No intentes saber nada más de mí
ni de mi vida, pero ten confianza con todo tu amor.
Sheridan Le Fanu
Luana me pidió que la
acompañara. Se habían citado con John Gillan. Estaban determinados a consumar
su postergado amor. La cita era en el cementerio de automóviles de
Staines-upon-Thames. Luana quería que hubiera un testigo imparcial que
certificara que era posible la convivencia entre humanos y las Criaturas de la
Oscuridad. Al principio me rehusé con vehemencia. Aunque no se lo dije, la sola
idea de verla en brazos de otro, me daba nauseas. Pero por alguna intuición ajena
al mundo sensible, lo mismo que me atormentaba me inducía un depravado deleite.
Sin embargo, la fantasía de contemplarla gozando no me duró mucho porque aclaró
que iban a estar ellos dos, solos. Así que, a regañadientes, fui.
John Gillan llegó en bicicleta. Imagino
que tuvo tiempo suficiente para pensar. Seguramente, habrá estado no pocas
veces a punto de arrepentirse, pero la idea de poseer a Luana tiene que haber
sido más intensa que el temor de perecer. No descarto que haya repasado otros
momentos de insensatez y que, el recuerdo de la prueba superada, haya logrado
pacificar su espíritu.
Luana estaba esperándolo. Encaramada
sobre una pila de autos, el viento le hacía flamear los faldones del capote y
el cabello renegrido. Un ángel de la Muerte. He visto estampas de los tiempos antepasados.
Era la imagen de un depredador con los sentidos aguzados por la presencia de su
presa. Sacudió la cabellera, conjeturo que para sobreponerse al instinto,
y se dejó caer hasta el camino. Quizás me equivoque, pero yo conozco esa mirada
y si alguna vez había tenido miedo, esa vez era ésta. Estaba perdidamente
enamorada de John. Mucho después, me confesó que hasta había pensado en dejar
todo, olvidar sus obligaciones con la Hermandad de la Noche y vivir una vida
tan normal como las circunstancias lo consintieran. Abdicar y ser otra.
John se bajó de la bicicleta sin saber
bien qué decir. Sonrió, le dio la mano y el frío mortal de nuestra líder le atizó
la duda. Fue un último instante de hesitación. Con renovada osadía, la atrajo
contra sí y la besó. John creyó estar alucinando. Luana, con los ojos cerrados,
pudo entrever un estado de dicha inconmensurable. Abrió la puerta de una Kombi Volkswagen
pintarrajeada con símbolos de la paz en colores que alguna vez fueron vivos y
lo ayudó a entrar. Dentro había un colchón y una frazada, todo un detalle. Se
volvieron a besar, con urgencia, sin usura. John la estrechó contra su cuerpo. Luana
sintió que los besos no la estaban dejando respirar y se abrió la blusa. Sus
pequeñas flores en primavera quedaron al descubierto, alborozadas de saberse deseadas.
John las tomó en sus manos, con una delicadeza única. La miró, buscando
ratificar su consentimiento. Luego de allí ya no habría retorno. Luana acompañó
el requerimiento desnudando su torso por completo. Y luego cerró la puerta.
Me costó encontrar un punto desde donde
ver algo. Para entonces, Luana parecía en trance y con la cabeza echada hacia
atrás, se abandonaba a la ardiente peregrinar de John lamiendo sus pechos. Un
primer arresto extático la tomó por asalto. Fue tan intenso que, aún desde mi
precario otero, pude comprobar cómo temblaba.
John, el torpe
pero tierno John, dueño de una novedosa seguridad, siguió demorado con la piel
de su vientre, mientras que con sus manos dibujaba el contorno de la cintura. El
pantalón se le antojó un obstáculo inadmisible así que cambiando de posición,
recostó a Luana y le removió la ropa. Con gracia increíble se arrodilló entre
sus piernas. Luego, hizo profesión de fe en el altar de su carne.
Delicadamente fue
libando de ella. Lo hacía con pericia y devoción. El muy bastardo no quiso hacerla
durar, necesitaba saber que era suya, así, de esa manera. Luana empezó a
quejarse, a jadear, a reír, a sollozar, a vibrar y explotó otra vez. Sin pausa,
John se desvistió. Luana enlazó una pierna en su espalda y lo atrajo contra su
cuerpo. Todas las veces que imaginó este momento, se había prometido ser
paciente, disfrutar de cada instante. Pero deseaba ser poseída sin demora.
Dejó escapar un
gozoso quejido cuando se sintió por fin penetrada. John la horadaba con
incesante brío, el rostro descompuesto, el pecho alborozado. Luana estaba
enardecida. Podía presentir que se formaba la ola de la más feliz tempestad y
quiso llegar hasta la última consecuencia. Se encaramó sobre John. Lo cabalgó con
redoblado frenesí. Gemía, bufaba, gruñía. Empezaron a sentir que eran uno. Aún
desde mi cobarde escondrijo, podía sentir el corazón desbocado de John. Su eco
era un tambor de guerra. El arrebato de Luana era bestial. Era salvaje. Y de
repente, por el ecuador de sus cuerpos resplandeció un renovado equinoccio. Durante
un rato, la rompiente de placer los sacudió con violencia. John apenas si podía
respirar por el esfuerzo descomunal. Luana jadeando, enfocó los ojos. Se inclinó
para besarlo. John gritó de felicidad.
No, esos gritos
no eran de felicidad. John gritaba de dolor. Luana le había atravesado el
cuello con una dentellada voraz. Con fanatismo, bebió de la yugular abierta. No
creo que haya advertido que John languidecía en sus brazos hasta que ya fue
tarde. Espero que el muchacho tampoco haya tenido mucho tiempo de comprender
que moría en brazos de una enamorada incapaz de resistir el llamado ancestral.
El aullido de
Luana me sacó del estupor. Me llamaba con desesperación. Suplicaba por ayuda. Trataba
de detener el surtidor por donde se escapaba la vida de John. Le pedía que la
perdone, que no se vaya. Cuando llegué hasta la Kombi, el pobre desgraciado convulsionaba
en un charco de sangre, orina y heces. Luana estaba transfigurada. Los ojos
eran dos brasas rojas. No podía estar más desnuda y sin embargo, la furia de
sus ojos me impidió mirar otra cosa. Pensé que iba a matarme, ahí mismo. Para
descargar su ira. Para ocultar su vergüenza. Para no dejar testigos de su
bajeza.
Abrió la boca.
Me preparé para lo peor. Y entonces lloró. Lloró con amargura. Con desolada
resignación. Descolocado, sólo atiné a cubrirla y abrazarla. Si tenía que
morir, pensé, que sea así, arrodillado junto a Luana. Sin embargo, se apoyó en mi
hombro y dejó que le acariciara la cabeza, mientras intentaba darle consuelo
con palabras que no sé de dónde saqué. Poco a poco se fue calmando. Se incorporó.
El mechón rebelde se había vuelto totalmente blanco. Las facciones eran de
metal y piedra. Se cubrió con el capote y echó a andar.
Luana comprendió
que toda convivencia era imposible. Que siempre habría guerra entre la
humanidad y los Hijos del Sol Negro. Yo comprendí que había atestiguado algo
más que la muerte de un hombre. Era el nacimiento de una nueva era. La edad de
la guerra total.
© Pablo Martínez
Burkett, 2014
Este es el vigésimo primer del folletín por entregas "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".
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