martes, 24 de abril de 2012

"Un libro blasfematorio en Buenos Aires", apertura sobre el Día Internacional del LIbro





UN LIBRO BLASFEMATORIO EN BUENOS AIRES
Nada hacía presagiar el suicidio del querido profesor, Dr. Randolph White Jones. Nacido en Inglaterra, llegó al país a la edad de tres años. Jamás mencionó las circunstancias que motivaron la mudanza de su familia, pero algo habrá tenido que ver la locura que consumió a su padre. Siguiendo su huella erudita, Randolph junior también se destacó en historia antigua, magia y ocultismo. Primero fui su alumno, luego su secretario y más tarde, durante casi 20 años, su amigo. Esposo ejemplar, dejó a una viuda inconsolable pero riquísima. A familiares y amigos les resultó natural que me ocupara del sucesorio, bastante sencillo salvo por la tarea de catalogar los libros y demás efectos que heredara de Randolph padre, un eminente antropólogo del Museo Británico, quien antes del exilio rioplatense, había consagrado su vida a investigar una civilización, muy anterior aún a los persas, que había sido descubierta en unas excavaciones en Ormuz, el actual Irán.

Yo estaba más que familiarizado con las infinitas bibliotecas que ocupaban todo un piso del petit-hotel de la calle Juncal donde vivía el profesor, pero tengo que confesar que desconocía la existencia del cuarto secreto, al que ingresé con la llave que me dejó en un sobre. La entrada a la descomunal habitación estaba disimulada detrás de un armario falso Un olor rancio y malsano me atacó al abrir. En la carta del profesor, las instrucciones eran precisas y concluyentes: debía incinerar a todos sus huéspedes, o sea, prender fuego a todos los libros.

Nadie ignora que soy un amante de los libros. No faltaría a la verdad quien me tildara de fetichista de los libros. Y créanme que en el cuarto secreto, me encontré con el Paraíso. Había libros raros, antiquísimos, que se apilaban hasta los techos, la mayoría en idiomas para mí desconocidos. Otros, en latín y griego, exhibían imágenes de seres alados con una inmunda cabeza de pulpo. Supe, ¿cómo no saberlo?, que era Azathoth, el dios ciego y descerebrado, señor del caos y sultán de los demonios, de cuyo poder me había prevenido el maestro. Mientras seguía peregrinando por las torres de libros, anaqueles y bibliotecas, descubrí bajo una campana de vidrio un ejemplar de la obra de la que numerosas sectas se jactan pero que nunca había sido vista.




Era el Necronomicón, del poeta loco Abdul Alhazred, en una traducción de unos cuatrocientos años. Un sello denunciaba que alguna vez había pertenecido a la Universidad de Buenos Aires. No me extrañó, ya que el escritor americano Lovecraft, en la Historia del Necronomicón, advirtió que una edición del siglo XVII se encontraba en la Biblioteca de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que una más se conservaba en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Si hasta las malas lenguas cuchicheaban que Jorge Luis Borges no se quedó ciego por una enfermedad hereditaria sino por haber posado sus ojos en este mismo ejemplar cuando era director de la Biblioteca Nacional.


El caso es que yo tenía frente a mí ese libro mágico, versado en las leyes que gobiernan el mundo de los muertos. Un libro definitivamente blasfemo y buscado por satanistas, cazadores de mitos y coleccionistas varios, todos con distinto fin, pero idéntico empeño.

Me asaltó una alarma inaudita y empecé a sospechar que esta era la causa por la que, tanto el padre del profesor como mi querido amigo, enloquecieron hasta poner fin a sus vidas de forma tan feroz.

Sin embargo, no pude evitar la tentación y con terror pero también con esperanza, me aventuré a lo abominable, repasando páginas repletas de conjuros para despertar a los antiguos amos del mundo y restaurar su reino de horror cósmico. Como era de prever, las compuertas del abismo comenzaron a zumbar su inminente apertura.

En mi celda de la Comisaría 17, espero que un oficial de guardia venga a tomarme declaración por el fuego.
El 23 de abril se celebra en todo el mundo el Día Internacional del Libro, instituido con el fin de fomentar la lectura. Quien tiene un libro, tiene un amigo. Se eligió este día en conmemoración de dos amigos nuestros que tanto han hecho por la literatura: Miguel de Cervantes Saavedra, padre de Don Quijote y Sancho Panza, quien fue enterrado un 23 de abril de 1616, misma fecha y año en la que descendió a la última sombra William Shakespeare, padre de Romeo y Julieta, Otello y Hamlet. Para recordar nuestro amor por los libros, elegimos una leyenda urbana de más de cien años, que sitúa a un libro maldito en la mismísima Buenos Aires.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

2 comentarios:

  1. Sin duda alguna, emotivo y evocador.
    Cuánto tiempo tiene que transcurrir para que algún librero, del que eres cliente asiduo, finalmente te revele que en la parte trasera de la libreria hay un pequeño cuarto donde están los tesoros, verdaderas joyas de la bibliografía: la tras-tienda diria Orso Arreola, a donde sólo entran los verdaderos amantes de los libros pueden ingresar?
    Por otra parte, me sigue gustando, e intrigando, esos saltos mortales, esas, como llamarlas, asincronías?, volteretas, distonías, que significan el final in-esperado de sus relatos, de sus cuentos.

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  2. Como siempre, muy amable en la glosa. Y en cuanto a los finales, no es algo que uno se haya propuesto conforme un plan determinado, pero a esta altura (ya me lo han notado antes de ahora) quizás sea una marca de fábrica. Que no sería de extrañar, adhiriendo como adhiero al fantástico rioplatense. Decía Julio Cortázar que "Todo cuento cortazariano tiene un final sorpresivo, un final circular". Ni qué digamos los de Borges y Bioy. Una vez más, muchas gracias.

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