Mi joven amigo:
En estos tiempos
tan contemporáneos, las entrevistas se han convertido en un producto
indiferenciado, en masa, con preguntas indeterminadas, que no son sino
repetición de lugares comunes y respuestas de manual que aspiran a quedar bien
con tirios y troyanos, esas hordas bien pensantes que asuelan las redes
sociales y que se han erigido en los Catones de la moral pública, diminutos
dictadores de lo que se supone está bien, pero sobre todo, de lo que está mal.
Por eso antes que
nada quiero agradecerle su cuestionario, lleno de frescura, lleno de candor,
pero también de una profundidad y detallismo que conmueven. Siempre es grato
saber que alguien se ha tomado el trabajo de leerlo con la minuciosidad que
revelan sus preguntas. Trataremos de que las respuestas estén a la altura del
trabajo que se ha tomado.
Yo también, a sus jóvenes
16 años, intentaba, sin saberlo, abrirme paso en el mundo literario. Prueba de
ello es el aleonado pergamino del concurso José Pedroni que todavía exhiben las
impudorosas paredes de mi casa materna. Es evidente que las profesoras de
Literatura que me seleccionaron para representar a mi colegio tenían claro algo
que, por entonces, ni siquiera sospechaba. A la hora de elegir una carrera, me
lancé a estudiar la más tradicional de las profesiones, formé una familia y
subvine a sus necesidades con el fruto de mi esfuerzo. Así que no, a diferencia
de quienes pueden enunciar la epifanía que les marcó el derrotero, en mi
caso, nunca se me representó un destino literario. Viví literalmente rodeado de
libros, me pasaba jornadas completas con la nariz en los libros pero era
incapaz de imaginarme que esa pudiera ser mi verdadera vocación. En esa época pensaba que aquello que no da de comer a una familia no es otra cosa que una
afición. Un hobby de los caros.
Pero es probable,
con usted bien dice, que esa inadvertencia haya sido obstinada negación porque
nunca dejé de escribir. Al principio, sin otro destino que los cajones
atiborrados de ripios (los antiguos subdirectorios de los ordenadores de hoy
día). Tímidamente luego, con alguna publicación mimeografiada en la facultad o
por allí. Un poco más envalentonado a partir de los foros literarios de finales
de los 90’. Y ya con abigarrada voluntad desde ese momento hasta el presente. Mi
carrera de escritor fue un, si por laborioso no menos feliz, camino de hormiga.
Siempre robándole horas al sueño, la familia, el trabajo. Siempre con una
historia macerando como eco de fondo cuando para desgracia la atención
primaria debía enfocarse en los requerimientos cotidianos. Siempre escribiendo,
aunque no estuviera con el teclado bajo los dedos. Siempre siendo escritor,
aunque no lo supiera. O como el apóstol Pedro, aunque lo negara tres veces.
Y eso me lleva a su
interrogación de por qué escribo. ¿Por qué vuelan los pájaros? Porque de otra
forma serían perro o conejo, quizás pato o gallina. Pero no pájaro. Escribo
porque soy escritor. Escribir está en mi naturaleza. Es una pungente necesidad,
un exorcismo recurrente, una dulce maldición. Si fuera posible, dejaría todo y
me dedicaría únicamente a leer y a escribir, dos caras de una misma moneda.
Moneda fugaz que lanzamos al aire, una y otra vez. En algunas ocasiones, sale
cara, otras; ceca. Pero en todas, mientras la voluta dibuja el espacio, se
puede escuchar el golpeteo acalorado de nuestro corazón. Quizás esa sea la
mejor respuesta: escribo porque el corazón me late más rápido. Podría enumerarle
infinitas cosas que debieran darme el mismo placer. Pero no resistiría enunciar
tanta ingratitud. Digamos, más piadosamente, que cuando escribo, mi corazón se
hace audible.
No descarto que
con lo dicho en los párrafos precedentes entienda que también está respondida
su pregunta de para qué escribo. Sí, es cierto. En una primera mirada,
pareciera que escribo para acallar mis urgencias, para anestesiarme en mi
propia adrenalina. Pero eso también podría predicarse de los que se entrenan
para correr maratones. Yo escribo para que me lean. Y para que me lea la mayor
cantidad posible de gente. Ninguna obra puesta a la consideración de otro está
completa sino hasta que ese otro la pasa por el prisma de sus propias
representaciones y la convierte en algo nuevo. Todo el tiempo estamos haciendo
nuevas todas las cosas. Mi Borges no suena como el suyo. Ni su Lovecraft como
el mío. En ello está la eterna riqueza de esa definitiva y definitoria sociedad
entre escritura y lectura. Dejo a mentes más esclarecidas establecer relaciones
con la herida narcisista, el locus externo de identidad y alguna otra teoría
que usted enumera de forma tan admirable. Mi respuesta es mucho más simple:
escribo para que me lean. Y mientras más, mejor.
Como le anticipaba
en el encabezamiento, me admira la forma en la que ha leído algunos de mis
cuentos. Le estoy muy agradecido, con un agradecimiento que es pudor y también esperanza.
