Iovis omnia plena: ille colit terras, illi mea carmina curae
PUBLIUS VERGILIUS MARO - Ecloga III
A PESAR DE las exageraciones contenidas en las crónicas apócrifas, es probable que en la batalla hubieran perecido más de cinco mil bárbaros. Si la reciedumbre de sus legiones era fama, la pericia militar del magno general nunca estuvo en disputa. Acampado fuera del pomerium, resultó natural entonces que reclamara para sí el Triunfo. Por una vez, no fue necesario tentar la venalidad del Senado y prontamente se lo decretó triunfador, disponiéndose un presupuesto considerable para la celebración de las honras. Los políticos y los hombres de armas siempre se han necesitado mutuamente.
Desde el Campo de Marte se organizó la entrada solemne. Los magistrados y senadores encabezaban la ceremonia militar. Luego, un séquito de trompetas precedía la ostentación del botín, pleno de ídolos allanados, armas rendidas y el oro capturado. A continuación un par de toros blancos, con los cuernos dorados y tiaras de papel entrelazadas, caminaban ordenadamente. Son las víctimas cuyo sacrificio ha de resultar culto agradable a Júpiter Capitolino. En seguida, son trasladadas unas aceptables representaciones de las hazañas del conquistador y pancartas con los nombres de las plazas rendidas y las matanzas perpetradas. La firmeza en el suplicio consiguió que unos prisioneros confeccionaran con premura pero también con pericia, unos cuadros de notable elocuencia. Este despliegue pictórico anticipa el esperado tránsito de los vencidos, que encadenados unos a otros, componen un purulento desfile de barbas inconcusas, yelmos de fatua cornamenta y andrajos de lo que fuera un ropaje colorido. Al frente de esa cohorte de fantasmas y espectros, marchan con recobrada altivez los caudillos sometidos. Pronto los verdugos se emplearán sin descanso en la cárcel Mamertina.
Las vías y plazas habían sido engalanadas propiciatoriamente con guirnaldas de colores y en los sucesivos templos se quema incienso y otros perfumes de la tierra. El público se apiña para celebrar el paso de los guardianes del Imperio. De vez en cuando es bueno contemplar a aquellos por cuya sangre resulta posible el bienvivir de los ciudadanos. Concluido el paseo de los cautivos, marcha con orgullo marcial el colegio de lictores, portando las fasces al hombro. Son el símbolo de la autoridad y del poder de Roma. En seguida, se entremezcla un cuerpo de flautistas con ejecutantes de cítaras y otros instrumentos que mantienen el compás de la procesión.
La multitud estalla en vítores y aplausos y se arremolina para ver mejor el paso del carro triunfal, tirado por cuatro elefantes blancos. La ocasión consiente semejante dispendio de las arcas oficiales. El general luce imponente, majestuoso, el bravo rostro pintado con el color de los inmortales, la túnica palmada, la toga recamada en oro, la corona de laurel y el cetro con el águila marmórea. A sus espaldas, un esclavo sostiene sobre su cabeza la corona de oro de Júpiter Óptimo Máximo y a intervalos le musita el admonitorio memento mori: recuerda que eres mortal, recuerda que has de morir.
Las canalladas propias de la sucesión, privaron al magnicidio de toda elucidación. Aunque el griterío y las corridas hacían inaudible cualquier dictamen, algunos oportunistas dicen que el asesino pertenecía a una nueva secta y que las palabras que pronunció fueron: memento homo, quia pulvis es et in púlverem te reverteris, esto es, recuerda hombre que polvo eres y que en polvo te convertirás. Otros arriesgan que se obró por salvaje despecho, al juzgarse postergado en el mérito de haber yugulado al principal caudillo bárbaro. Terceros, más terroríficos, invocan el designio Joviano, que de manera harto frecuente, con una mano concede la apoteosis frenética y con la otra, malhiere hasta la impiedad. Desde la noche de la Historia, querido lector, el misterio del último pretoriano aguarda tu versión.
© Pablo Martínez Burkett, 2008
Como descendiente de romanos (qué europeo no lo es), originario de una ciudad fundada por una legión romana (La Legio VI Gemina) y admirador de todo lo que tenga que ver con aquella cultura (que no nos es lejana aunque parezca que intentamos ignorarla), reconozco mi especial debilidad hacia este espléndido relato.
ResponderEliminarTu capacidad descriptiva se desborda por cada uno de los renglones, y cómo no, esa habilidad para tratar el curioso "género conjetural". El misterio del último pretoriano es uno e infinitos: tantos como lectores, o incluso más.
Vanitas vanitatis et omnia vanitas.
Saludos desde Hispania.
Quizás todos podamos decir como el Apóstol: "Ego civis romanus sum" (Hch, 22:27).
ResponderEliminarNo tenía sospecha alguna de dedicarme al "género conjetural", pero definitivamente me apropio de es definición.
Lo que sí sé es que para mí, un relato no es más que un amasijo de palabras, esperando que venga el lector y lo recomponga desde su propia representación.
Total, al final de cuentas, Iovis hace lo que se le ocurre.
Muchas gracias. Un abrazo.