Quien con monstruos lucha cuide de convertirse
a su vez en monstruo. Cuando miras largo
tiempo a un abismo, el abismo también mira
dentro de ti.
Friedich Nietzsche
Peculiar era el epíteto más usado por la familia. El gesto,
invariable, era de resignación y desdén. Tanto casamiento entre primos iba a
traer consecuencias. “Niño rico con pajaritos en la cabeza”, la definición de
la regenta del burdel donde solía demorarse. Las causas iban desde la temprana
orfandad a la ausencia de rigor en los castigos infantiles, pasando por un exceso
de lecturas espinosas. Probablemente el primer experimento haya sido producto
del azar. Nunca lo sabremos. Pero el menor de los Urquiza empezó a encerrar
insectos en frascos de vidrio alegando que eran piezas artísticas. Aunque los
cautivos perecían sin remedio, las llamaba naturaleza
viva. Pronto el catálogo de sabandijas se amplió a pequeños animales: un
cuis; un sapo, un gorrión de alas rotas. Los observaba con depravado deleite. Hipólito
se asiló en la casita a los fondos de la mansión familiar rodeado de su galería
de fenómenos. Con el tiempo consideró retratar ese feudo de la industriosa
corrupción y se metió a fotógrafo. Un segundo azar, que algunos atribuyen al
encierro o a la higiene deficiente, le sembró de larvas una pierna. Cuando lo
advirtió ya era tarde y antes que urgir el aseo y la desinfección se entregó al
progreso de la podredumbre. Dados gordos de incienso ardían constantemente en
todas las habitaciones sin que consiguieran menguar el hedor, y sin embargo, Hipólito
Urquiza ya era incapaz de percibir otra cosa que no fuera su progresiva condición
de obra de arte. Una meretriz piadosa le deslizó la colosal dosis de morfina
que lo mató. No me decidía a aceptar la curaduría de las fotos que atesoran la
secuencia de su desatino, hasta que leí en el reverso una línea de su puño y
letra: “arte es aquello que te obliga a cambiar la mirada”.
© Pablo Martínez Burkett, 2013
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