Me senté, mirando aquel paisaje rico en bosques, refulgente con la
luz majestuosa y melancólica que a cada momento disminuía más.
Sheridan Le Fanú
La mayoría de las mudanzas
suceden en nuestra total inadvertencia. O indolencia, que para el caso es lo
mismo. Décadas entregadas a la desidia de ciudadanos poco amigos de resignar
confort, sumadas a la mezquindad de gobiernos enzarzados en negociaciones condenadas
al fracaso, nos fueron cocinando al vapor pestilente de la contaminación. La
olla del holocausto ambiental se cocía a fuego lento pero todos estaban
más preocupados por lograr el desarme nuclear, contener el terrorismo, jugar a
las inversiones inmobiliarias o evitar el Y2K.
Si ha
de fijarse un comienzo, un momento donde el proceso furtivo se volvió
evidente, la fecha quizás sea hacia finales del Siglo XX. El progresivo
calentamiento de las aguas del Océano Pacífico engendró el fenómeno climático
llamado (no sin gracia) El Niño. Los patrones meteorológicos cambiaron para
siempre. El estrago que dejó a su paso fue más devastador que todas las bombas
atómicas soterradas en aburridos silos. Los huracanes cobraron un vigor
homicida. Los titulares bautizaban cada destrucción como la más fuerte
de la que se tenga memoria. Memoria circunstancial esta, porque el próximo desastre
reducía el anterior a dimensiones liliputienses. El Niño tuvo su Niña y la miseria
se volvió cotidiana. Los ciclos se hicieron más cortos y la devastación continua.
Se
adicionaron escalas, se cambiaron nomenclaturas pero ya no hubo manera de
llamar a cada episodio de sequía, inundaciones, diluvios y plagas bíblicas. Los
muertos empezaron a contarse por miles, ahogados por deslizamiento de lodo, descuartizados
por escombros, sepultados por la nieve. Pronto serían millones. Huracanes y
ciclones se manifestaron en regiones insólitas. Los incendios forestales
cercaron las ciudades, el humo las tornó irrespirables. Los millones de árboles
arrancados por las sucesivas tempestades se unieron al estropicio de la tala
indiscriminada. La migración de bestias e
insectos fue desesperada y la furia de la Naturaleza fue por demás de
democrática. El azote se derramó por igual en regiones pobrísimas pero también, en el corazón
de la riqueza. El rigor de los inviernos y el calor criminal de los veranos ya
casi no dejaban vivir. La mortandad animal esparció un magma hediondo.
Las
obras de reconstrucción se rezagaban del nivel de daños y las torres
de tendido eléctrico quedaban retorcidas sobre el yermo, las vías de
ferrocarril, arrancadas de cuajo; los puentes y carreteras, una sucesión de elocuentes
agujeros. Los hielos polares se derritieron y un mar ardiente inundó las costas
y deltas fluviales. Las defensas costeras fueron insuficientes y el carnaval de
cadáveres flotando en ríos desmadrados ya no asombró a nadie. Ni los sobrevivientes
clamando por ayuda sobre los techos ni los refugiados apiñados como animalitos
asustados. El éxodo de víctimas se volvió permanente y con el trasegar humano, las
epidemias e infecciones se hicieron corrientes. El agujero de ozono se expandió
y uno se topaba con gentes llagadas como muertos ambulantes. La
salud pública colapsó. La mayoría de las tierras de cultivo y las planicies aptas
para el ganado dejaron de producir y tampoco hubo quien las trabaje. El hambre reclamó
su cuota.
El fin
estaba próximo pero una parte de la humanidad, sin embargo, se aburría frente a
las pantallas de televisores, ordenadores y teléfonos que todavía funcionaban, como si la
tragedia fuera de los otros.
Las
emisiones nocivas aumentaron a un ritmo enloquecedor. Cuando fracasó el bombardeo
atmosférico con gases benéficos, el efecto invernadero se renombró como “El Efecto
Caldero”. El calentamiento global fue imparable y un día, un día, el sol se
oscureció y ya fue imposible distinguir la noche de la vigilia. Todo adquirió el contorno de una niebla tornasolada. Se abandonaron muchas ciudades y reinaron los fantasmas.
Era un
ámbito inmejorable para los predadores nocturnos. No obstante, las Criaturas de
la Oscuridad decidieron reducirse a moradas subterráneas. Ya volverían cuando
amainara este apocalipsis temprano. O serían los únicos sobrevivientes, porque entonces
se desataron las guerras. Por un pedazo de tierra seca, por el resto de los
combustibles fósiles, por el uranio, por las reservas de agua. La historia las
conocería genéricamente como “La Guerra de los Elementos”. Pero esa es otra historia.
©
Pablo Martínez Burkett, 2014
Este es el décimo tercer capítulo de la saga "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".
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