EL HOYITO DE LA VACUNA
Fuimos porque teníamos que ir. Porque Obras era Obras y porque además, cantaba Zitarrosa. Eran tiempos de cambio. Se avecinaba la democracia, la sentíamos parir. Se sucedían los actos, las propuestas, el fervor, la participación. Reaparecían los libros escondidos, se cantaban las canciones prohibidas. Se empezaban a saber cosas tremendas.
Tener 18 años siempre será una fiesta. Tener 18 años en 1983 fue experiencia única. Nosotros, que habíamos pasado toda nuestra adolescencia bajo el hierro homicida le encontrábamos otro aroma a las calles, otro color al cielo. Estábamos llenos de amaneceres. Se sucedían las peñas, los asados, las asambleas. Nunca faltaba una guitarra. Algunos nos dábamos maña con la música, otros con la poesía. Todos nos sentíamos hermanados en rescatar la cultura, la voz de la gente, su sentir, su sufrimiento y sobre todo, sus esperanzas.
Y con esa inocencia militante íbamos a la facultad. Y también nos enamorábamos o creíamos estarlo, de nuestras compañeras. En mi caso, el grupo estable éramos siete. Cuatro varones y tres mujeres. Una de ellas provocaba mi voracidad de torpe lobo. Su presencia era una suerte de feliz fulgor, algo que exigía contemplarla con detenimiento. Usualmente, vestía una larga pollera hippie, camiseta de tirantes, un pañuelo arremolinado en el cuello, morralito cruzado en bandolera y siempre andaba revoleando una cabellera de gitana, que me hacía soñar con imágenes de lecho recién revuelto. El descuido de exhibir la bretelle del corpiño, era otra anticipación de las costumbres libertarias que mis ansias le otorgaban. Y estaba el hoyito de la vacuna en el brazo izquierdo. Había algo de cóncava hospitalidad, de fugitivo oasis que me tenía obsesionado. El tiempo, que con su sorda industria, erosiona las memorias, extravía los nombres y ya falsea los rostros, aún no ha podido llevarse ese recuerdo.
Mientras nos entintábamos los dedos con el mimeógrafo, yo no podía dejar de mirarla y sonreír tontamente, cuando propuso que fuéramos a Obras para ver a don Alfredo. A modo de asentimiento, nos pusimos a cantar “Zamba pa’l que se va”. Al llegar a la estrofa que dice: “aura que sos mocito, y ya pitás como el que más” me miró con unos ojos nuevos y fue como si un rayo me fulminara.
Llegamos al estadio en alegre tropel. Por muchas razones iba a ser una noche memorable. Con los apretujones y movimientos del público, nos apartamos un poco del grupo. Las canciones, milongas, zambas y candombes se sucedían para festejo y algarabía de la gente. Siguiendo la liturgia no escrita de los recitales, yo me situé detrás de ella, que bailaba apenas meneando las caderas, los pies fijos en el piso. La pollera irisada amplificaba el efecto hipnótico.
Cuando tocaron “Crece desde el pie”, el brazo izquierdo empezó a llevar el ritmo, con una mano que por momentos era una ola y en otros, un pájaro. El brazo derecho, extendido sobre la cabeza, parecía un gato agazapado, una serpiente golosa. Bailaba con gracia exquisita, que era regocijo, pero también era invitación. Y el hoyito de la vacuna, allí a pocos centímetros, volviéndome loco. A medida que la canción aumentaba el ritmo, empezó a mover los pies, pero sin dejar de zarandear las caderas. Por momentos, daba vuelta el rostro para mirarme, y sonreía o se mordía el labio inferior como preguntándome en silencio hasta cuando…
Finalmente, me animé y la besé. Se pegó contra mí y no dejó de bailar mientras nos besábamos, con el corazón desbocado. Y así como el estallido del viento, que al sacudir la luz del candil, suele revelar sombras que prefiguran un mundo de formas; así sentí que la música me estaba desnudando el contorno de esa niña que reclamaba su lugar de mujer.
El resto de la historia, ya no importa.
El 17 de enero de 1989, moría en Montevideo don Alfredo Zitarrosa, una de las voces más destacadas de la música popular rioplatense y latinoamericana.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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