Acodado en la barra, mareaba unos hielos en el vaso de whisky, mientras dejaba que los ojos codiciosos merodearan por la pista de baile. Indolente, jugaba a recomponer los contornos que las luces giroscópicas extirpaban a la oscuridad, hasta que el vagabundeo visual recaló en un cuerpo femenino que se destacaba entre los danzantes. Unos pantalones blancos, que parecían no consentir otro milímetro de esfuerzo, se las apañaban para encerrar unas caderas monumentales; al tiempo que bajo una mínima blusa de seda, unos pechos rotundos como planetas, desconocían la moderación de sostén ninguno.
Y para completar la progresiva enajenación, una perla en el vientre desnudo ejercía de calidoscopio irisado.
Poseída por el pungente ritmo, la muchacha cerró los ojos, se mordió golosamente el labio inferior y su rostro prefiguró una morbosa perfección que ofició en el mancebo como si hubiera escuchado la convocatoria de un cuerno de combate. Con lejano eco de guerras trogloditas, se le ocurrió que el cabello inflamado oficiaba de bandera y las sienes empapadas susurraban recuerdos de lecho recién revuelto. Fue entonces que, desertando del cobijo cavernario, el hombre primordial se aventuró a la sabana presto a la beligerancia.
© Pablo Martínez Burkett, 2008
Simplemente EXCELNTE.
ResponderEliminarMuchas gracias, Edd.
ResponderEliminarSeguimos siendo los mismos. Tanto más, en los ritos de apareamiento.