JUEGO DE NIÑOS
Honestamente no sé muy bien cómo pudo suceder. Escribo
esta carta por si alguien la encuentra y se puede organizar el rescate. Lo hago
a las apuradas, porque presiento que está por engullirme otro remolino.
Mili, mi hija, tiene tres años. Le encanta andar con
su triciclo. Cuando llego de trabajar quiere que la persiga alrededor de la
mesa. Los espacios en el departamento son mínimos así que más que una
persecución, parece una carrera de obstáculos. Mi mujer protesta porque rayamos
los muebles, pero es el único momento del día que tengo para estar con ella. La
nena pedalea y ríe feliz. Y yo, en cámara lenta cual “Hombre Nuclear”, finjo
que le doy alcance.
Una de estas noches, mientras representábamos nuestro
numerito, se frenó y me dijo: - ¡‘perá papi, que hay que abrir la puerta! Y
haciendo que giraba un picaporte invisible, pasó el triciclo ... yo le seguí la
corriente y crucé con sigilo.
En los días siguientes, el carnaval familiar se
repitió exactamente igual. Bueno, igual lo que se dice igual, hasta principio
de semana. Después, no sé qué decir.
El
lunes, me esmeré haciendo ruidito de gozne herrumbrado. Tras abrir la puerta
imaginaria iba a retomar la cacería, pero Mili me dijo: -¡No, papi, cerrá antes
de que se escape el gato! Me disculpé por desconocer esta regla y continuamos.
Sin embargo, algo extraño empezó a ofuscar mi mente. Una vez había leído sobre
un experimento con un gato que permanece en una superposición de estados
posibles. Para saber si el felino está vivo o muerto, es preciso abrir la caja.
Es un problema de la física cuántica que este humilde oficinista no puede resolver: Por suerte, la legítima nos llamó
a comer y me olvidé del asunto. ¡Qué error!
Porque
hoy estábamos con la nena en medio de nuestro ritual. A la tercera vuelta,
pasé a través de la abertura invisible y de repente, fui sumergido en un
relámpago de luz. Con una nausea feroz aparecí en medio un paisaje desconocido.
El aire atronaba a puro cañonazo. Soldados atacaban con bayonetas y sables
ensangrentados. Hasta donde me llegaba la vista, estaba dentro de una batalla
gigantesca. Todo alrededor era humo, descargas de fusiles y retazos carmín que
florecían el pecho de los combatientes. Pensé que me había golpeado la cabeza y
estaba alucinando. Pero cuando un infante malherido cayó a mis pies, el sueño
se hizo demasiado real. En el colmo de mi
locura, el pobre hombre hablaba en francés pero yo era capaz de entenderlo. Así
supe que pertenecía a la Guardia Imperial de Napoleón Bonaparte.
Paralizado por el miedo, no atinaba qué hacer. Pero la
batalla no se detenía y la tierra empezó a temblar. Alcancé a ver que todo un
ejército se nos venía encima al galope tendido. El pobre franchute se abrazó a
mis tobillos y consiguió a musitar que “la Guardia muere, pero no se rinde” y
entregó su espíritu. No era el momento para averiguar por qué podía comprender
el idioma así que, desesperado, busqué guarecerme de la carga de la caballería
prusiana. No podía creer lo que me estaba pasando. Me arrastré entre el barro
hasta una edificación derrumbada. Empujé la puerta arrasada por la metralla y
aparecí otra vez en mi casa, gateando bajo la mesa. MI hijita me miraba con
ojos de asombro. Justo entraba mi esposa para reclamar que fuéramos a comer de
una buena vez y al verme así, se le atragantó el reto: Igual no perdió la
oportunidad y me recriminó: ¡mirá cómo te ensuciaste por jugar con la chica. Ya
no tenés edad! Y anticipando una ronda extra de lavarropas se fue hecha una
furia.
Por
eso escribo esta carta. No es un pedido de auxilio, es una advertencia sobre el
vórtice maligno que se ha adueñado de mi living. Ojalá alguien sepa cómo cerrar
el portal y rescatarme. Sospecho que es inminente otra zambullida en el
torbellino de los universos paralelos. Voy a extrañar mucho a mi hija. Me
aguarda el horror. Quizás ya sea uno de mis futuros.
En un día como hoy, pero de 1815 tuvo lugar en Bélgica, la Batalla de Waterloo, combate
entre las fuerzas francesas al mando de Napoleón Bonaparte y una coalición de
tropas británicas, holandesas y alemanas, comandada por el Duque de Wellington.
Poco faltó para que el Gran Corso se llevara la victoria, pero finalmente, fue
derrotado, perseguido y deportado a la isla de Santa Helena, donde murió seis
años después.
©
Pablo Martínez Burkett, 2012
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