Durante años, tuve la fantasía de hacerme afeitar a la navaja. Supongo
que el berretín me quedó de tanto ver películas de cowboys. Cosas de chico que
siguen ahí, incluso cuando uno se hace grande. El caso es que un sábado, que andaba
de cacería libresca por la Avenida de Mayo, me topé con un prometedor: “se
afeita a la navaja”. El cilindro giratorio, rojo y blanco, era una invitación a
viajar a la historia. Entré a la peluquería como preso de un hechizo. Los
sillones eran blancos y verdes. En las vitrinas había frascos antiguos, de
color caramelo. La “bocha” de los fomentos, coronada por un águila rampante,
era increíble. En el aire había olor a eucalipto.
Un viejito
estaba de espaldas asentando la navaja en una correa de cuero, mientras un
cliente, con la cara enjabonada y los ojos cerrados, aguardaba la celebración
del rito. Cuando el barbero sintió la campanilla de la puerta, me relojeó desde
el espejo y con acento castizo, me dijo: “Enseguida lo atiendo, joven”. Me
senté a esperar, admirando los detalles. El local estaba atestado de cuadros
con fotos, carteles de cine y teatro. Hasta donde pude ver, eran sobre alguna
cosa de flamenco. Finalmente, llegó mi turno.
Mientras me
aplicaba unas compresas húmedas y calientes para “abrir los poros”, don
Calixto, que así se llamaba, se encargó que aclararme que no era gallego sino de
Málaga. Que en la Guerra Civil española se había batido del lado republicano. Después,
me pasó la brocha con un jabón aromático: las manos temblorosas en la navaja, me
hicieron dudar pero con movimiento experto fue dando cuenta de mi barba. Al
mismo tiempo, emprendió un monólogo que sin dudas había repetido infinitas
veces. Empezó a señalar las fotos. Todas pertenecían al cantor Miguel de
Molina. Que esa de allí, está con el jopito bajo el sombrero y las camisas
estrafalarias; que en esta acá, está saludando en el Teatro Avenida; que en
aquella de allá, está recibiendo la Orden de Isabel La Católica. Juraba que
eran del mismo pueblo, que habían crecido juntos. Que mientras él aprendía el
oficio de barbero, “Miguelillo” hacía los mandados en un burdel. Como si fuera
el mejor de los secretos, bajo la voz para revelarme que ya por entonces al
chavalillo no le interesaban las mujeres. Y prosiguió, imparable. Que lo había
visto debutar con El amor brujo, de
don Manuel de Falla. Que por esas cosas de la vida, se fueron encontrando en
Madrid y en Valencia, donde Miguel se labró gran fama como coplista, con éxitos
como “Ojos Verdes, “La bien pagá”, “Te lo juro yo” o “Triniá”. Previsiblemente,
me canturreó un poco de cada una. Que lo había socorrido cuando tres matones lo
dejaron casi muerto de tanto pegarle por republicano y “mariquita”. Que se
vinieron juntos a la Argentina. Que nunca entendió su retiro, tan temprano. Que
lo afeitaba siempre, en este mismo sillón donde yo estaba sentado. Me contó tantas
cosas más, que ahora, no puedo recordar.
Me puso agua de
colonia y sonrió satisfecho. “Lisito como culo de bebé”, festejó con acento
andaluz. “Así me decía siempre Miguel”, me dijo y repentinamente, se llamó al
silencio, absorto vaya a saber en qué recuerdo. Le pagué y me fui. No sólo que había
cumplido mi fantasía de niño: sin querer, me había sumergido en un pedazo de la
historia de España, guiado por las manos temblorosas de un barbero.
En un día como
hoy, pero de 1908, nacía en Málaga, Miguel de Molina, cantante que en su tiempo
fue el artista de variedades más famoso de toda España. Por sus simpatías con
el bando republicano y su orientación sexual, fue perseguido, golpeado y
torturado por el régimen franquista. Era amigo de las cantaoras Pastora Imperio y Antonia Mercé "La Argentina", los poetas Federico García Lorca y Jacinto Benvavente, el
torero Manolete y la propia Evita. La película “Las cosas del querer” está
basada en su vida. Se exilió en la Argentina, México, Nueva York y nuevamente
la Argentina, donde murió.
© Pablo Martínez Burkett, 2013
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