Lo
que llamamos azar no es sino el nombre que se le da a los efectos conocidos de las
causas existentes pero aún no reconocidas o percibidas.
Kybalión
Cuenta la historia que un cuadrillero de la Santa
Hermandad escondió un libro destinado a un auto de fe. El movimiento fue
mínimo, pero igual le tembló la mano al imaginar los tormentos que le
aguardaban si era sorprendido por el Santo Oficio. Sin embargo, ningún horror
de la Inquisición podría desviarlo. En la obra de Jabir Ibn Hayyan al-Báriqui al-Azdi al-Kufi estaba la respuesta a sus
plegarias y el fin de sus penas.
Las instrucciones le parecieron harto claras aún
para un moro. El tratado actualizaba el magisterio de Arīsṭū, quien
enseñaba que todos los elementos de la Naturaleza poseen
cuatro cualidades básicas: calor, frío, sequedad y humedad. La receta era simple:
si era posible reordenar las cualidades de un metal para obtener otro diferente; reordenando los principios de un
cuerpo moribundo se podía acceder a un cuerpo inmortal. En efecto, lo que
convertía a la pieza robada en un
objeto invaluable era que contenía
todos los pasos para alcanzar la takwin,
la creación artificial de vida. De día, el aprendiz de brujo se abismaba sobre los folios herméticos y de noche, construía un atanor bien
grande. Dos semanas sin dormir y empezó a
sentir signos de extenuación, mas era preciso actuar con premura. Aldonza agonizaba de una enfermedad desconocida y las
numerosas sangrías y cataplasmas no habían dado ningún resultado. Al fin, el
altar donde pensaba burlar a la Parca estaba listo. Eligió una doncella de una hermosura
sobrenatural. Era perfecta para recombinar sus cualidades. La raptó una noche
de luna y la desnudó codicioso, anticipando los placeres que hallaría en sus carnes
trasmutadas. Dispuso las sustancias propicias, embutió a las dos desdichadas y
atizó el fuego alquímico. Pero no bastó con replicar la fórmula de la panacea
universal. Los aullidos de las mujeres atrajeron a la Guardia del Rey. El hedor
era inmundo. El historiador refiere que hasta un soldado viejo de los Tercios
vomitó sus tripas. El malogrado alquimista no resistió el arresto pues ya había
perdido el seso. El cronista omitió consignar que una criatura monstruosa lo
contemplaba desde el fondo del horno con una sonrisa babeante.
© Pablo
Martínez Burkett, 2013
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