La
mañana del viernes amaneció lloviznado y encima faltó el cadete así que tuve
que salir a hacer el reparto, como cuando era pibe. Volver a andar con la
canasta por las calles del barrio a veces trae alguna grata sorpresa.
Al
cruzar por el medio de la plaza me topé con un barrilete de papel de diario, clavado
en el barro, junto a un charco que reflejaba su magullado destino. De repente,
recordé las siestas de mi niñez preparando el engrudo, mientras armábamos el
esqueleto con cañas del campito y una corbata para oficiar de cola. Y los
nervios de salir a remontarlo frente a la barra expectante, todo un desafío a
la hombría incipiente.
Ya
no se ven más los barriletes. Los edificios y los cables los fueron postergando
hasta el borde de la extinción. Otro de los tantos entretenimientos infantiles
que los hijos de este tiempo desconocen. No es que sea enemigo del progreso, al
contrario, me causa un indisimulado orgullo ver a mi nieto, el Iñaki, disponer
de celulares, controles remotos y computadoras. Y hasta consiento la sonrisa
socarrona que esboza cuando advierte que soy incapaz de replicar lo que sus
deditos ejecutan a una velocidad prodigiosa. Justamente por eso, mientras iba
de regreso para el negocio, pasé por la librería y a pesar del estupor inicial,
tras mucho revolver en el depósito, don Cosme desempolvó un par de rollos de
papel barrilete y un carretel de hilo.
Como
todas tardes, el nene pasó después de la escuela. Si siempre es una felicidad,
esa vez lo recibí además con una rejuvenecida alegría. Le dije que tenía una
sorpresa. Pensó que era alguna manzana o aún, un huevito de chocolate. ¡Pobrecito!,
no entendía nada cuando me vio aparecer con los implementos. Mucho menos cuando
le dije que íbamos a construir un barrilete. Casi ni sabía de qué se trataba y la
idea de que pudiera “hacerse en casa” en lugar de comprarlo hecho fue toda una
novedad. Al principio le costó un montón encontrarle la vuelta a un juego
“desenchufado” pero después, chico al fin, se entusiasmó con la pegatina y los
piolines. Nos quedó bastante bien y lo dejamos secar con la promesa de salir a
probarlo al día siguiente.
No
me hizo falta ir a buscarlo. Bien temprano lo tenía tocando timbre. Igual que
yo, cuando era pibe, se retorcía de ansiedad. Y allá nos fuimos, al costado de
la autopista. El día acompañaba: buen solcito y algo ventoso. Un par de veces
estuve al borde del infarto, corriendo a su lado mientras le decía: ¡dale soga,
dale soga! ¡Que no cabeceé! ¡Soltalo que ya lo tenés!
Después
que el barrilete tomó altura y volaba como un angelito con alas de papel, lo
atamos a un aromito y nos tiramos panza arriba a disfrutar de nuestra obra. El
Iñaki estaba loco de contento. En un momento me preguntó: ¿Lelo: y qué otras
cosas hacías cuando eras chico? ¿Veías dibujitos? Le costó un poco concebir que
en mi infancia no había tele ni dibujos animados y que a lo sumo, íbamos a las
matinées del cine parroquial donde pasaban películas, series en capítulos del
Llanero Solitario o Flash Gordon y algunas cintas
mudas de Carlitos Chaplin. Lógicamente, no conocía a ninguno de mis héroes oxidados
y no se imaginaba cómo podía ser una película sin sonido. Se me iluminó la
lamparita: no podía dejar pasar esa oportunidad de compartir otro pedacito de
historia con mi nieto. Nos íbamos a empachar de Chaplín.
Al
llegar a casa, mi hija me ayudó a bajar algunos videos de internet y nos
sentamos todos juntos a ver al gran Charlot, como le decía mi abuelo. La Abu Leonor hizo pochoclos, apagamos las luces
y ¡abracadraba! allí estaba, en anacrónico blanco y negro, el personaje de los
ojos repintados, los pantalones bombachudos, los zapatones y el saquito
esmirriado, el bastón y el bombín; el bigotito emblemático y la sonrisa
zumbona. De sólo verlo caminar, el nene empezó a reírse.
Uno
tras otro fuimos despachando los cortos, de ese vagabundo de andar torpe pero con
modales de caballero, el truhán famélico pero con espíritu noble, el galán
impenitente y el boxeador traicionero. El pobre desgraciado al que hostigaban jefes
de porte robusto y barbas elocuentes. El trapecista que hacía piruetas sobre
una cerca, el artista que era capaz de improvisar un exquisito ballet con unos
tenedores y dos panes. O hilvanar las persecuciones más hilarantes con un
ejército de policías. Era todo un payaso, que además, se daba tiempo para
denunciar los atropellos del sistema, las modernas formas de esclavitud y los
peligros totalitarios. Y no le alcanzaba con actuar, asimismo dirigía y
escribía las secuencias.
¡Cómo
nos reíamos todos! Nos dolía la panza. Cuando se terminó la selección, el Iñaki
quiso volver a verla. Mi hija y mi mujer se fueron a hacer sus cosas y yo me
quedé a recrearme nuevamente. A la mitad, agotado, el nene se durmió en mi
falda. No en vano es el regalón del abuelo. Mientras le acariciaba la cabecita
y lo miraba sonreír en sueños me felicité por el día que habíamos tenido. No
todo está perdido si la antigua magia de un barrilete y de un bombín todavía puede
unir a las generaciones. Y mientras enfocaba las monerías que hacía, revoleando
los ojos, meneando el bigotito y saludando vertiginoso con el sombrero le dije
en la pantalla: Gracias, Carlitos Chaplín.
Un
día como hoy, pero de 1889, nacía en Londres Charles Spencer Chaplin. Fue
actor, escritor, director de cine, compositor y productor. También la Reina de
Inglaterra lo hizo Sir. Pero siempre lo recordaremos como Carlitos Chaplín, uno
de los más grandes actores de la historia.
©
Pablo Martínez Burkett, 2012
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