"Todo lo que nos rodea, todo aquello que miramos sin llegar a ver, todo lo que
nos roza sin que lo conozcamos, todo lo que tocamos sin palpar, todo aquello
con lo que nos topamos sin distinguirlo; ejerce en nosotros, en nuestros
órganos, y por ello mismo, en nuestras ideas, en nuestro corazón,
rápidos efectos, sorprendentes e inexplicables".
Guy de Maupassant, El Horla
A mi amigo Javito, testigo de estos hechos
Querida Alicia:
Te sorprenderá recibir la carta que ahora te escribo. Para cuando el correo llegue a Buenos Aires, seguramente ya te habrás enterado de aquello que aún desconozco, pero sospecho inminente. Imagino que estarás llorando y, sin embargo, prefiero recordar la sonrisa con la que recibiste el anuncio de que me iba a Londres. Bien sabés que, aunque jamás he estado antes aquí, ni en otro lugar del Reino Unido, desde que guardo memoria padezco una suerte de fascinación por la ciudad que serpentea a orillas del Támesis. No es ninguna novedad que puedo referir hechos históricos con la certeza de un testigo o enumerar detalles de palacios o monumentos como quien los ha visto nacer. Ya no te hace gracia examinar la infalibilidad de mis conocimientos con una enciclopedia o guía de viajeros, ni te asombra que en una película sea capaz de identificar de sólo un vistazo parajes y calles. Reconozco que a veces se me hace difícil explicar de dónde provienen todas estas excentricidades porque, más allá de la tolerancia de parientes y amigos, tolerancia que me ha permitido fingir una falsa ascendencia británica (y en momentos de verdadero exceso, hasta invocar ilusorios lazos familiares con la casa reinante), no tengo ningún vínculo con la Rubia Albión. He construido una realidad a partir de un simulacro. Pero al relatar obviedades estoy perdiendo un tiempo que ya se aleja.
El vuelo se me hizo eterno. Dormitaba de a ratos y mayormente me preguntaba cómo sería, sí la ciudad real se asemejaría a la ciudad de mi imaginación. Una vez arribado, el viaje desde el aeropuerto me causó regocijo y desdicha: Londres desplegaba toda su magnificencia y yo la veía pasar a una perversa velocidad. Podría decirse que aspiraba las imágenes, el cielo, las banderas, los edificios, las cabinas de teléfono, los policías, los demás taxis, los double deckers; mientras me daba un atracón de sonidos, de olores, de sensaciones. Por momentos, pensé que iba a quebrarme de la emoción; por otros, que necesitaba bajarme para abrazar a los transeúntes. Pero como los compromisos profesionales presentaban una agenda escrupulosa, no hubo más tiempo que para una ducha, afeitarse, lucir un traje de tres piezas y comenzar con el intercambio de tarjetas, sonrisas y trivialidades. Es increíble que así se haga dinero.
Te consta mi contracción al trabajo, empero esta vez a duras penas lograba concentrarme y mi único deseo era finiquitar cuanto antes las negociaciones para lanzarme a contemplar el río imperecedero. Más allá de los salones del hotel, sentía el latido de la urbe y la presencia se me hacía intolerable. Por supuesto que el atasco con una cláusula indómita extendió la reunión más allá de lo previsto, y al terminar la jornada resultó aconsejable merodear por Piccadilly Circus, la distinguida Regent Street, el siempre moderno Soho, la flemática Oxford Street y, por supuesto, las sastrerías de Savile Row. Mañana miércoles habría tiempo para recorrer a la luz del día las añoradas riberas, sobrevivientes de invasiones, guerras, reinados, bombardeos y otras modernidades.
