sábado, 27 de febrero de 2010

LAURA

Los hombres inventaron el adiós porque
se saben de algún modo inmortales,
aunque se juzguen efímeros y contingentes.

J. L. BORGES ─ Delia Elena San Marco





ANOCHE SOÑÉ CON usted. Acudía a mis sueños a participarme de la boda con su novio de antaño. Atribulado por lo repentino de su visita y angustiado por lo inexorable de su anuncio, le pedí - más bien diría, le rogué - que me concediera un último almuerzo juntos antes del último adiós. Para mi asombro, accedió con una sonrisa de austera complicidad.

Pero aún tratándose de un sueño (eventos de intrincada urdimbre a los que no deseo referirme) no pudimos, como no pudimos otras tantas veces, perdernos en las marañas de una franca intimidad. A pesar de lo difuso y de esa cierta alteración que se da en los sueños, recuerdo que nos prolongábamos en la discusión sobre la conveniencia de elegir un lugar u otro. Usted insistía en invitar a un amigo común para mí desconocido. Su madre, multiplicando las preguntas, se afanaba en conocer mis andanzas pretéritas, obligándome, en serena cortesía, a mantenerme apartado de su lado. Algunos accidentes los he omitido, otros sencillamente, los he dejado de lado. Sin embargo, no puedo olvidar cuánto me mortificaba ver como se nos escapaba el tiempo en cosas baladíes.

Al fin, me desperté sin poder concretar mi anhelo. En vano cerré los ojos y pretendí sumergirme en el atolondrado río de los sueños para buscarla. Soñé con la montaña por la que bajamos tomados de la mano; con una pizzería de Florida en la que comimos juntos; una parada de colectivos hasta donde me acompañó una noche; con el patio del colegio vacío; un cambio de guardia de los Granaderos y la despedida esa, en el zaguán de su casa, en la que no me animé a besarla. Soñé con todo, pero usted, usted ya no estaba.

Durante años, a pesar de los cientos de kilómetros que nos distanciaban, celebramos cada mañana el milagro de tenernos, el secreto gozo de saber que el otro estaba siempre allí, no importaba haciendo qué, simplemente estaba. Los hilos de la historia iban tejiendo sus nudos, y nosotros nos dejábamos envolver, a veces con dulce inocencia y a veces en consentida ceguera. Y así cada anécdota era un paisaje para relatar en divertidas cartas interminables y cada paisaje, una anécdota para compartir la tarde. Cada latido era un recuerdo para ofrendar y cada ademán, un rito secreto que al otro quería invocar.

Recuerdo la mañana de julio en la que, con los arrestos del valor que carezco, le insinué con el terror de quien desvela un espejo, que a esa altura teníamos algo más que una profunda amistad. Usted no decía nada, dejaba que mis torpes palabras fluyeran, o más bien se atropellaran, mientras sonreía tímida pero radiante. (Con cuánta delicadeza supo disimular que mi osadía no era más que las copitas que había tomado para animarme). Usted siempre me alentó a que siguiera escribiendo lo que por aquel entonces eran esbozos grotescos cargados de solecismo. Y yo le inventaba mil nombres y la adornaba de versos (delirados versos) que eran mi único modo de acariciarla.

Esta mañana al levantarme, releí sus cartas, todas sus cartas. Si alguna vez le mentí que las había quemado fue para que se sintiera liberada de las palabras vertidas y no, como pudo interpretar, un gesto de estudioso desaire. Sepa disculpar que aún las atesore. Recuerdo una en la que me decía "... y escribime prontito si no querés que me aprenda de memoria tu última carta..." y me enviaba con sutil ternura, algunas hojas secas del otoño porteño, algún pedacito de lana del pull-over que se estaba tejiendo, una corteza de árbol, una flor amarilla o la luna misma. No sé que falló.

Leo una frase que me atribuye y que no recuerdo haber acuñado: "Soy un pedazo de tiempo y un tiempo de pedazos". Creo que bien cabe como epitafio.

Se asombrará que la trate de usted, práctica si se quiere antojadiza para estos relajados años finiseculares. Pero es que la relación que nos dispensamos se hubiera visto más apropiada en otra época.

Ayer mis médicos acertaron en ponerse de acuerdo sobre el diagnóstico. Afirmaron gravemente (sentenciando gravemente): "Alteración morbosa de las facultades mentales, con concepciones delirantes fijas de carácter paranoico...". Agradable circunloquio.

Anoche soñé con usted. Cuánto lamento, cuánto añoro, cuánto me pesa jamás haberle dicho "te quiero", a usted mi visitante nocturna. A usted mi sueño mejor, a usted que hace tantos años que en la vigilia ha muerto.




© Pablo Martínez Burkett, 1986

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