Roxana (con vehemencia):
¡Vos! ¡Oh! ¡Comprendo cuán
generosa fue vuestra impostura!
¡Las cartas!... ¡Erais vos!
Cyrano: ¡No!
Edmond ROSTAND –Cyrano de Bergerac
Escena VI- Acto V
EL CABALLERO ERA un tahúr del amor. Según la perspectiva, podría decirse que disfrutaba de una vida policroma, plagada de historias salaces dignas de un opúsculo medieval, de los que se atesoran bajo siete llaves en destacado lugar de la biblioteca. Había perdido la cuenta de los años que traía jugando únicamente en mesa de profesionales, que no es la de los amores mercenarios sino esa, donde lo menos que se pierde es la camisa. Si bien en ciertas ocasiones salió escaldado, se había vuelto un perfecto cínico. Que al fin y al cabo, se podrá perder la camisa pero nunca el alma, aunque para ello sea necesario anestesiar la revolución visceral que cuestiona sin paciencia sobre cuándo volverás a verla... tan solo verla.
Vano coleccionista de momentos, también era un simbolista y alguna vez pudo atisbar la sombra que revela la rosa, el carbón que enuncia la llama, el beso que encubre el latido. Quizás en el fondo, no fuera otra cosa que un sentimental malparido conservando la esperanza de que tras la bruma, una mañana, divisara la ansiada bahía donde pacificar sus muchas tempestades. Y por un momento, siquiera, pulsar aquella nota que es fragmento de la melodía que sostiene el Universo y ser de nuevo todo en uno.
Así estaba, náufrago de todo destino, cuando decidió jugar aquella partida. Las crónicas apócrifas dirán que fue más por diversión que por genuino arrebato, yo sé que abrigaba alguna esperanza a favor de su nueva contrincante.
-Todas las partidas anteriores nos preparan para una –dijo ella, concienzuda mientras repartía.
-Todas las partidas anteriores –confesó él- nos preparan para la última.
Jugaron con recobrado fervor, paladeando anticipadamente el deslizar de los naipes por el paño. Hoy sé que pensó que había dado por fin con otro taumaturgo digno de su arte, pero sé asimismo que padeció algún desencanto por el expeditivo desenlace. Igual, cuando recibió las últimas cartas, no supo que hacer. Es aterrador constatar que el azar consiente en apañarnos. Sin embargo, era tiempo de mostrar el juego: 10... J... Q... K... Los corazones llameaban gloriosos sobre el terciopelo verde.
-¡Impresionante! - dijo ella con genuina admiración - si tienes el As es escalera real ¡y de corazones! La mano que al menos una vez en la vida todo jugador, amateur o profesional, ambiciona merecer.
- El As de corazones eres tú- dijo él con un suspiro- y depositó la última carta en el mazo. Luego se besó el dedo índice y lo posó, trémulo, sobre los labios de ella. Y se marchó.
Pese a las múltiples conjeturas, nadie supo a ciencia cierta por qué lo hizo. Años después tuve oportunidad de entrevistarlo en ocasión de publicar su último libro. Las preguntas se sucedieron convencionales como yermas las respuestas, hasta que el silencio tomó forma de oprobioso interrogante. Apagó el grabador, le pegó una calada al cigarrito y respondiendo a la pregunta tantas veces eludida, me dijo:
-Vea, amigo, como dice la canción “hay quien afirma que el amor es un milagro”. Entre tenerla para malgastarla en el óxido de la rutina; y no tenerla, pero llevarla siempre en mi corazón, ya se sabe que mal menor elegí. ¿Cómo iba a hacer yo para vivir sin su latido?
Lo dejé con el rostro hundido en las manos, creo que lloraba. Al girar la llave en mi casa, mi hija me recibió con un dibujito y el perro por enésima vez me ensució los pantalones. Desde la cocina llegaba el aroma intercesor de un guiso. Descubrí que la legítima se atareaba canturreando una canción. Grande fue mi sorpresa cuando distinguí el estribillo “Ay amor, que terriblemente absurdo es estar vivo, sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido, sin tu latido”.
© Pablo Martínez Burkett, 2007
El presente texto resultó finalista en el Certamen Editorial Parábola 2007 y se halla publicado en "Antología Cuentos y Poesías" de dicha editorial (ISBN 978-987-1447-12-1).
Precioso cuento, con base musical. Una historia muy bien llevada, que deja un gustillo amargo y melancólico que se agradece, pues es un sabor conocido. Esos amores que dejamos para no perderlos, por ese instante de placer en el que podríamos haberlos hecho nuestros, son los amores que nunca se separan de nuestro lado, esos amores adolescentes y no tanto (no creo en la existencia de la adolescencia amorosa, pues el amor forma parte de nuestras vidas y nace en nosotros sabiendo), que duelen en el recuerdo pero no en el alma. Como decía una belleza de cuento.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Muchas gracias, Carmen.
ResponderEliminarEste cuento fue la necesidad de escribir el final previsto para otro, pero que los amigos que forman una suerte de comité de lectura reprobaba vivamente. Y bueno, exorcisamos ese final escribiendo esto. Que no es sino, como bien vos decís, con insuperable poesía "amores que nos duelen en el recuerdo pero no en el alma".
Nuevamente, muchas gracias por tus palabras.