ELLA SIEMPRE ME CANTA
Anoche soñé con ella. Es algo que hago prácticamente todas las noches. Pero esta vez, se me apareció con la novedad de que iba a casarse. Aún sabiendo que se trataba de un sueño, tan imprevista visita y sobre todo, la noticia, me llenó de tristeza. Le pedí que al menos me concediera un café antes del último adiós. Me dedicó una de esas sonrisas que tanto recuerdo y quise creer que aceptaba. Pero como tantas otras veces, alguna circunstancia adversa impidió que no llegáramos siquiera a sentarnos en el bar. Al fin, me desperté sin poder concretar mi deseo. En vano cerré los ojos y quise sumergirme en el atolondrado río de los sueños para buscarla. Soñé con muchas cosas, hasta la despedida esa, en el zaguán de su casa, en la que no me animé a besarla. Soñé con todo, pero ella, ella ya no estaba.
Me levanté, me calcé los auriculares y puse “Barco quieto”, la canción de María Elena Walsh como la cantan los Zupay, que fue la que sonaba la última vez que nos vimos. Aunque nos despedimos como siempre hasta la semana siguiente, creo que todo el tiempo supimos que no habría otro encuentro. Por eso salí al parque pateando la lluvia con un nudo en la garganta. “Afuera llora la ciudad, tanta soledad”.
Todos alguna vez nos enamoramos. A mí me pasó a los veinticortos Lo curioso es que fue un amor transparente. Un amor cuya pureza me redime de todos los desencuentros que vinieron luego. Porque a todos, también, alguna vez nos toca sufrir hasta la locura por amor.
La conocí una vez que mi grupo parroquial había ido a pintar una escuela en la villa. Ella había ido a cantar para los chicos. La miré toda la tarde desde lejos. No le podía sacar los ojos de encima. Me acerqué justo cuando sentada como chino, cantaba “mírenme, soy feliz, entre las hojas que cantan…” (Canción del Jardinero). Fue como si pronunciara un hechizo antiguo porque sentí que cada palabra era una gota de lluvia en el desierto de mi corazón y quise que ese duende de ojos verdes devolviera el color a la flor triste en la que me había convertido. Y entonces dejé que el cascabel de su sonrisa me trajera a la vida.
No hizo falta mucho para que quisiéramos estar de novios. Sin embargo, eran años bravos y a toda prisa se tuvo que mudar con toda su familia a México.
Durante años, a pesar de los miles de kilómetros que nos separaban, celebramos cada mañana el milagro de tenernos, el gozo de saber que el otro estaba siempre allí. Y hacíamos de cada anécdota un paisaje para relatar en interminables cartas y de cada paisaje, una anécdota para compartir la noche llena de azahares. Cada latido era un recuerdo para ofrendar y cada ademán, un rito secreto que al otro quería invocar.
Ella siempre me alentó a que siguiera escribiendo y yo le inventaba mil nombres y la adornaba de versos, delirados versos, que eran mi único modo de acariciarla. Sincronizábamos nuestros relojes para poder cantar a la misma hora “porque que me duele si me quedo, pero me muero si me voy, por todo y a pesar de todo, mi amor, yo quiero vivir en vos" (Serenata para la tierra de uno).
Esta mañana al levantarme, busqué debajo de mi cama, en la caja que me dejaron traer. Releí toda la correspondencia que fue enviando. Me arrepiento ahora de haberle dicho que las había quemado. En una me decía "...y escribime prontito si no querés que me aprenda de memoria tu última carta..." y me mandaba con sutil ternura, algunas hojas secas del otoño mexicano, un pedacito de lana del pull-over que se estaba tejiendo, una corteza de árbol, una flor amarilla o la luna misma. Leo una frase que me atribuye y que no recuerdo haber escrito: "Soy un pedazo de tiempo y un tiempo de pedazos". Creo que bien cabe como epitafio.
Porque cuando me llegó el telegrama no lo creí. Era imposible. Decía algo sobre un accidente múltiple en la carretera, decía que no se pudo hacer nada, decía que no sufrió. No pude seguir leyendo y me puse a cantar entre sollozos, “porque el silencio es cruel, peligroso el viaje, yo te doy mi canción vos me das coraje. Dame la mano y vamos ya” (Canción de Caminantes).
Después, siguieron pasando cosas. Después, todos los horizontes se volvieron muy difusos. Después, ya nada importó.
Cada pareja suele elegir alguna canción que los identifica. Nosotros, sin un plan previo, tuvimos toda una banda de sonido en las canciones de María Elena Walsh. Los enfermeros que me cuidan en este hospicio se me ríen. Creen que estoy loco. Fingen que no la ven cuando viene a cantarme.
¡Shhh, escuchen, es tan dulce su voz cuanto canta!: “tantas veces me mataron, tantas veces resucitarás, tantas noches pasarás desesperando y a la hora del naufragio y de la oscuridad, alguien te rescatará, para ir cantando” (Como la cigarra).
El 1° de febrero de 1930, nacía María Elena Walsh, una mujer que le puso música y poesía a los sueños de nuestra infancia y poesía y música a los sueños de nuestra adultez
© Pablo Martínez Burkett, 2012
No tengo palabras.. Simplemente precioso.
ResponderEliminarMuchas gracias por tan amable lectura.
ResponderEliminarGenial, mi querido amigo, como siempre.
ResponderEliminarY no dejé caer las lágrimas... Porque me contuve.
Gracias. Porque de emociones está hecha la vida y, a veces, lo olvidamos.
Gracias Pilar. Tu continua lectura prestigia este humilde blog. Un beso.
ResponderEliminarPablin esto es hermoso! Un gran Abrazo.!
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