Luego le cortaron la cabeza, y del
cuello seccionado brotó un chorro de sangre.
Sheridan Le Fanu
Los guardias apostados en la puerta no
advirtieron que en esa muchedumbre aleteaba la muerte. Mucho menos que como
ellos, tendría ojos rasgados y piel amarilla. Unos pocos chinos recién
convertidos fingían jugar frente a la reja principal entre risotadas y chistes
obscenos. Cuando con indolencia, la seguridad salió a dispersarlos, las
Criaturas de la Noche se dieron un festín. Mientras tanto, dentro de los
jardines pasaba lo mismo y sombras feroces se descolgaban de techos y paredes. Todos
los cerrojos y sistemas de seguridad fueron removidos uno a uno y pronto los
defensores se vieron desbordados por el contingente de vampiros. Gente
eficiente estos chinos: pilas de cuerpos desangrados jalonaban su paso. En no
más de cinco minutos habíamos irrumpido en el antiguo castillo del Dr. Hsiao
Mi.
El Dr. Hsiao Mi era un químico
extraordinario, un profesor varias veces galardonado con premios
internacionales, autor de libros imprescindibles en materia de genética
avanzada. ¿Su especialidad? La réplica de ADN artificial. Tras el holocausto
ambiental, la mayoría de seres vivos se habían extinguido o tenían alteraciones
que impedían su reproducción. La supervivencia de la humanidad dependía de la
urgente restauración del equilibrio. En todas partes se trabajaba para sintetizar
las cadenas biológicas. El Dr. Hsiao Mi era el más exitoso y efectivo. De hecho, los animales arrasados por Ikito y su horda salvaje en el Genetic Research Institute eran fruto de su investigación. Pero también el Dr. Hsiao Mi era el verdadero cerebro detrás de las granadas con cera artificial y polvo de raíz de artemisa. Mientras el malogrado y no menos falso Dr. Wong distraía a la Pequeña con infinitas postergaciones y despistes, el genetista conseguía el elemento aglutinante capaz de engendrar las bombas que alteraban la circulación de la energía vital y convertían a los vampiros en una tea ardiente. Huàn yǔ wūshī, el jefe de la mafia china, lo había atraído a la senda del delito pagando fortunas incalculables. La fortaleza que ahora Luana rendía tras corto sitio era uno de los tantos beneficios que había obtenido al vender sus conocimientos al crimen organizado.
Después de la concienzuda carnicería de
guardias y personal doméstico, sólo quedaban el propio doctor; su esposa, la
gimnasta olímpica Chiao Mei y su hija de pocos años, la asustada Yen. A su
alrededor, en un arco cerrado, aguardaban los serviles orientales con las
fauces ensangrentadas. Luana se abrió paso. Detrás de ella pasamos Ikito y yo.
Con palabra amable pero firme le hizo saber el propósito de nuestra visita:
1. Obtener el antídoto para las bombas
de moxibustión;
2. Identificar el laboratorio donde se
producían y
3. Dar un escarmiento.
Probablemente el químico sospechara este
último objetivo porque estaba arrodillado, con los brazos por detrás y atado
por los codos. Declaró que no existía antídoto y que desconocía la locación de
la fábrica. Después, trató de negociar la vida de su esposa e hijita, que se
abrazaban ateridas en un rincón. Luana pareció acceder. Se acercó a ambas
mujeres, les tendió la mano. Pero repentinamente algo cambio y arrastró de los
pelos a la deportista. La niñita empezó a llorar, gritando. La desdichada chillaba
también. El hombre aullaba, lloraba, amenazaba, maldecía, imploraba. Luana
situó a la mujer frente a su esposo, los chinos lo sostuvieron para que no
perdiera detalle. El movimiento fue brutal como inesperado: la tomó por la
cabeza y le hundió los dedos en los ojos hasta hacerle estallar el cerebro. La
dejó caer como un muñeco de trapo. Con el ceño aún fruncido por el esfuerzo ordenó
con la mirada a su pequeño ejército, que no dejó una gota de sangre en el
guiñapo humano. El Dr. Hsiao Mi echaba espuma por la boca. La diminuta Yen
había entrado en un estado catatónico. No puedo decir que la sangre y la
violencia me resulten ajenas, pero nunca hasta ahora me había visto precisado a
considerar mi posición frente a la tortura que una cosa es su discusión en
abstracto y otra muy distinta, atestiguarla. Sin embargo, la dinámica de los
hechos no me dio tiempo para seguir con tales disquisiciones.
