¿Qué
tan sola puede ser la soledad? Sentado en un bar, dejo que la vida se
escurra por el ventanal. Miro a la gente pasar. Buenos Aires ya no es la de
antes. Casi no me reconozco en éstos que ni se miran, que van hablando en
aparatos cada vez más diminutos; o aún peor, escuchando como zombies música o
vaya a saber qué. Gente que ama, sufre y ríe. Vuelvo a recordar cómo nos
conocimos con Eva.
Fue a principio de los noventa.
En un cine de Lavalle. Estrenaban una de Almodóvar: “Tacones lejanos”, la de
Miguel Bosé, Victoria Abril y una inmensa Marisa Paredes. Por un venturoso azar,
nos extraviamos del grupo de amigos con el que habíamos ido y terminamos los
dos en Las Cuartetas. La película y la cerveza fueron cómplices para abandonar
las trivialidades y ahondar en revelaciones. Eva estaba fascinada con la
versión de “Piensa en mí” que se cantaba en la peli. De cualquier forma,
insistía con que la “original” de Chavela Vargas era infinitamente superior. Yo
tenía poco idea de lo que estaba hablando, pero me daba lo mismo que fuera de
cine, música o física cuántica. Hipnotizado, la oía hablar mientras seguía el
vuelo de sus manos. Hablaba con las manos, o quizás ejecutaba algún hechizo. No
lo voy a negar, ya no. Fue amor a primera vista. Efectúo un repaso
autobiográfico, usando las estrofas de esa canción. De repente, me asaltó una
tremenda angustia. Era imposible que una chica así estuviera sola. Como leyendo
mis pensamientos, me contó que salía con un músico, bastante mayor. Un imbécil
que cuando estaba sobrio la maltrataba y que cuando se le iba la mano con la
bebida, la fajaba. Estuvimos hasta que nos echaron. La acompañé hasta la puerta
de su edificio. Estaba determinado a no besarla, sabía que esa asesina serial
de la seducción me iba a lastimar. Pero un instante antes de marcharme, fue
ella la que me besó. Mientras cerraba la puerta, me susurró: “Piensa en mí”. Supe que en esa mujer estaba mi destino.
Después de aquella vez, una cosa
u otra, hizo que casi no nos viéramos. Pero bastaron unas pocas noches
furtivas, para que terminara de robarme el corazón. Recuerdo que a la
madrugada se le daba por levantarse envuelta en la sábana y cocinar fideos con
manteca. Invariablemente canturreaba “Piensa en mí”. Comíamos en la cama, donde
nos sorprendía el sol. Los años por seguir nos fueron convirtiendo en unos
perfectos cínicos. Esta ciudad te endurece. Cada cual seguía con su vida, añorando
poder escapar al cepo existencial. Un día, como el ventarrón que siempre fue, me
pidió que nos juntáramos a tomar un café. Estaba muy flaca. Sin anestesia, me
avisó que se iba a vivir a México. “Sos lo mejor que me pasó en la vida –me
dijo, con un amague de sonrisa- pero yo no sirvo para esposa de nadie, menos de
vos”, me dijo. Y se marchó.
Fue en el mismo antro en el que
estoy ahora mirando por el ventanal. La gente pasa y no lo sabe. Me repaso los
labios. Aún llevo la ceniza que me dejó aquel primer beso. Ayer lo leí en el
diario. Un recuadro chiquito, informaba con impersonal asepsia sobre la muerte
de dos argentinos en México. Un accidente de tránsito. Era Eva y el pelafustán
ese. Nunca se animó a decirme que se iba con él. Y yo, que ni siquiera lloré en
el entierro de mi madre, me he pasado la noche llorando, sentado en un sillón,
con la luz apagada, mientras pasaba una y otra vez: “Piensa en mí”.
En un día como hoy, pero de 1919,
nacía Isabel Vargas Lizano, mejor conocida como Chavela Vargas. Aunque
originaria de Costa Rica, fue la mayor exponente de la “ranchera”, género
musical mexicano, país que adoptó como propio. Sus interpretaciones eran de una
desgarradora exquisitez. Ya mayor, triunfó en España y Francia, gracias a la
difusión que le dio Pedro Almodóvar en sus películas. Su último disco, lo grabó
a la edad de 93 años, poco tiempo antes de morir.
© Pablo Martínez Burkett, 2013
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