosas. Pero no regalos. Nada para el cumpleañero.
Porque no iban a mi cumpleaños. Iban a Mar del Plata.
Termino el cigarrillo y prendo otro con la colilla.
Al final sacaste el auto, papá, pienso. Lo pienso durante todo el domingo, durante todo el velatorio. Durante cada 18 19
cigarrillo que fumé en la puerta viendo pasar lo poco que pasa por la avenida durante un domingo de velorio.
Julia cinco, Juan cinco, Facundo dos. Una de las llamadas de Julia –cuatro no: cuatro eran para avisarme lo que había pasado justo cuando papá y mamá tomaron la ruta– era para decirme que no iría a mi cumpleaños. Que no iría a mi cumpleaños, ni a mi casa después, ni mañana, ni pasado. Que no iría a ningún lugar más conmigo. Que había llegado a su límite. Que ya no habría más Julia y Marcos. Es decir, ella y yo. Sin embargo, fue al velatorio.
Llego tarde –no es mi culpa, no puedo evitarlo. Además, el tránsito…– y la veo al fondo, como en la casa de Juan, con Juan, justamente, hablando con ella. Los dejo solos para que charlen, para que estén. Porque, de mi lado, son los únicos. Un montón de papiros con olor a naftalina se lamentan por mi viejo y un montón de jubiladas con olor a desodorante de ambiente se lamentan por mi vieja. Es el olor a ellos lo que marca el ritmo del velatorio.
Mi hermana, voluptuosa, toda morocha, siempre seductora, mucho más que antes, llega temprano por más que acaba de aterrizar. Pero porque en Nueva York salen aviones cada dos minutos: pasan más rápido que los subtes de acá. Vive lejos y la culpa, bueno… la culpa es femenina. Institución femenina. Me acerco –está entre los dos ataúdes, cerrados, por supuesto– y le pongo la mano en el hombro desnudo. Ella, con su cariño de siempre, me quita la mano sin mirarme. Soy yo, le digo.
Ya sé, dice, todavía sin mirarme.
Cuando me alejo, se tira un poco de perfume en el hombro.
© Mauro Yakimiuk, “ESOS NO SON TODOS LOS VICIOS”, Azul Francia, 2018

MAURO YAKIMIUK nació el 3 de julio de 1979 en Buenos Aires. Es escritor, dramaturgo, director de teatro, productor y periodista. Estudió periodismo deportivo en DeporTEA. Además, se formó como productor teatral con Gustavo Schraier, en dramaturgia con Mariana Mazover y en narrativa con Luis Mey. Es el creador del blog de entrevistas llamado Entre Vidas y director de varias obras de teatro independiente entre las que se destacan La Guerra del Gallo y La que nunca estuvo. Esos no son todos los vicios (Azul Francia Editorial) es su primera novela publicada.





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