Los esbirros asieron al Dr. Hsiao Mi por
las extremidades y con despojada saña le clavaron bajo las uñas unas astillas de
bambú previamente sumergidas en agua. Si el dolor de por sí tiene que ser
intolerable, a medida que se hinchaban fue evidente que se tornó algo imposible
de sobrellevar. El doctor se orinó en los pantalones y un vagido que quería ser
un insulto le hacía globitos de espuma en la boca. Se desmayó. Pronto lo
despertaron de mala manera.
Cuando fue capaz de entender, Luana le
anunció que toda la generosidad que podía esperar de ella ya se había agotado
con la muerte de su esposa, rápida y casi, enfatizó el casi, sin dolor. Que este
suplicio inventado por sus ancestros lo experimentaba para anticipar en carne
propia lo que iba a sufrir su hija. El Dr. Hsiao Mi alcanzó a enfocar a su
pequeña, todavía rígida y absorta de espectáculo tan aterrador. Comprendió que las
lealtades se resquebrajan muy pronto cuando se juegan otras cartas. Accedió a
decir la verdad a cambio de una muerte incruenta para ambos. A mi vera, Ikito
negaba con la cabeza.
Luana reiteró las preguntas pero con un
tono que anunciaba impaciencia. Las respuestas fueron honestas. Efectivamente
las granadas de cápsulas pegajosas no
tenían antídoto. Una vez desatado el desbalance de la energía vital, los
vampiros alcanzados por la moxibustión se convierten en una bola de fuego sin
que nada pueda evitarlo. El Dr. Hsiao Mi se envalentonó con esta desigual
victoria. De alguna manera sonrió mientras daba la locación precisa de la
fábrica de las bombas, en medio del Barrio Chino, custodiada por la elite de las
Triádas y los mejores elementos de la División Roja de la New Scotland Yard. El
recuerdo de su padre, el DCI Nakasawa, enfureció aún más a una inquieta Ikito
que musitó algo al oído a Luana. Si conozco a la Pequeña, debe haber reclamado
para sí la matanza final. Luana volvió a ordenar con la mirada a sus secuaces. Con
efectividad de hormigas, los chinos empezaron a vaciar la estancia hasta
dejarla sin muebles. No quedó ni un papel en el piso.
El Dr. Hsiao Mi respiraba con dificultad
mientras contemplaba atónito el vaciamiento de enseres y efectos. Ikito se
acercó a la niña. Hizo un giro vertiginoso sobre sí misma, el brazo derecho
extendido, lo mismo que el dedo meñique. Cuando volvimos a ver a Yen comprobamos
que una línea roja le recorría todo el cuello. El tajo era profundo como para
que brotara sangre pero insuficiente para provocar una muerte inmediata. La chiquilla
recobró el sentido, abrió grande los ojos, la boca se le crispó en un grito
silencioso y después se llevó las manos a la garganta, que se le tiñeron de rojo.
Luana se aproximó al padre que agradeció morir así sin tener que presenciar el
desenlace del tormento. Imparable, nombró todas las veces que había sido
infiel, sus faltas como padre, las prolongadas ausencias laborales, la obsesión
profesional, el enriquecimiento ilícito, todas las muertes que causó. Me
impresionó mucho lo último que dijo: -Sé que cuando uno elige, tiene que
afrontar las consecuencias de su elección. Sé que merezco morir.
Finalizado el discurso, la más excelsa de
los Hijos del Sol Negro lo mordió con fuerza. Hubo un chasquido y el goloso
borbotar de la sangre. Luana se hartó de sorber pero no lo mató sino que, en el
último instante, lo convirtió en vampiro. Bien sé yo de la voracidad homicida
que se apodera de un recién convertido. Es brutal, es abrumadora. Es
irresistible.
¡Ay Luana y su amor por los detalles! Por
eso los chinos sacaron todo de la habitación. Para que no quedara nada que le
permitiera suicidarse antes que responder al llamado de la voraz ansiedad que
le quemaba las venas. Nos fuimos y los dejamos encerrados, a los dos, padre con
novedosa sed de sangre, hija con el cuello sajado. Pronto el más bestial de los
escarmientos se habrá consumado.
© Pablo Martínez Burkett, 2014
Este es el trigésimo quinto capítulo del folletín por entregas "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón" y (34) "Un golpe de efecto".
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