ROSAURA MORALES, CANTORA
Vivía con sus abuelos en el interior profundo de la Patria. Rancho de piso de tierra apisonado, del otro lado de la vía, en esos pueblitos del interior donde las edificaciones se rinden rápido a la llanura y apenas si algún árbol extraviado interrumpe los colores del atardecer. Para la época en la que empezó esta historia, la Rosaura debía tener unos imprecisos doce años. Iba a la escuela y después ayudaba con los quehaceres, cantando, siempre cantando.
Mientras lavaba la ropa o barría el patio, cantaba. Mientras amasaba el pan para el horno de barro, cantaba. Cuando se subía a los árboles a juntar chicharras, cantaba. Cuando su abuela le cepillaba el pelo hasta la cintura, cantaba. Y cuando venían visitas y el mate se atareaba bajo el sauce, cantaba con esa voz grave, única, más propia de un muchacho que de una chiquilina juntando coraje para hacerse mujer.
Y lo que la Rosaura cantaba eran tangos, los tangos que hasta bien entrada la madrugada escuchaba su abuelo en la radio. La onda de la Capital se “agarraba” mejor de noche y la única audición disponible estaba dedicada a la música ciudadana.
La Rosaura era el número obligado en los actos escolares y demás eventos de las fuerzas vivas. La señorita Mantegazza, la del Conservatorio Amadeus, se ofreció a darle clases gratuitas. A pesar de esa voz, o quizás, justamente por esa voz, la chica era un prodigio de entonación y memoria. Aunque estuvo un año entero, la experiencia no fue del todo buena. El repertorio clásico apenas si le hacía abrir la boca. Lo único que le interesaba era cantar tangos y como lo hacía Edmundo Rivero, su ídolo.
Ah, sí, porque si alguien le preguntaba qué quería ser de grande, invariablemente respondía: cantora de tangos, como “Elmundo” Rivero. La admiración que sentía por “El Feo” era tal, que cada tanto se daba una vuelta por el salón de belleza, donde la peluquera le guardaba las revistas viejas y pasaba las páginas con pasión adolescente, buscando algo del artista que imitaba en todo. Daba saltitos de felicidad cada vez que la favorecía la suerte. Prolijamente recortaba los artículos y fotos y los pegaba en un álbum que guardaba bajo su catre. Cuando sin saber por qué, se sentía abrumada, sacaba el álbum y se figuraba cantando en los bailes de Carnaval como estrella consagrada.
Ya más grande, era un “libro abierto” digno de un programa de preguntas y respuestas. Podía recitar de corrido una biografía algo apócrifa, arriesgando con total impunidad opiniones críticas sobre las distintas etapas del cantante y las orquestas donde labró la fama de su fraseo sin igual. Deploraba a Salgan y reverenciaba a Troilo pero prefería el ciclo solista con los guitarristas que lo empezaron a acompañar por entonces. Por esas cosas de chica, sintió que debía resultar más verosímil, más auténtica y se aprendió un montón de palabras lunfardas, ¡Era tan gracioso oírla hablar con un tonito arrabalero impropio de su entorno! La más de las veces, dejaba perplejos a sus compañeros de clase, que ya de por sí, la tenían por bicho raro. Los abuelos se lo consentían con no poca indulgencia.
El padre Hilario, que además de párroco, regenteaba la Casa Social y el Cine del Pueblo, cada tanto conseguía alguna copia bastante maltrecha de alguna de las películas donde había actuado Rivero. Así pudo ver sentadita en la primera butaca “El cielo en las manos" y "Al compás de tu mentira". No fue hasta grande que vio en la tele "La diosa impura" y comprendió que con semejante título, los castos ojos sacerdotales ni siquiera consideraron posible su exhibición.
Habrá tenido cerca de 18 años cuando fue por primera vez a Buenos Aires. Quedó deslumbrada con las luces de la ciudad. Por más empeño que puso, no pudo dar con ninguna actuación en vivo del hombre que ya era su obsesión y tuvo que conformarse con un disco. De alguna manera supo que estaba destinada a vivir en la Reina del Plata y hacerse fama cantando, aunque tuviera que emplearse en casas de familia. Si Lionel (como lo llamaba en la “intimidad”). la escuchaba cantar, seguro le daba una mano.
Pero el cristal con el que labramos los sueños tiene de brilloso lo que de frágil y la abuela se murió una tarde de mayo. Y la Rosaura tuvo que quedarse a cuidar al abuelo, muy viejito y ciego. Todas las tardes le cantaba algún tango, que era su forma de mantener viva la llama. Después conoció un buen muchacho, trabajador, se casó, tuvo tres hijos y poco a poco la vida la fue apartando de su quimera. Con los años, ya casi no cantaba.
Alguna vez, cuando el mayor de sus chicos fue a estudiar a Buenos Aires, le dio la sorpresa de su vida: la invitó al Viejo Almacén, el reducto fundado por el mismísimo Edmundo Rivero. Esa noche estaba anunciada su presencia. Allí estaba por fin el hombre. Al subir al escenario, una mano solícita le acercó un papelito y tuvo la deferencia de dedicarle “Cafetín de Buenos Aires”. Con lágrimas en los ojos, la Rosaura volvió a ser aquella niñita que bordeaba el arroyito, cantando tangos, de camino a la escuela.
No hubiera cambiado su oficio de madre por aquel otro que tanto anheló, pero no pudo evitar imaginarse cómo hubiera sido la vida de Rosaura Morales, cantora.
El 18 de enero de 1986, a los 74 años de edad fallecía Edmundo Rivero, una de las voces más inconfundibles de nuestro tango.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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