Los efectos de una luna llena como
aquélla podían ser múltiples. Influía en los sueños, en la locura, en la gente
nerviosa y hasta en los hechos materiales.
Sheridan Le Fanú
El mundo siempre ha perseguido a
los vampiros. Siempre. No es de ahora. En la Transilvania natal, durante la
Guerra de los Elementos, un trépano horadó una caverna subterránea donde se
habían refugiado generaciones de Criaturas de la Noche. La guerra dejó de ser
por el agua y se convirtió en una masacre. Los unos buscaban vida alimentándose
de sangre humana, los otros buscaban preservar la propia vida para no ser
convertidos en vampiros. El poder central no midió en recursos. Se implantaron los
criminales nanites y cuando no fue suficiente el estrago causado por el ínfimo
virus, se decidió borrar la región del mapa con una obsoleta bomba atómica,
cuyo uso había sido prohibido por un tratado global. Por su fiereza y lucidez,
tanto Luana como su madre fueron elegidos líderes de la Hermandad de la
Oscuridad y así se salvaron del holocausto nuclear, emigrando a Londres
escondidas en sendos féretros.
Pero ese liderazgo es más una
responsabilidad que un derecho. Y no pocas veces, otra maldición porque además
de sobrellevar la soledad del poder, hay que afrontar a los súbditos que aman con
la misma intensidad que odian. Idolatran mientas el conductor es funcional a los
deseos de la muchedumbre y provocan una revolución cuando consideran que los han
defraudado.
Y como si no fueran pocas las
acechanzas internas, están las externas, cada vez más inhóspitas. La División
Roja de Scotland Yard, creada especialmente para combatir la plaga. O la
esparcida mafia china con su red criminal controlando los mínimos detalles de
la vida cotidiana. Y no son menos los enemigos personales que ha ido cosechando
merced a sus correrías, el más enconado, el DCI Brian Nakasawa, padre de la
pequeña Ikito, quien ha jurado destruirla.
No son cosas que preocupen a Luana
que es salvaje y sin escrúpulos. Y sin sentido de culpa, como no lo tiene un
tiburón, un áspid, una pantera negra. Es una manipuladora, con una lucidez
superlativa aún para los de su especie. Y vive intensamente. Su vida es un arco
iris de explosiones sensoriales. Cuando alguien mira una flor, ve una flor:
Luana ve cada uno de los átomos que se asocian para dar forma a esa flor. Luana
es capaz de percibir la orfebrería del Universo. Y hace lo que su deseo le
pide.
Ahora con este John Gillan está
un poco desorientada porque advierte que siente algo que no es mera voracidad
sangrienta. Tampoco es la furia por exterminar a todos los minusválidos sensoriales,
incapaces de presentir la vida como un caleidoscopio multicolor. Esto que
siente es otra cosa que la arrasa como un huracán de deseo. Siente una ingente
necesidad de acercarse pero no ya para morderlo (o poseerlo por mero afán
coleccionista, como sucedió con el soso aristócrata que atacó en Hyde Park). Quiere
poseerlo, o por mejor decir, aunque aún no lo sabe, o en todo caso, no se
permite saberlo, quiere que Gillan la posea. Ella que se pasa tomando posesión
de todo y todos, quiere que este muchacho tome posesión de su cuerpo y le quite
el aliento, hasta provocarle esa petite
mort que los humanos llaman orgasmo. Pero no sería algo fácil. Había muchos
puentes que cruzar.
En efecto, la primera ocasión en
la que John tomó de la mano a Luana notó algo ciertamente extraño, un frío que
no era humano. Nuestra vampira se las ingenió para propiciar otros encuentros
casuales y en cada uno de ellos, el muchacho quiso confirmar y reconfirmar la
impresión inicial, tomándola del brazo o apoyándole la mano en mitad de la
espalda. Y cada vez, hubiera preferido no hacerlo porque la piel de la mujer
que inquietaba sus sueños era semejante a la de su abuelo, cuando lo besó antes
de que cerraran el ataúd.
-¿Cómo es posible…? –se animó a
musitar apenas.
-¿… que te provoque la misma
sensación que el cadáver de tu abuelo? –completó ella, no sin fastidio. La
previsibilidad es un pecado mortal en el universo de Luana y poco faltó para
que lo desangrara ahí mismo, por ser igual a los demás. Sin embargo, dominó la ira
y comprendió que era tiempo de revelarle su secreto.
Le hizo un somero repaso de
su vida. Se salteó algunos detalles y atemperó bastante el resto. En lo que no
hubo disimulo fue en la causa por la que estaba allí. En este asedio no había
espíritu de caza sino de cortejo. Extrañamente, sabía que con él podría pulsar la nota que es parte de la melodía que sostiene el Universo. Luana no
quería poseer su cuerpo sino fundirse con su alma. Fue la declaración de amor
más torpe y más tierna que alguna vez se formulara. John temió por su vida pero
más temió por la muerte de su alma, porque una extraña fascinación lo retuvo
desamparado de todo refugio y lo impulsó a saber más. Lo primero que se le
ocurrió fue preguntarle cómo era experimentar
un arco iris de sensaciones a nivel consciente.
Luana le
pidió que cerrara los ojos y que soplara muy suavemente en el interior de las muñecas. De
arriba para abajo. Un inesperado estremecimiento conmovió al muchacho.
- Tú tuviste que soplar. Yo así siento
el viento, el aire; la ropa; las respiraciones de los otros. Ahora pon la mano
sobre el lado izquierdo de tu pecho, siente el latido de tu corazón. Trata de
identificar ese latido en alguna otra parte de tu cuerpo, las sienes, los hombros,
los muslos, no importa, rebusca por tu cuerpo hasta que puedas sentirlo, identificarlo. Para tí, fue preciso que buscaras mas así siento yo en mi cuerpo los latidos de los
otros. Tú miras el cielo y ves muchas estrellas, indistinguibles. Yo las veo a
todas y cada una. Yo conservo la memoria de su fulgor, titilando como una
indeleble perla de la noche.
John Gillan, arrebatado por la
pasión de sus palabras, se inclinó y le dio un beso. Esos labios
gélidos le insuflaron un fuego que lo abrasó hasta el vértigo. Con un rumor de
viejos recuerdos, sintió que podía comunicarse con todas las cosas. Y Luana, la
indómita, la salvaje, la clarividente, supo que también para ella todo esto iba
a ser demasiado.
© Pablo Martínez Burkett, 2013
Este es el décimo segundo capítulo de la saga "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".
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