MOSES, EL TROMPETISTA
Todos los que vivíamos en el barrio conocíamos al Moise’, un negrazo que tocaba la trompeta en la estación de subte. Con un smoking blanco que había visto tiempos mejores, moñito que no se quitaba ni aún en el rigor del verano porteño, un pantalón que hospedaba numerosos remiendos y unas polainas blancas, tocaba y tocaba con gusto exquisito, mientras los ojos renegridos parecían que se le iban a salir de las órbitas. Y entre tema y tema, exhibía una sonrisa llena de dientes blancos, que remataba un bigote caminito de hormiga.
Todo en él era anacrónico, desmesurado pero apaciblemente dichoso. Al pasarle cerca, uno no podía dejar de sentir el rumor de mundo paralelo cuyo portal abría con un par de notas de su instrumento. Un “ábrete sésamo” que pintaba paisajes lejanos pero elusivamente conocidos. Y no importa que tanta prisa uno llevara, era imposible no detenerse un par de minutos a escucharlo y dejarle unas monedas. Y si la música era realmente buena, cuando se le daba por charlar, las anécdotas eran inverosímiles pero desopilantes. Nadie le creía pero igual era un placer dejarse llevar por su voz grave y melodiosa. Todavía hoy recuerdo la carcajada de trueno con la que remataba cada historia.
Con almibaradas reverencias y un torpe castellano se presentaba como Moses T. Walker, americano de nacimiento y ciudadano del mundo por adopción. Desde mi adolescencia decía tener 50 años así que ya debía andar bordeando los 80. Al principio tocaba de parado, pero con los años se sentaba en una silla de paja. Con palabras gastadas a fuerza de repetirlas, recordaba haber llegado al país hacia mediados de los 70’, formando parte de la orquesta de jazz de un crucero. Una noche de copas y los brazos de una mujer con la que luego se casaría, le hicieron omitir la hora de zarpar y se quedó definitivamente.
A quien quisiera escucharlo, le contaba una y otra vez que había tocado en Chicago, Boston, New York, París y aún Helsinski. Pero siempre la conversación declinaba hacia su más elaborada jactancia: cuando lo contrataron para tocar en Broadway como uno de los trompetistas de Hello Dolly, el musical que durante tantos años estuvo en cartel. Decía no haberse perdido ninguna de las casi tres mil representaciones. Decía que nunca tocó mejor. Decía que hasta alguna vez fue la primera trompeta. Decía que había sido amigo de la mayoría de las estrellas que prestaron su voz a la Dolly del título. En su enumeración mezclaba a Carol Channing, con Ginger Rogers; Dorothy Lamour con Yvonne De Carlo, con quien además, dejaba entrever que había tenido algo más que una bella amistad… Todos sonreíamos frente a los perdonables embustes. Alguna vez, el chico nuevo del departamento de abajo quiso creerle y buscó en una enciclopedia: ya nomás, la diferencia de edad con la bella Yvonne nos persuadió de que nuestro ilustre artista poseía una imaginación que no le iba en zaga al talento musical.
Yo sé que la socarrona incredulidad de su público le causaba un fastidio que la sonrisa inmaculada no lograba disimular. Pero igual, entre cada interpretación insistía una y otra vez con el catálogo de fábulas y falsos amoríos.
Las vueltas de la vida me llevaron a trabajar durante un tiempo en la Gran Manzana. Un domingo, aburrido, paseaba mi soledad por los puestitos de libros usados a la vera del Central Park. De repente, en una pila de saldos dentro de una canasta, encontré uno dedicado íntegramente a la obra musical, con innumerables fotos en blanco y negro. Lo compré sin dudar. En alguna de las vistas dedicadas a la orquesta, creí ver detrás de una trompeta a alguien que bien pudiera haber sido un jovencísimo Moses. Lo atribuí más a un arresto de nostalgia que a otra cosa.
Al poco tiempo regresé a Buenos Aires. Nuestro amigo había sido internado con una neumonía. Fuimos a visitarlo con mi vecino del piso de abajo. Le llevamos el libro. No nos reconoció. Si siquiera supo de qué le hablábamos. Pero al verlo, se le encendió la mirada y empezó a señalar las fotos. Lo poco que balbuceaba, era en inglés. A los pocos días, se murió con una sonrisa y abrazado al libro. Dejamos que así lo enterraran.
El musical Hello Dolly, con la dirección y coreografía de Gower Champion, subió a escena por primera vez el 16 de enero de 1964 y permaneció en cartel hasta el 27 de diciembre de 1970 con 2.844 representaciones.
© Pablo Martinez Burkett, 2012
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