Mapa en mano, salí dispuesto a sumergirme en el encantamiento de la ciudad que es todas las ciudades. De forma inaudita, leí como arriba lo que estaba abajo y en lugar de tomar para la derecha puse rumbo a la izquierda y no fue hasta dar con Hyde Park que descubrí el error. Complacido, trepé por Park Lane dispuesto a disfrutar la involuntaria adición de calles al paseo. No es infrecuente que un signo sea interpretado de manera anómala, pero este yerro originó la cadena de efectos que me llevó a abismarme en los entresijos de la historia. Pronto ya no podré salir de esta progresiva agnosia, abandonado al sueño de almas que en definitiva somos. En uno de los últimos cruzamientos, te escribo estas líneas con la vana esperanza de que, al menos, mi existencia perdure en tu mente. Pero no quiero adelantarme y mejor sigo con el relato tal como se fueron enlazando los hechos.
En mi indolente deambular me topé con la St. James’s Piccadilly Church, en cuyo atrio había una feria de antigüedades, uno de los tantos gustos que compartimos. Aunque la desproporción de la libra esterlina me persuadió de silenciar cualquier oferta, no evitó que me demorara en cada puestito, maravillado con los objetos, las monedas, los cuadros, la cristalería y las porcelanas. En el momento, añoré que no estuvieras allí, pero ahora me felicito por tu ausencia, sobre todo cuando me allegué hasta un tendido que ofrecía toda clase de cuños y matrices. No se te escapa que hace rato que venía buscando un ex libris para los habitantes de mi biblioteca, así que figurate mi excitación cuando frente a mí se desplegaba un sinnúmero de pequeñas obras de arte de una exquisita hechura y mejor gusto, especialmente confeccionadas para indicar pertenencia. Los precios eran colosales, pero no hizo falta mucho esfuerzo para autoconvencerme de que los libros de un falso Lord tenían que estar estampados con una marca original, adquirida en una iglesia de Londres. Me puse a revolver en la caja lamentando no poder llevármelos todos. Los había con formas heráldicas, con imágenes, con alegorías y con seres mitológicos. Súbitamente, me topé con un cuño mucho más pequeño, de unos tres centímetros de lado, que me atrajo con urgente magnetismo.
Era un sello de diseño geométrico, formado por tres espirales engarzados entre sí, que claramente no se correspondía con sus congéneres, pues no poseía ninguna referencia bibliófila. El ucraniano o ruso del puesto indicó que era un “driscol”, y mientras me invitaba a sostenerlo en la mano, me decía en un torpe inglés: “No se elige, te elije a ti”. Podrá parecerte un desatino, otra de mis habituales invenciones, pero en cuanto lo tomé sentí que me traspasaba un relámpago. Me miró fijamente a los ojos y se puso a repetir: “Muy poderoso”.
Al inclinarme para verlo mejor, mi corazón dio un respingo, pero lo atribuí a la emoción del lugar y al momento. En efecto, reconocí que se trataba de un triskelion, nombre que daban los romanos al milenario talismán celta. El vendedor, aunque ahora dudo de que realmente lo fuera, me explicó que las formas helicoidales que entran y salen del círculo representan las fuerzas duales en constante interacción y equilibrio, mientras que el círculo externo simboliza la totalidad en transformación permanente. Tuve que haber notado el cambio en la voz, la repentina abundancia en el idioma, pero arrebatado por sus revelaciones, le escuché decir que el triskel oficia de llave para atravesar la puerta que conduce al mundo supraterrenal. Con gravedad agregó que sólo los druidas tenían permitido portar el símbolo sagrado que reúne todos los misterios del cuerpo, la mente y el espíritu. Yo no le podía sacar la mirada de encima, hipnotizado por esa rueda que es en sí misma la idea de perpetuo movimiento, de eterno retorno. Increíblemente, el eslavo me lo regaló. Hasta se ofendió cuando quise darle un billete de veinte libras. Me dijo que era una profanación. Para aplacar la irreverencia, me lo puse con gran ceremonia en el bolsillo de la camisa, señalándome el corazón.
