Te prevengo que aquí el hielo es cosa de sacrílegos.
J.D. BOLLINGER – Pasaje a Rheims
A LA HORA de elegir un nombre, le resultó natural proseguir como Ochocientos Dos, versión corta de 802.701, número de orden que llevaba tatuado en el antebrazo con el preceptivo código de barras. Así la habían llamado durante los siete ciclos lectivos que insume la Reeducación. Al profesor W. R. Hess XIII le pareció algo anómalo, pero a los treinta y tres años ya estaba demasiado viejo como para discutir con oleadas de jóvenes deseosas de labrarse una carrera en la Corporación Orwell, así que tecleó la identificación y el destino. Con la prerrogativa de haber merecido nada menos que tres aretes en la oreja derecha, Ochocientos podría haber ingresado en cualquier lado, pero solicitó que la asignaran al Cubo Errante.
Allí se controlaba el tráfico de la red neuronal de implantes Griffin. Originalmente, eran un simple dispositivo con fines terapéuticos. Luego se le fueron adicionando programas recreativos y en poco tiempo, hasta el más mínimo detalle en la vida de una persona pudo ser compilado y reproducido en el hipotálamo de otra. La propiedad de un Griffin se tornó símbolo de clase. No pocos impostaban gestos de coribante para fingir posesión. Los descastados no tardaron en hacer oír su reclamo igualador. Se llegó a la sedición y no faltaron los baños de sangre. Como medida pacificadora, se decidió por votación unánime que todo ciudadano tenía el derecho inalienable de ser implantado. La complejidad de la interconexión hizo necesario reclutar generación tras generación de programadores. El poder de la Corporación se volvió infinito y pronto fue inescindible el límite de lo real y lo ilusorio. Lógicamente, se abolió toda distinción entre el azar y la causalidad. En lo sucesivo, lo abominable y lo prodigioso se atribuyó a la sigilosa voluntad de la Corporación.
La Secta de los Filósofos a duras penas pudo resistir en el exilio. Poco a poco, los que no murieron enloquecidos en las mazmorras de la Corporación prefirieron desertar. Sólo un puñado se mantuvo fiel a la restaurada Orden del Símbolo. El restaurador de esa doctrina se llamaba Ts'ui Pên. Predicaba el regreso a la vertiginosa contradicción del libre albedrío. Años llevó preparar a quien habría de infiltrar la red y destruir a la Corporación Orwell.
Ochocientos Dos se apartó el flequillo de los ojos y acarició con placer su terminal lumínica. Introdujo la clave y comenzó a trabajar. Aunque no lo supiera, era hija de Ts'ui Pên.
© Pablo Martínez Burkett, 2010
El presente cuento ha sido publicado en la edición N° 102 de la revista digital miNatura.
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