Leímos “EL CHICO DEL ATAÚD” de Gustavo Di Pace (Alción Editora- Cuentos, 2014).
Una prosa amena, sólida, sin fisuras. Pero por sobre todas las cosas, un manojito de historias que sin pontificar ni alardear con la posesión de receta alguna, reflexiona en torno a aquello que fingimos eludir y que es para lo que hemos venido al mundo. Y en este sentido, se me ocurren numerosas genealogías en Gustavo, pero elijo a Lovecraft, aquel que convirtió a nuestros terrores más antiguos en una pesadilla viscosa de la que ya fue imposible salir.
En efecto, en los nueve cuentos que integran esta colección siempre hay un soñador que no distingue los vagos límites entre lo real y lo ilusorio. A veces oficia como alguien que quiere imponer su sueño a la realidad; otras veces, como quien es incapaz distinguir ya sueños de ese otro sueño que llamamos vigilia; y otras, casi a manera de un precipitado médium, se descubre actuando el sueño de otro. Y todo bajo un constante marco ominoso, como si se estuviera al borde de cometer algo prohibido, perpetrar un crimen moral o correr el velo a aquello que no debe ser revelado.
“EL CHICO DEL ATAÚD” es un estado alterado de conciencia, un grado ulterior de percepción donde es posible advertir una sucesión de juegos especulares, sueños dentro del sueño, simulacros que se saben soñados por otros, transmigraciones a través de una porosa realidad, siempre elusiva siempre vacante.
Entre los que profesan el hinduismo es creencia que no somos sino el sueño de una divinidad dormida. Este dios, el omnipresente Vishnú, yace en algún lugar del mundo espiritual y de su respiración emanan una diversidad de universos materiales. No son pocas las teologías y filosofías que se aventuran en esta metáfora recurrente: el espíritu informa la innumerable materia de la que estamos hechos. Somos el sueño de un dios, somos su aliento dormido. Somos el brillo divino de ese sueño. Por su parte, en la física cuántica hay quienes arriesgan que el universo mismo sería un holograma. Para decirlo en forma sencilla me voy a valer de la poética explicación del Dr. Leonard Hofstadter: “el principio holográfico postula que lo que experimentamos todos los días en tres dimensiones podría ser, solamente, la información ubicada en el confín del cosmos. Así que es posible que nuestras vidas fueran, en realidad, la representación de una obra pintada en el gran lienzo del universo”.
Curiosamente, en terrenos tan antípodas se confluye sobre una misma idea: somos el sueño de otro, somos el trazo de otro que pinta el universo. Y en este caso, uno arriesga, Gustavo es el otro que se sueña, mapa incluido dentro del mapa que nos interpela y nos asombra. Porque pese a lo heterogéneo de las situaciones (sea por ejemplo, un hombre que se sueña niño, llevando a la rastra el ataúd de su padre; un eviscerador mortuorio que entre los intersticios del lenguaje legal se hace tiempo para reflexionar en torno a la vida y la muerte; un soñador que no recuerda lo soñado o un detalle si por colateral no menos escatológico en el retrato postrero del ilustre sanjuanino) el resultado es unívoco. La sucesión de sueños aletean sobre una misma conclusión: “los ataúdes no son para abrirse sino para cerrarse”. Una vital meditación sobre la muerte.
“EL CHICO DEL ATAÚD” nos recuerda que, como Alonso Quijano en su lecho de muerte, quizás sea tiempo de comprender, con alivio pero con terror, que no somos sino una apariencia soñada por otro. Que un libro logre afrontar esa paradoja y permitirnos salir más o menos bien parados (y hasta con cierta elegancia) es un indudable mérito. El resto, corresponde a una solidez narrativa, muy correcta y que siempre trata bien al lector.
Un placer leer a Gustavo Di Pace.
© Pablo Martínez Burkett, 2015
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