Si un muchacho de su edad lee así, estamos bien protegidos contra muchas de las
desgracias que pregonan los epígonos del apocalipsis de las nuevas
generaciones. Es muy agradable la imagen que usa para describir mi método
compositivo. Es cierto. Es una aproximación muy válida representarse mis
relatos como un injerto: donde primero hay un pie que está rigurosamente tomado
de la realidad, luego hay una transición progresivamente imperceptible que
facilita, por último, que en la fronda se ejerza la torsión fantástica. El
terror es uno de los pocos géneros que se definen por la emoción que provoca,
por la impresión en los sentimientos y aún, las manifestaciones físicas que
engendra. Los que escribimos terror aspiramos a causar miedo. En mi caso, será
mediante un extrañamiento de lo cotidiano. Mi trabajo es hacer que, de repente,
aquello que era familiar cobre una dimensión ominosa. En efecto, la teoría es
de Freud, la fatigosa práctica sólo mía. Y en ese entendimiento, mi trabajo
estará bien hecho si logro proponer una realidad oscilante. Sólo estará
satisfecho si soy capaz de borronear los límites entre lo real, lo ilusorio y
lo simbólico.
Y ya que se
declara escritor de terror déjeme incurrir en una predicción de algo que usted
ya sabe o al menos, sospecha: numinosos académicos no perderán ocasión de
inferirle un inclemente destrato. Sepa que ese será su destino. Supondrán que
tuvo una infancia tortuosa. Que participa de ritos satánicos o aún, que se
entrega al comercio carnal con alienígenas ancestrales. No faltará quien le
prodigue la indulgencia que merecen los locos. Cualquier excusa será buena para
menospreciar o tanto mejor, ignorar su trabajo. Está a tiempo de pasarse a otro
anaquel de las librerías, a otra etiqueta en las bibliotecas. Y hasta es
probable que le vaya mejor económicamente.
La referencia crematística
me lleva a abordar otro de los puntos sobre los que me consulta. Me encantaría
vivir de lo que hago. Pero por ahora (un continuado ahora) no vislumbro que
ello suceda. “Mal de muchos, consuelo de tontos” diría mi difunta abuela pero,
en el mundo, son muy pocos los escritores que pueden vivir de lo que escriben.
Además, la multiplicación de teclados (y la autopublicación) nos han convencido
de que todos somos escritores. Por otra parte, el mercado editorial está
organizado para que, con suerte, el escritor se lleve el diez por ciento (10%)
del precio de venta al público. Haga sus matemáticas y pronto comprenderá
cuántos ejemplares tendría que vender por mes para allegarse a un pasar
decoroso. No le digo para la mansión en una isla del Mediterráneo. Y en su
cálculo no se olvide de prorratear ese salario esperado por todo el tiempo que
le lleva componer una nueva novela, el plazo entre que envía el manuscrito y
resulta aceptado y el plazo de publicación. Se requiere paciencia de santo, determinación
de samurai y frugalidad de derviche.
La mayoría de los
escritores no vivimos de lo que escribimos sino de lo que leemos. Nos pagan por
hacer reseñas, escribir notas periodísticas, prólogos, contratapas, dar alguna
conferencia o efectuar presentaciones. Algunos, además se convierten en
charlistas profesionales y obtienen un ingreso adicional. Otros dan clases o
imparten talleres. La mayoría tiene una actividad principal que le permite
malvivir para dedicarle horas a la escritura. Pero sepa mi joven amigo, que el
mejor capital que le puede proveer este oficio de escritor son los amigos.
Aproveche para ser rico en amigos. Además, no pocas veces, serán estos amigos de
la andante caballería quienes le acerquen alguna propuesta, literaria o
para-literaria que le permita redondear un ingreso. Una última recomendación en
este aspecto: sea generoso. En lo personal me resultan indiferentes los
horóscopos y las leyes del karma. Pero sé positivamente que, si se es generoso
con los demás, esa generosidad retorna con creces. Y no tengo que encarecerle
que esta manda de generosidad aplica con los colegas escritores pero también
con el prójimo.
Me gustaría
pintarle un panorama menos desolador. Pero estaría faltando a la honestidad con
la que me hace llegar su entrevista. Y sepa que el horizonte es aún más penoso.
Recuerde que su escritura compite no sólo con todo lo escrito, en cualquier
formato, sino que también con las otras ocasiones de distracción, sobre todo,
con las sirenas cuyo hechizo nos arrulla desde los teléfonos celulares. No creo
que nadie pueda predecir la evolución de la industria del entretenimiento para
cuando usted busque transitar los caminos literarios de forma profesional.
Y adivino que a
esta altura se está preguntando algo que no está en su cuestionario: y ¿por qué sigue escribiendo? ¿Por qué su página web anuncia la inminencia de
nuevos títulos, no uno, sino varios? Porque justamente, desde el momento que
comprendí que en esta república austral no era posible vivir de lo que se
escribe, me despojé de toda atadura y me consagré a hacer aquello que me hace
ser mejor padre, mejor amigo, mejor ciudadano. Aquello que me hace ser.
Espero haber
sabido dar respuesta a todas sus inquietudes. Le pido disculpas por las
inconsistencias y claudicaciones. Le reitero mi profundo agradecimiento y la
íntima felicidad que me causa saber que jóvenes de su valía se aventuran al
género y que interrogan con fundamento y esperanza. Sepa que tiene en mí un
nuevo amigo, de amistad nueva pero sentimiento añejo.