Conmovido, pero a la vez satisfecho, seguí mi peregrinaje por la feria. No me preguntes cómo, querida Alicia, pero de repente me encontré dialogando con el Pastor, quien luego de algunas trivialidades, me llevó a conocer el laberinto que está en el jardín trasero de la parroquia. Aunque las visitas guiadas son sólo los domingos, no hubo forma de eludir su invitación. Yo no sabía que había allí uno de esos artificios hechos para perderse. El Pastor me aclaró que éste era una réplica del que se encuentra en la Catedral de Chartres, y que al desandar sus múltiples caminos es posible obtener una experiencia mística. Ensayé una disculpa sobre mi lejano abandono de toda fe, pero no me escuchó y siguió dando su sermón, alentándome a traspasar la puerta del conocimiento último con mente abierta y espíritu dispuesto.
No me quedó más remedio que afrontar el desafío, y al principio con algún prurito, luego con decisión, comencé a caminar. En esta época del año en Londres anochece temprano; no obstante, una suerte de luminosidad me rodeaba. Era como si avanzara con un candil que no alcanza para hendir la penumbra, pero que es suficiente para sospechar las adyacencias. No creo que haga falta decirte que el fulgor provenía del triskel en mi pecho. Los contornos iban adquiriendo una extravagante dimensión que, antes que espanto, engendraba un estado de placidez, de mansa quietud. Las bifurcaciones eran infinitas o, al menos, tan numerosas que parecían infinitas, y aunque al principio no me di cuenta, con cada nuevo giro fue más notorio un rumor, un eco. Te concedo que puede parecer totalmente inverosímil si digo que de algún modo supe que ese susurro era la minuciosa orfebrería del Universo. Pero hay aún más, porque a medida de que me abismaba en estados más profundos y saludables de conciencia, también empecé a ver las ideas como percibimos los objetos a través de los sentidos. Y finalmente pude entrever el tiempo vario, superpuesto y múltiple; como múltiple y superpuesto son los varios universos.
Y desde entonces, todo se ha precipitado. No sé dónde estoy, en cuál de todas las Londres en las que he vivido me encuentro. Tengo una inaccesible evocación de haber regresado al hotel, a tientas, como borracho, pero también recuerdo que el ruso y el Pastor me arrastraban de los brazos. Por momentos son la misma persona, por otros, nunca existieron sino en mi fantasía. Estoy sentado en mi habitación, a oscuras. Sobre el escritorio está el talismán, iluminado por el chorro de luz de una lámpara. Vuelve a adquirir ese extraño resplandor. Nuevamente siento el siseante rumor de los átomos chocándose entre sí. El portal está a punto de abrirse. Ya veo un árbol, una piedra, el sol. Rostros pintados de verde. Te escribo esta carta, Alicia tan querida, que es la carta del final. Confío que, en una de las posibles trayectorias, tenga tiempo de echarla en el correo. Me encomiendo a que en alguno de tus pasados yo haya existido. Aguardo lo que habrá de sucederme con pánico, pero también con esperanza. Que yo exista en alguno de tus posibles futuros depende de esta carta.
© Pablo Martínez Burkett 2008
El presente texto resultó finalista del Concurso Mundo en Tiniebles 2008, organizado por la Editorial Galmort y fue publicado en el libro "Mundo en Tinieblas – Cuentos fantásticos y de horror", de dicha editorial en abril 2009.
Volver a disfrutar de esta historia, pero esta vez acompañada de las imágenes precisas, es un placer por que le da una nueva dimensión al relato. Me gustó mucho la forma de mantener el misterio y la tensión, y las expectativas que dejas en el lector con su final abierto.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Muchas gracias Carmen.
ResponderEliminarLa plataforma fáctica es curiosamente real. Me gusta jugar mucho a intentar tramas donde se ofrezca a la consideración del lector "una curiosa articulación de pintura cotidiana y hallazgo descomunal" (en palabras de Jaime Rest). Y que cada quien lo complemente desde su propia representación. Una vez más, muchas gracias.